Fitzgerald y la gran novela del final de la fiesta
Sobre El Gran Gatsby
Jueves 22 de febrero de 2018
Siempre falta leer algo y nunca es tarde para leer los clásicos, sabe Matías Moscardi, y también que a veces hay más novedades en el fondo de la biblioteca que en los escaparates de las librerías. Así que se lanzó al diamante: "Fitzgerald es el veradero dios pleno de la novela: un dios que mira a través de los ojos de Nick Carraway, un hombre sin atributos".
Por Matías Moscardi.
La vida simbólica de todo lector podría figurarse como una enorme tela apolillada por algunos diminutos –y otros enormes– agujeros: siempre falta leer algo. Así lo imaginó Borges en «El libro de arena»: ese volumen sin centro, tan inabarcable como ilegible, es una alegoría de la literatura y de la angustia que produce, a veces, su escurridiza inmensidad. Hace unos días tomamos unas cervezas con Martín Zarrielo, más conocido como el Corvino. Antes de irme de su casa, le comenté que estaba muy entusiasmado con los cuentos de Scott Fitzgerald. Me preguntó si había leído El gran Gastby y le dije, con cierto pudor, que no. Me gustan las personas que, cuando recomiendan un libro, lo hacen de manera exagerada, ansiosa, febril. Me fui de la casa del Corvino a eso de las once de la noche directo a una librería y me compré El gran Gastby (1925).
¿Por qué son tan enigmáticos los magnates? En efecto, hay algo recóndito en el origen del dinero. Sin embargo, el halo de misterio que envuelve al personaje Gatsby proviene de otro lado: quizás, precisamente, de su indiferencia al dinero y a su propia riqueza. Gatsby es un soñador romántico que percibe «la realidad de la irrealidad, una promesa de que la roca del mundo estaba bien cimentada en el ala de un hada». Lo que hace inmenso a Gatsby es que la historia de su rotundo fracaso amoroso con Daisy tiene el poder de arrasar y dejar en segundo plano la cuestión del capital. En otras palabras: Gastby es el Gran Gatsby porque, ante todo, se constituye como sujeto de una herida amorosa que millones de dólares no pueden suturar nunca. Si nos genera empatía es porque su riqueza parece ser usufructuada por los otros antes que por él mismo: como si la desdicha amorosa no le permitiera acceder placenteramente a la dicha económica. Gatsby había «pagado un alto precio por vivir demasiado tiempo con un solo sueño». Ese sueño es vivir el resto de su vida con Daisy, de la que Gatsby dice, al escucharla, que «su voz está llena de dinero». Ahí está el verdadero signo invaluable: en la voz de la persona amada. Hay una relación entre ese exceso financiero y el deceso amoroso: «Ninguna cantidad de fuego o frescura puede competir con lo que un hombre almacene en su fantasmal corazón», apunta Nick Carraway, ese narrador-vecino convencido de que «la vida se mira con mucho más éxito desde una ventana sola». Cuando, en su juventud, Gatsby se encuentra ante la escena de su primer beso con Daisy, confiesa a través de la voz de Carraway: «Sabía que cuando besara a esa chica, y casara para siempre sus visiones inexpresables con el perecedero aliento de ella, su mente nunca volvería a retozar, como la mente de Dios». La primera aparición de Gatsby en la novela tiene, de hecho, olímpicos tintes divinos. Cito la traducción de Pablo Ingberg:
«Me senté un rato en el patio sobre una cortadora de césped abandonada. El viento había cesado de soplar, dejando una noche sonora, luminosa, con alas que se batían en los árboles y un persistente sonido de órgano mientras los fuelles repletos de la tierra soplaban ranas repletas de vida. La silueta de un gato en movimiento fluctuó a través de la luz de la luna, y al volver la cabeza para observarlo, vi que no estaba solo: a cincuenta pies una figura había emergido de la sombra de la mansión de mi vecino y estaba parada con las manos en los bolsillos contemplando la pimienta plateada de las estrellas. Algo en sus pausados movimientos y la firme posición de los pies sobre el césped sugerían que era el Sr. Gatsby en persona, salido a determinar qué parte de los cielos locales era suya».
En el primer avistamiento, Gatsby aparece asociado a una divinidad cuyo territorio es el firmamento. Sin embargo, hay que subrayar la metáfora antecedente: las estrellas son apenas un granizo de pimienta blanca. En definitiva: Gatsby es, desde el comienzo, un dios, pero degradado: lo que tiene es proporcional a lo que le falta. Esta proporción entre el tener y el carecer es lo que moverá el hilo central de la novela.
El manejo de la trama por parte de Fitzgerald es magistral: un titiritero perfecto y paciente que hace que los destinos de sus personajes y sus deseos se cocinen a fuego lento y se crucen en su punto de hervor. En este sentido, no es casual que la novela contenga, en potencia, la estructura narrativa y tipología de caracteres que encontramos como base de los guiones que escribe Woody Allen para sus películas. Ahora bien, Fitzgerald es el veradero dios pleno de la novela: un dios que mira a través de los ojos de Nick Carraway, un hombre sin atributos. Aún así, todos los personajes tienen sus detalles, sus brillos distintivos, un aura propia que les otorga existencia y preponderancia. Como si antes de escribir la novela, Fitzgerald hubiera rumiado uno por uno los nombres, los pasados, las obsesiones, los intereses y los gestos de cada uno.
La vida aristocrática percibida desde el asombro: cada gesto, cada frase banal, el ritmo de la frivolidad, todo es captado por el lente sensible de Fitzgerald como un show pleno y a la vez vacío. Y no estoy hablando de un simple enfoque realista: el efecto nunca es mimético o visual. No pasa por ver, por acumular detalles visuales en la construcción de la escena, sino por sentir los personajes, escucharlos, reaccionar de manera favorable o antipática, tenerles empatía o rechazo. Esto construye Fitzgerald como realidad literaria: la marca de clase antes que la realidad pictórica, tal es el centro de gravitación sensible. Modos de hablar, de pensar, de sentir, pero también objetos: autos, ropa, moda. Por ahí circula la energía narrativa que imanta los personajes de Fitzgerald. Quizás por eso le hace escribir a Carraway que «la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos exitosos».
En un momento, por Daisy pasa una de las grandes preguntas de la novela: «¿Qué haremos de nosotros esta tarde, y el día siguiente, y los próximos treinta años?». Esa desesperación ante la inmanencia del presente y el páramo del futuro parece ser el pantano en que, invariablemente, se hunden todos los personajes. Ya no el paso del tiempo –el tempus fugit de los romanos– si no la pérdida de la juventud, el final de la fiesta: «Si fuéramos jóvenes, nos levantaríamos y nos pondríamos a bailar», dice más adelante, con melancolía, Daisy. El gran Gatsby es, en efecto, la gran novela del final de la fiesta. Ese momento de la vida tiene un número. Carraway, casi al terminar la novela, cumple treinta años: «Ante mí se extendía el portentoso, amenazante camino de una nueva década. (…) Treinta: la promesa de una década de soledad, una lista de solteros por conocer en disminución, un maletín de entusiasmo en disminución, pelo en disminución». Esa es la melancolía que atraviesa la novela con un filtro opaco, otoñal: el tinte roído que queda cuando nos enteramos que la fiesta de la juventud se terminó para siempre y por delante sólo tenemos fantasmas que nos llevan a una mansión grotesca de recriminaciones y arrepentimientos, la añoranza melancólica de un pasado resplandeciente, de lo irrepetible de los buenos momentos, de la soledad en la que quedamos varados cuando ya no hay más serpentina, ni música, ni tragos. Por eso, en el funeral vacío de Gatsby, el narrador cree escuchar una fantasmal plegaria que trae el viento: «Benditos sean los muertos sobre los que cae la lluvia».