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Julieta Venegas: mi vida como lectora
Clases magistrales del Centro Cultural San Martín
Miércoles 28 de marzo de 2018
El pasado martes, la compositora mexicana estuvo a cargo de la clase magistral inaugural del ciclo del Centro Cultural San Martín. En el mismo escenario en que conferenciaron genios nacionales como Borges, Venegas se refirió al cruce entre libros y música que da como resultante sus canciones. Aquí, una primera entrega de sus recomendaciones.
Por Julieta Venegas.
Siempre he disfrutado más de los procesos que de los resultados. Todo lo que hago, todo lo que escribo y todo lo que leo, lo pienso como un camino a otra cosa. Me gustaría contarles cómo ha sido mi proceso como compositora, cómo los libros que leo son y han sido parte de esa búsqueda, cómo no solo han sido una parte inspiradora sino vital en mi proceso como compositora y como persona.
La música siempre ha sido mi forma particular de comunicarme, de entender y explicar las cosas, de expresar mis alegrías, tristezas, anhelos y miedos. Y en la literatura encontré una aliada que me acompaña siempre, como parte de mi aprendizaje y de mi crecimiento. Todo lo que hacemos son pequeños puntos en una vida, y si conectamos esos puntos, quizás encontremos el mapa que nos describe. Me gustaría intentar contarles ese mapa, y los puntos que son parte de mi personalidad y mi manera de ver la vida.
Nací y crecí en una zona fronteriza, entre México y los Estados Unidos, concretamente entre Tijuana y San Diego, y en particular en una familia conservadora, provinciana, estricta, y a veces muy divertida, viviendo con gran naturalidad entre esos dos países tan diferentes, a pesar de compartir una frontera inmensa.
Crecer en una frontera te marca, y te acostumbras a vivir no solo entre dos lenguas sino entre dos países muy contrastantes. Cruzar la línea es cosa de todos los días. En mi casa no había libros, pero había mucha música. La música siempre ha sido importante en mi familia. No es que hablemos sobre artistas o canciones, ni que tengamos conversaciones cultas sobre ella. Simplemente fue y ha sido una constante en nuestra vida cotidiana. La música ha acompañado alegrías, tristezas, amores, desamores, borracheras y fiestas familiares. Si algo tenemos en común, es que nos encanta. Siempre alguien tenía un disco puesto en el estéreo, o mi padre nos torturaba con algún disco, como lo hizo con el Romances de Luis Miguel, que lo puso todas las mañanas durante un año, y jamás pude volver a escucharlo. Mi madre siempre cantando en el auto, un poco de Contrabando y Traición y Caminito de la escuela, ya fueran en trayectos cortos o largos, o cantando con sus hermanas en las fiestas familiares; mi hermano siempre un paso adelante, con las novedades; mis hermanas y yo, en cambio, suspirábamos por las canciones melosas de la radio, o bailábamos los hits.
Más que estar marcada por grandes lecturas, o por grandes maestros, mi infancia estuvo marcada por una voracidad que no encontraba dónde volcarse. El día que descubrí que un papel escrito me podía hacer imaginar, reír, reflexionar, ya no tuve vuelta atrás. Mi formación como lectora está atravesada por un elemento crucial: la curiosidad.
No sé a dónde me está llevando el libro: quiero averiguarlo, siempre. No crecí rodeada de sugerencias, pero siempre supe que me podía meter en un libro y ver qué pasaba. Era algo que podía averiguar en un rincón, en silencio, sin que nadie me dijera “no debes leer esto”, o “no es el momento”. Me tomaría mucho tiempo encontrar mi propio gusto. Hasta el día de hoy lo sigo averiguando: es algo elástico que se extiende y no termina nunca de cerrarse. Leer un libro nunca estuvo marcado por nada más que la simple pregunta de “¿qué será esto?” “¿Quién es esta persona que lo escribió?”. Lo mismo que hacer una canción: viene desde un lugar de preguntar, ¿hacia dónde estoy yendo? Y no saber con certeza lo que va a pasar. Pero querer averiguarlo.
No aprendí a componer, no aprendi a cantar. Lo sigo haciendo hasta el día de hoy, cuando me siento al piano, cuando empiezo a buscar una melodía, cuando me da vueltas en la cabeza una letra. Necesito partir de preguntas, no de certezas. Si tuviera la fórmula de cómo debo escribir, probablemente me hubiera dedicado a otra cosa.
Las canciones son de piel, empiezo sin saber lo que voy a decir, necesito construirlas cantándolas, contando esa historia que es solo mía, en ese momento. Igual con la lectura de un libro. Porque aunque alguien te diga “lee esto”, no sabes lo que va a pasar hasta que te sientes con ese libro y te metas entre sus páginas.
Mi entrada a la música se dio de casualidad. Mi padre es fotógrafo de eventos en Tijuana, y un día, como pago por las fotos de una boda le dieron un piano, que llegó a mi casa sin que nadie lo pidiera. Se decidió que todos lo estudiaríamos. Mi hermano renunció muy pronto, y mis hermanas duraron unos meses más. Pero yo había encontrado un espacio. Además, me gustaba tocar un piano que era todo mío. Lo sentía como un refugio, y cada vez lo siento más como un lugar en donde no necesito pensar. A veces solo puedo expresar lo que siento mientras lo toco. El piano es para mí un aliado, el tener uno cerca siempre me pone en alerta, pero soy tan vergonzosa que necesito quedarme sola para acercarme. Era una verdadera tortura cuando mis padres me hacían tocar frente a sus amigos. Pero cuando me quedaba sola, empecé a desarrollar con él una relación cada vez más propia. Simplemente me gusta sentarme y tocar lo primero que se me ocurre. Toco y no hace falta pensar. Cuando empecé a escribir canciones tenía un conflicto: venía de tocar piano clásico. Aunque mi primera experiencia fuera de lo clásico fue con un grupo de reggae, cuando me salí no sabía dónde acomodar mi manera de tocar, porque no tenía muchos referentes musicales que fueran pianistas.
Un día, estando de visita en la Ciudad de México, fui a un bar con amigos y de repente escuché una canción que era solo un piano y una voz. No podía creer lo que estaba escuchando, fue un momento epifánico, lo que escuchaba era rock, pero era con piano, una melodía y un acompañamiento que me parecían emotivos y no sonaban a nada de lo que había escuchado. Todo lo que pasaba a mi alrededor desapareció. Fui a preguntar qué estaba sonando; era “Los Dinosaurios”, de Charly García. Al día siguiente me puse a buscar todo lo que podía conseguir suyo. Así descubrí “Clicks Modernos”, que me cambió la vida. Charly era alguien a quien podía entender desde el piano, su manera de tocar, sus letras eran misteriosas y distintas, fue importantísimo descubrirlo, porque era alguien con quien me podía identificar.
Continúa en próxima entrega.