_{Por Claudia Aboaf. Foto de Rafael Calvino.}

Leer una novela en medio de los multitextos necesarios para preparar un seminario de Ciencia Ficción no es necesariamente leer a medias. Pero sí confieso que abordé La mitad fantasma (Literatura Random House), el último libro de Alan Pauls, en esa clave. Pauls es también autor de otros títulos como El pudor del pornógrafo, Wasabi, la trilogía Historia del llanto, Historia del pelo e Historia del dinero. El pasado, que en 2003 se quedó con el Premio Herralde.

Estamos ante el “más allá, una sobrevida radiante y sustentable” que se abre para Savoy, el protagonista de la novela. Ese “más allá” de códigos algorítmicos es una plataforma de compraventa en internet. Una versión renovada de visitas para Savoy, quien antes rondaba en su deseo de ser un voyeur de departamentos en alquiler, sin plan alguno de convertirse en el inquilino pero sí de alimentar su siempre ávida parte fantasma, acostumbrada a sustanciarse en esas recorridas.

Cuando accede a la pantalla, en sus primeros tipeos, sirviéndose de la torpeza del Savoy físico, denso, argumentador, la interacción automática lo hechiza y  libera en la red esa otra mitad que comienza ahora a degustar las interfaces veloces. La posesión de los objetos comprados no es nada ante la excitación de deambular en internet, espiando a través de las sucesivas ventanas como antes en casas ajenas. Alguna de las ofertas en la plataforma, como el caso de una “foto movida” de un velador, determina su próximo movimiento: manejar hacia algún confín de la ciudad, siguiendo “su proyección tridimensional de un render digital” para reunirse, en un instante en que “el tiempo decidió saltarse una nota”, con la criatura precaria. Una lámpara destartalada por la cual pierde todo interés en la siguiente extrasístole del tiempo. El soporte de Savoy son los deseos de su mitad fantasma y los que anudan sus acciones.

Su periplo fantasma va transmigrar luego a Skype, bautizado “entaxyvoy”. Esta app es la extensión de un amor ensamblado primero entre cuerpos, con una Carla de volatilidad anunciada, que continúa luego entre el “usuario” y la imagen pixelada y voz metalizada de su enamorada. En esos encuentros, entre la doble de Carla viajera, conectada desde husos horarios tan distintos al doble de Savoy, él siente que sus mundos no se tocan. Sin embargo, los placeres de su otra mitad, propulsada sin carne ni hueso, se van a concentrar en la habitación que enmarca a la Carla desnuda o con el pelo mojado, donde una cortina tiembla apenas, o en los tentáculos trepadores de una planta. Allí, en el “plano técnico donde se jugaban los acontecimientos”, el fantasma devenido en avatar, especializado en “distancias descarnadas” atraído febril por esos interiores de inmuebles que otrora visitara para registrar una memoria “súbitamente radioactiva” en los azulejos o en las manchas de humedad, encuentra su exquisitez gourmet. Savoy lee en la intersección de las vidas y las cosas. 

En el extrañamiento de un presente vintage, Alan Pauls da cuenta del cibersexo, del mundo de la imagen, de los delay e incluso de los silencios que, al azar, nos impone “la máquina”. También la experiencia de su lectura (nunca más necesaria que en este tiempo roto) es una incitación a pensar, a seguir una prosa que denota el ejercicio de escribir pensando.

En las últimas páginas del libro, mi mente tomada por el género mutante, lectora acostumbrada al tiempo inquietante, a los espacios extrapolados, a interfaces colonizadas, puso en duda el desplazamiento final en la novela. Nada desearía más un voyeur que frecuentar la vida como un fantasma.