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Jorge Panesi: un profesor que escribe

La seducción de los relatos

"La literatura puede ser lo que quiera, pero una crítica literaria que sea oscura está en contra de lo que a mi entender debería ser". Casi dos décadas después de Críticas, Jorge Panesi regresa a las librerías con nuevo libro que reúne años de pensamiento y docencia.

 

Entrevista y foto Valeria Tentoni.

 

Dieciocho años después de Críticas, el profesor y crítico Jorge Panesi descarga uno de los regresos más esperados a librerías: La seducción de los relatos. Crítica literaria y política en la Argentina (Eterna Cadencia Editora).

Nacido en Buenos Aires en 1945, Panesi pasó por Derecho y Psicología antes de anotarse en la carrera de Letras en la misma facultad en la que más tarde sería director del Departamento y actualmente Profesor Consulto. Docente allí de la cátedra de “Teoría y análisis literario I” desde 1988, también dio clases en la Universidad Nacional de La Plata y ha sido investigador del Conicet y director de proyectos de investigación a su turno.

“Un profesor que escribe”, cita para darse definición en este nuevo libro. “El consuelo de quien enseña literatura va de la mano con la incertidumbre de su objeto: a alguien, seguramente, sus monólogos o sus diálogos le habrán servido para algo, aunque este servir no esté en el derrotero exacto de sus deseos o pretensiones”, leemos.

Un profesor que escribe, Panesi, pero “que escribe poco”, agrega. Críticas salió por Norma en 1998 y luego vino el libro Felisberto Hernández (Beatriz Viterbo, 1993). En este nuevo volumen se reúnen ensayos y publicaciones que abordan el vínculo entre la crítica y los medios de comunicación, el valor de la polémica, el papel de las instituciones, la cuestión del tiempo en la producción y circulación de estos trabajos. Se encarga de plumas como las de Mario Bellatin, César Aira, Silvina Ocampo, Luis Gusman, Néstor Perlongher, Tamara Kamenszain o Arturo Carrera.

Conversamos con él en el día de su cumpleaños, mientras su libro comenzaba a distribuirse.

 

 

Este libro recopila muchos años de trabajo, y aparece después de un largo tiempo sin publicar libro nuevo.

Sí, como digo en el prólogo soy esa fórmula que Alberto Giordano había encontrado para lo que hacía como crítico relacionado con la universidad, “un profesor que escribe”, pero uno que escribe poco -a pesar de que hay trabajos que no recogí para este libro. Dejé mucho afuera porque quería tener una especie de unidad, móvil pero unidad al fin, que era la relación entre la crítica literaria y la política, lo que me había interesado en los últimos años.  

Otra "lamentación" que aparece en el arranque de este libro es que no has sido polémico.

Eso es una coquetería total. Recuerdo que alguna vez, generosamente, Daniel Link al escribir por la aparición del libro anterior titulaba sobre mí "El cuchillero". Me fascinan las polémicas, pero me asusta participar de ellas. Soy cobarde, o no tengo la paciencia; rehúyo a las polémicas, pero me fascinan. Por eso hay un artículo sobre el asunto de no tenerlas, pero alude a un momento muy particular de la Argentina, fines de los noventa. La literatura, la crítica literaria y la lectura misma están siempre sujetas a las polémicas. Yo recuerdo, como un asidero científico de esto, al famoso Kuhn: en una de las adendas de Las revoluciones científicas se refiere a las consultas que le hacen desde el arte sobre cómo podían hacer para que la teoría de los paradigmas pudiera funcionar en estética. Y él decía que parte de la inspiración del concepto viene de la estética, donde todo es polémico; eso es el arte. Muchas veces no hay un recambio, como en este momento, por lo que yo sé. No hay algo que me interese demasiado en la narrativa argentina contemporánea. Quizás sea ignorancia mía, prejuicio o una sensibilidad atrasada. Las sensibilidades se atrasan.

¿Con qué paradigma de lectura te encontraste cuando llegaste a Puan y cómo fue mutando? 

Yo entré a la Facultad de la mano de Enrique Pezzoni. Nos encontramos con un desastre, en el sentido de que era una carrera donde nada pasaba -porque no dejaban que pasara nada-, ni siquiera un estructuralismo desde un punto de vista de una lectura limpia, no ideológica, no politizada. El estructuralismo es ideal para eso, uno puede cortar un texto, quedarse en el texto sin ver las relaciones del texto con nada: el texto como texto en sí mismo. Pero ni siquiera es eso con lo que nos encontramos. Si vos no tenés un libre juego leyendo, quedás reducido y son reducidas las lecturas que podés hacer. Baste recordar que uno de los interventores en el gobierno militar fue un cura. ¡Un cura en Filosofía y Letras! Un oxímoron. Eso te dice un poco lo que ocurría ahí. Enrique era un poco más contemplativo, pero en esa época yo sí era polémico, digamos. El estructuralismo calzó de una manera deficiente en Argentina, porque todo era sospechoso de ideología política. Entonces vino con el antídoto, en esos 80 en que uno enseñaba Teoría Literaria, y ese antídoto era lo que se llama -mal, me parece, pero ya es una etiqueta- Posestructuralismo. Bueno, ahí, evidentemente yo tengo algo que ver, Ludmer tiene algo que ver, Nicolás Rosa tiene algo que ver, toda esa gente que estuvo enseñando teoría. Ahora creo que la Teoría literaria no desapareció pero perdió el interés que tenía en los 80, que es el momento donde crece. Cuando Nicolás Rosa reedita uno de sus libros pide disculpas porque se da cuenta de que ya la Teoría literaria empalidece. Y en Argentina hay siempre una gran tendencia a exagerar el componente teórico de la crítica literaria. Eso se ve si uno compara con otros países.

¿Con Estados Unidos, por ejemplo, que es un campo académico que abordás en este libro?   

Me parece que la crítica literaria -y la teoría sobre todo, pero la crítica literaria académica en particular- se mueve en un espacio mundializado. Viñas se da cuenta de que tiene que inventar un nuevo viaje, el viaje académico: hay un contexto mucho más universal, gente que viaja a congresos, a dar clases. Eso me parece que cambió absolutamente la perspectiva de la crítica argentina, la gente que va y viene todo el tiempo. Me parece que es bueno en el sentido de que le quita provincialismo, esa cosa tan doméstica que en cierto sentido la cultura argentina tiene. A pesar de esa mundialización de la crítica a veces la cultura argentina se ha domesticado demasiado, mirándose demasiado el ombligo, cosa que antes me parece que no ocurría. Y a veces hay sacudones. Por ejemplo, la literatura de Aira introdujo una especie de sacudón, en ese sentido, o en Latinoamérica la de Bellatin.

Además de esos dos autores, te ha interesado otro de “sacudones” como Felisberto Hernández. ¿Por qué creés que te atrae tanto ese tipo de escritura?

La literatura está hecha para hablar de ella. La crítica literaria es eso, la conversación, porque la literatura provoca eso. En ese sentido, lo que me interesa de Bellatin es que entiende que si sos un autor y hacés literatura tenés que hacer que hablen de eso. La crítica literaria ha entendido el guiño con Bellatin. Primero hay un momento en el que no sabe qué decir; que es experimental, que es raro, toda una serie de lugares comunes que manifiestan un desconcierto respecto de Bellatin. Con todas esas performances suyas, la crítica se ha dado cuenta de que hay como una puesta a prueba de esa categoría novedosa de lo que sería el autor. El autor ya no es como uno lo pensaba en los años 70, está ligado a toda una serie de difusiones, de comercio, etcétera. Me parece que lo interesante de Bellatin es que pasa a ocupar todos los lugares posibles de un autor contemporáneo en la cultura literaria de un continente. Hay una proliferación de la figura del autor que él explota muy bien.

¿Cómo decidiste estudiar Letras?

Yo empecé estudiando Derecho, y después me pasé a Psicología. Recuerdo que mi familia creyó, hasta que yo se los dije en el momento del juramento, que me iba a recibir de psicólogo, algo que sonaba más productivo. Nadie imaginó que estudiaba Letras. Me interesaba mucho, siempre me interesó el psicoanálisis, incluso para leer y hacer crítica en un primer momento. Letras, Psicología, Sociología, en esa época convivían todas juntas en la Facultad de Filosofía y Letras, entonces era más fácil hacer el pasaje. Sencillamente me pasé a Letras porque había amigos míos que seguían esa carrera y yo no quería estar solo en Psicología. Supongo que lo hice en un principio para continuar esas amistades. ¿Por qué no? Si a mí me gustaba escribir, me gustaba leer.

¿Y cuándo dejaste Derecho?

Bueno, en realidad nunca dejé Derecho. En la facultad hay una profesora de lingüística muy amiga mía con la que hicimos la carrera juntos, Elvira Arnoux. Ella también hacía Derecho, su padre era abogado. En una época pensábamos que podíamos hacer las dos carreras a la vez. Nos reuníamos en una lechería en la calle Independencia. Recuerdo que estábamos con los libros de Derecho y de repente cerré el libro y le dije: "Lo lamento, hasta acá llegué, esto no me interesa para nada". Y me fui de la lechería y me fui del Derecho. No digo que sea imposible, pero yo ya trabajaba, siempre trabajé, por lo tanto seguir dos carreras trabajando era muy difícil.

¿De qué trabajabas?

Siempre trabajé en enseñanza. Era celador de un colegio secundario por entonces. Siempre en educación, siempre enseñando, por eso la fórmula "profesor que escribe" me parece maravillosa.

¿Recordás la primera clase que diste?

Mi memoria es terrible... Pero me acuerdo. La primera clase la di en el Nacional Buenos Aires, haciendo las prácticas. Era el primer momento en que ese venerable colegio había permitido que las niñas entraran, porque hasta entonces era un colegio de varones. Estaba en un momento de transición. Mi primera clase fue de gramática, y el profesor me pidió que enseñara El puente, de Gorostiza. Cómo hice para enseñar eso, no sé. El primer recuerdo del bautismo de fuego ahí lo tengo entrando, vacilante, al aula. Un alumno se pone de pie, con cierta solemnidad, y me dice: "Profesor,  se olvida de firmar la planilla". Me estaba diciendo "no te sentís profesor". A la clase siguiente el mismo degenerado me dice: "Profesor, es costumbre de este colegio que se cierre la puerta para que no entre el ruido del pasillo". Y tuve uno de esos momentos de inspiración, le respondí: "Me parece muy bien, venga y ciérrrela". Pasé un examen terrible, era un grupo de varones solos porque todavía había padres no convencidos y quedaban aulas en las que no aceptaban a las niñas. El desafío para un profesor es demostrar que la literatura puede ser divertida, tarea titánica si las hay, porque están dispuestos a no dejarse convencer.

Muchos de los estudiantes de Puan recuerdan tus primeras clases, la entrada a la Facultad de Letras. ¿Cómo era esa recepción?

No digo nada nuevo, pero hay que tener idea de ser un poco showman, aparte los chicos vienen un poco preparados para eso. En la primera clase hay que hacer algo que los inquiete. Pero también es un momento para decirles que la cosa va en serio. Hay algo terrible de decir, más en la Argentina: la fórmula de "pobrecito". No sabe multiplicar, no sabe leer, pero pobrecito, ¿por qué no va a pasar de año? Me parece que en vez de ser un predominio del asistencialismo, eso es una condena a la mediocridad. Me parece que no funciona. La educación argentina es la ineficiencia personificada. Que me perdonen mis colegas, que evidentemente no tienen la culpa de ese desastre. Y no solamente la educación estatal, o lo que queda de ella, sino también la privada. Que mandes a tus hijos a un colegio privado no te garantiza la excelencia para nada, yo diría que a veces todo lo contrario.

¿El nivel con el que llegan los chicos a Letras bajó desde que comenzaste?

La verdad es que debo decir que no, porque evidentemente algo que fue puesto como un tapón o un filtro funciona, el CBC. Funciona como un primer momento en que los alumnos entran a la universidad, como un curso de ingreso.

El gran tema del libro es el del relato, el vínculo entre los medios de comunicación y la crítica, esa melancolía del lugar perdido por la crítica. ¿Por qué te interesó ese tema?

La crítica literaria nació como un imperio de los tiempos presentes, del presente: eso lo estudió muy bien Habermas en su tesis. Eso un poco se ha perdido, porque en la crítica predominantemente universitaria a veces ese presente no está presente, más bien es un recorrido histórico. En Argentina, y no digo nada que no se sepa, la crítica siempre estuvo ligadas a una dirección política. La crítica literaria argentina es casi "por naturaleza" política. Eso es Sarlo, eso es Ludmer, eso es Viñas. Entonces se da algo con el asunto de los relatos. Un historiador puede estar más o menos consciente de la parte de relato que tiene su métier, y no sé si los críticos literarios siempre se dan cuenta. Nicolás Rosa sí, por ejemplo; Josefina Ludmer también. Hay un giro de autoconciencia narrativa, de las posibilidades que la crítica tiene como narración. De ligarse a su discurso madre, que es la literatura. Pero también hay en los últimos años una consideración curiosa de los medios con ciertos intelectuales que ocupan un papel de intérprete, ya sea del oficialismo de turno o del antioficialismo de turno. Y esos son intelectuales -como Tomas Abraham, Luis Alberto Romero- que ocupan en los medios un papel que se supone que el periodismo deja vacante. La crítica literaria en argentina también, y están los escritores, hay un montón que son macristas, kirchneristas; hay un reverdecer de eso que me parece que en general en otros lados está ausente pero acá está muy vigente. Es un juego, y los intelectuales se prestan a ese juego, y eso me resulta interesante. Hay la fascinación de la crítica literaria por el relato, ese descubrimiento, pero por otro lado hay un uso muy intencional del relato -como se lo llamaba hasta hace poco. Los relatos se buscan en la gente que sabe armar relatos, y a veces los políticos arman relatos desopilantes. Incluso uno puede decir que la corriente que está en el poder ahora es pragmática -son dados a las estadísticas y a la economía- y que con eso no se arma un relato, pero yo diría que sí, que con eso también se arma un relato. Que sea políticamente más o menos eficaz es otra historia. Con cualquier cosa se puede armar un relato, eso es lo divertido de los relatos. Y de la literatura.

Viñas habla del valor del no como puntapié inicial para el pensamiento, ¿con esa negatividad motora estás de acuerdo?

Sí, por supuesto, de Adorno en adelante esa negatividad de la crítica es el motor. La crítica no necesariamente tiene que ser negativa, pero la función que se le ha dado tradicionalmente a la crítica es esa de juzgar. Viñas evidentemente es uno de los críticos literarios que más se ha tomado en serio aquello.  

En tus críticas, tomás por ejemplo entrevistas como fuentes de materiales. ¿Con qué materiales se construye la crítica, además de los libros?

Cuando uno toma la literatura de alguien, o un conjunto de textos más allá del autor, tiene que tratar de leer todo lo que corresponde y lo periférico. A esta altura de la existencia, los reportajes, los diarios, las revistas especializadas, las entrevistas, todo eso forma relación. Lo ves en la industria cultural, con cada libro que aparece hay una ceremonia, un ritual, y el tipo que escribió el libro tiene que hablar de su libro. El libro no es solamente el libro, es también el momento de la lectura, el momento de la aparición. Todos esos momentos que parecen externos al libro forman parte de él, de alguna manera. Por algo en la academia se habla de la recepción de las obras, eso forma parte del fenómeno de aparición de un libro. 

Decís que la crítica trae consigo la amenaza de su autodisolución. ¿Qué diagnóstico de salud hacés de la crítica argentina contemporánea?

Por un lado, me parece que la crítica literaria universitaria es, con todas sus falencias retóricas, ha dado enormes pasos en gente joven, extraordinaria, que seriamente estudia. Al mismo tiempo hay otro problema, que todo se vuelve una maquinaria, y en literatura y en crítica literaria a veces esa maquinaria, como digo en el libro, produce muchas quejas. Sobre los controles, la gente investiga en el Conicet por ejemplo; tenés que dar cuenta de qué hiciste, y muchos ven eso como un atentado a cierta libertad creativa, toda esa dimensión un poco difícil de congeniar -nunca ha sido mi caso, debo decir.

¿A qué lector apunta la crítica literaria?

Recuerdo que, cuando apareció mi primer libro, alguien de los medios me decía: “¡Pero se entiende lo que decís!”, como si en la crítica literaria académica el lector común -que no existe eso, pero al lector desprevenido, pongamos- no pudiera entender lo que le dicen. Como que evidentemente la jerga universitaria -la Teoría literaria es culpable de esta jerga- es un impedimento. Creo que en general la buena crítica evita eso. Siempre digo que la crítica literaria es hija del iluminismo, entonces tiene que ser clara. La literatura puede ser lo que quiera, pero una crítica literaria que sea oscura está en contra de lo que a mi entender debería ser.

 

 

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