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Cuento

Juriano Kichisuke: un cuento de Ryūnosuke Akutagawa

Tomado de El  tabaco y el diablo, publicado por Satori, la gran editorial especializada en literatura japonesa.




Por Ryūnosuke Akutagawa. Traducción de Hidehito Higashitani y Javier Rubiera.



Juriano Kichisuke era del pueblo de Urakami del distrito de Sonoki en el País de Hizen. Como se le murieron sus padres pronto, fue acogido, siendo muy niño todavía, como criado en casa del otona, llamado Saburōji. Pero, por su torpeza natural, era blanco constante de burlas de otros sirvientes y tuvo que dedicarse a trabajos humillantes, propios más bien de caballos y de vacas.

Cuando tenía dieciocho o diecinueve años, se enamoró de Kane, la hija única de Saburōji. Naturalmente Kane no hizo caso de esa inclinación sentimental hacia ella. Además, sus maliciosos colegas se enteraron rápidamente y se burlaron de él. Kichisuke, a pesar de su torpeza, al parecer no pudo soportar esta angustia amorosa y una noche, en secreto, se fugó de la casa de Saburōji, donde se había acostumbrado a vivir a gusto.

Durante tres años desde entonces, no hubo absolutamente nadie que supiese el paradero de Kichisuke.

Pero más tarde, regresó al pueblo de Urakami, desharrapado como un pordiosero. Y volvió a ser acogido de criado como antes en casa de Saburōji. Desde entonces se concentró en su trabajo con diligencia sin hacer caso del desprecio de sus colegas. Se mostraba más fiel que un perro amaestrado, especialmente con la hija, Kane. Ella por esta época ya se había casado y vivía en casa de los padres con su marido. Era un matrimonio bien avenido que fue objeto de la envidia de la gente.

Así pasaron uno o dos años sin ningún incidente. Pero mientras tanto sus compañeros se olieron que había algo sospechoso en los actos de Kichisuke. Movidos por la curiosidad, empezaron a vigilarlo con mucho cuidado. Entonces descubrieron que, en efecto, tenía la costumbre de trazar con los dedos la señal de la cruz en la frente y de ofrecer rezos dos veces al día, por la mañana y por la tarde. Se lo comunicaron enseguida a Saburōji. Este, quizás por temor a una posible situación embarazosa, se apresuró a entregar a Kichisuke a la oficina de la autoridad gubernamental.

Cuando fue enviado a la cárcel de Nagasaki rodeado de alguaciles, se mostró sin asomo de alteración alguna, nada humillado. Todo lo contrario. Según lo que se cuenta, la cara de este necio Kichisuke estaba plena de una dignidad extraña, como si estuviera iluminada de lleno por la luz celestial.


Arrestado y puesto frente al comisario de justicia, Kichisuke confesó con sinceridad que era creyente de las enseñanzas kirishitan. A continuación, hubo entre los dos un intercambio de preguntas y respuestas como sigue:

Comisario: ¿Quiénes son los dioses de vuestra religión?

Kichisuke: Son el joven Príncipe del País de Belén, el señor Esu Kirisuto, y la Princesa del País Vecino, la señora Santa Mariya.

Comisario: ¿Qué apariencia tiene cada uno de ellos?

Kichisuke: El señor Esu Kirisuto que vemos en nuestros sueños tiene la figura de un mancebo vestido con kimono de ancha manga de color morado. Y la Princesa Santa Mariya lleva un chaquetón con bordado de oro y de plata, y le rezamos a ella en esta figura.

Comisario: ¿Con qué razón llegaron a ser esos tipos los dioses de vuestra religión?

Kichisuke: El señor Esu Kirisuto se enamoró de la Princesa Santa Mariya, pero murió por el sufrimiento de su amor no correspondido. Por eso, he oído decir que para salvar a los que sufren del mismo dolor, el Señor se hizo el Dios de nuestra religión.



Comisario: Y a ti, ¿dónde y quién te dio tales conocimientos?

Kichisuke: Una vez, tras haber recorrido muchos lugares vagando durante tres años, un kōmōjin desconocido me los enseñó en una playa del mar.

Comisario: ¿Qué tipo de ceremonia te hizo para enseñártelos?

Kichisuke: Después de echarme el agua bendita, me dio el nombre de Juriano.

Comisario: Y después de la ceremonia, ¿hacia dónde se fue ese kōmōjin?

Kichisuke: Pues ¿habrá cosa igual? Desapareció hacia no sé dónde, pisando sobre las olas que estaban muy revueltas en ese momento.

Comisario: Si dices cosas de pura imaginación estando aquí delante de mí, serás duramente castigado.

Kichisuke: ¿Para qué voy a mentir, señor comisario? Todo es la pura verdad.

El comisario se extrañó mucho de la declaración de Kichisuke. Era totalmente diferente a todas las declaraciones de los otros seguidores de la fe kirishitan a los que había sometido a interrogatorio hasta entonces. Sin embargo, aunque el comisario volvió a inquirirle después repetidamente, Kichisuke se mostró muy firme en no retractarse de las declaraciones ya hechas.


Finalmente, Juriano Kichisuke fue sentenciado a muerte en la cruz según establecía el Decreto Oficial de la Nación.

En el día de la ejecución, lo llevaron y trajeron, arrastrándolo por toda la ciudad a la vista de todos. Después lo pusieron sin consideración alguna en un poste colocado en el lugar de ejecución en las faldas de Santo Montani.

El poste se destacaba muy alto dibujando la forma de cruz por encima del cercado de la valla de palos de bambú. Él, con la mirada puesta en el cielo, recitó varias veces en voz alta unas oraciones y aguantó sin mostrar ni un asomo de miedo los golpes de lanza que le dio aquella gente de ínfima categoría social. Al mismo tiempo que sus oraciones, apareció allá en el cielo por encima de su cabeza una masa espesa de nubarrones. Y pronto descargó con fuerza en el lugar de la ejecución una tormenta extraordinaria con lluvia torrencial. Cuando volvió a despejarse el cielo, Juriano Kichisuke ya había expirado en la cruz. Pero los que estaban fuera del cercado de la valla de bambú tuvieron la sensación de que todavía en ese momento seguía sonando el rezo de Kichisuke y de que su voz iba flotando por el aire.

Era aquella oración tan simple y vetusta que decía «Oh, Honorable Joven Príncipe del País de Belén, ¿dónde estáis ahora? Elogiadme y alabadme por este acto».

Cuando bajaron de la cruz el cadáver de Kichisuke, aquellos humildes verdugos se sorprendieron de que su cuerpo despidiera una fragancia exquisita. Y comprobaron, en efecto, que de la boca de Kichisuke curiosamente salía un lirio blanco florecido en todo su esplendor.

Esta es la historia acerca de la vida de Juriano Kichisuke, de la que hablan también, aunque parcialmente, libros como la Colección de historietas de Nagasaki, los Sucesos legendarios del catolicismo en el Japón y los Relatos de Keiho para pasatiempos nocturnos. También es la historia de un necio, pero santo, a quien yo guardo el afecto más grande de entre todos los mártires japoneses.

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