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El poder invocatorio de nuestras lecturas

Por María Sonia Cristoff

La autora de Derroche comienza hoy una serie de columnas caminantes en las que reflexiona sobre la escritura. "Cuando se habla de experiencia no se habla tanto de las cosas que nos sucedieron sino de las cosas que leímos, porque es a partir de ellas que vamos a percibir y a dar forma".

Por María Sonia Cristoff.

 

 

A veces, como hoy, tengo la suerte de que mis caminatas sean por el Sur. Agarro la línea del mar para el lado de allá, el lado en el que se termina la ciudad, el lado en el que no se ve otra cosa que no sea arena y océano y rocas, y compruebo una vez más que existe el modo de combustión a dicha. Habría que considerar a la dicha entre las energías alternativas, ahora que el mundo está a punto de entrar en guerra por aferrarse a las tradicionales y sus pasaportes al poder total. Qué triste es nuestra Rusia, como decía Pushkin. Tan triste como sus contrincantes aliados. En fin, voy en ese aire, decía, por la ribera del mar. Casi podría entonar una canción si no fuera que, en estos casos, prefiero concentrarme en el sonido que hace cada ola al terminar de romper en la costa, a centímetros de mis pies. He llegado a grabarlo, me lo llevo como un trofeo bobo que borro cada vez que el celular me pide que libere espacio. El día está radiante y fresco. Mi única preocupación es el peso del agua para tomar que llevo en la mochila. Toda esta agua alrededor, y nuestras bocas tan secas. Me acuerdo, de pronto, de esa línea de Coleridge, de La Balada del Viejo Marinero. Tengo que intentar de una vez por todas eso de aprender a tomar agua de mar para calmar la sed, conozco a alguien que lo hace. 

Cómo es que de pronto el cielo se pone negro, y se levanta un viento huracanado es algo que no sé explicar. Mucho menos narrar. Estoy acá, viviéndolo, pero no lo experimento. Debe ser mi propensión a abstraerme, que siempre se agudiza por el ritmo de la caminata. Pero en este caso es imposible, doblada en dos como de pronto me veo obligada a avanzar por la fuerza del viento, la cara cubierta por dedos electrizados que intentan desviar las partículas de arena que me chocan como chispazos. Pienso que lo mejor que puedo hacer es sentarme, armarme una especie de escudo, la cabeza gacha, la espalda contra el viento, y cuando estoy por ir hacia una zona de arena seca para ponerme en ese modo bunker es que lo veo, que casi lo choco. Veo, y casi choco, así de inverosímil como suena, a un pájaro de dimensiones demenciales, un inmenso pájaro negro con las alas extendidas que pasa rasante en medio de esa tormenta súbita. Casi choco, casi toco. La impotencia frente a la belleza de las aves, el sentido del tacto despechado, la fascinación inconclusa. 

Un albatros tan de cerca. En algún lado leí que pueden llegar hasta estas costas cuando están agotados o moribundos. Me siento en la arena seca, entre extasiada y obnubilada. Y me encuentro con otro tipo de impotencia: la de quien escribe frente a ciertos hechos. Cómo hacer que la deriva lineal del lenguaje convoque plenamente ese momento de trance, esa multiplicidad. Podría ponerme a enumerar para remedarlo, como hace Borges en “El Aleph”, pero sabemos por él que no alcanza. Podría intentar un poema, pero escribirlo no es lo mío. 

Por lo pronto, me pongo de pie. El albatros siguió su vuelo rasante, el viento ha aminorado, bien puedo yo seguir caminando. Al intentarlo, noto que el ritmo frenético con el que venía me parece completamente desconocido, cosa de otros. Tengo la impresión de que ha ocurrido un gran estallido y que una fuerza desconocida me lleva a recuperar las esquirlas, para lo cual solo me quedan el zigzag o los círculos inconclusos cono itinerarios posibles. Tal vez los grandes hechos puedan contarse así: no yendo hacia ellos, sino hacia uno de sus efectos, por ejemplo, en este caso, la ralentización del ritmo, y las derivas mentales, las conjeturas que inevitablemente de ahí surgen. 

Camino lento, entonces, ya no atenta a aquel envión asociativo con el que venía, sino más bien a un paradójico volver sobre mis propios pasos, y así es como me doy cuenta de que a ese albatros de alguna manera yo lo había convocado antes ya en esa serie de asociaciones que inevitablemente me genera la caminata ágil, cuando la preocupación por el peso de mi botella de agua en la espalda me remitió al poema narrativo de Coleridge en el cual, como sabemos, o como podemos confirmar en una búsqueda sencillísima, el gran protagonista es el albatros al cual el narrador, ese antiguo marinero, da muerte de la forma más artera. En mi infancia y adolescencia, es decir en mis inicios como lectora, ese poema fue uno de los tantos que me obsesionaron al punto de la declamación en voz baja. Algún día escribiré algo acerca de lo que significó la literatura inglesa para los lectores patagónicos de cierta generación, ahora eso no importa salvo como constatación. Y es precisamente ese hecho, el de tener en la punta de la lengua ese poema, el que viene a decirme algo crucial respecto de esa tensión de la que vengo hablando, la de la experiencia vivida y su transmigración en la letra, o viceversa, viene a decirme que, en literatura, cuando se habla de experiencia no se habla tanto de las cosas que nos sucedieron sino de las cosas que leímos, porque es a partir de ellas que vamos a percibir y a dar forma. Y, sobre todo, lo que ese poema en la punta de la lengua viene a decirme, o más bien a confirmarme, es el poder invocatorio de nuestras lecturas. Un poder de una fuerza tal, que hasta es capaz de materializar, por ejemplo, un albatros perdido en pleno vuelo. 

 

 

 

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