El plan para escribir una autobiografía de Mark Twain
Viernes 03 de mayo de 2024
Los últimos veinte años de vida, Samuel Clemens –conocido por su seudónimo Mark Twain– dictó desde su cama miles de palabras con la intención de decir la verdad acerca de su época y sus contemporáneos. Aquí está su plan acerca de cómo escribir su autobiografía, gentileza de La Pollera.
Por Mark Twain. Traducción de Fernando Correa-Navarro.
7 de septiembre de 1906
Tengo la intención de que esta autobiografía se convierta en un modelo para todas las futuras autobiografías cuando sea publicada, después de mi muerte, y también tengo la intención de que sea leída y admirada una buena cantidad de siglos debido a su forma y método –una forma y método donde el pasado y el presente están constantemente enfrentados, resultando contrastes que novedosamente encienden el interés del lector, como el contacto de un pedernal con el hierro–. Es más, esta autobiografía mía no toma en cuenta sus episodios más vistosos, sino que se las verá, mayormente, con las experiencias comunes y corrientes que van armando la vida del ser humano promedio, porque estos episodios son de una especie que es familiar con su propia vida, y donde ve su vida reflejada y luego impresa. Los típicos autobiógrafos, los convencionales, parecen buscar particularmente esas ocasiones en su carrera cuando conocieron a personas famosas, mientras que sus encuentros con desconocidos les fueron menos interesantes, y lo serán para su lector, y mucho más numerosos que su colisión con famosos.
Howells estuvo aquí ayer por la tarde y le conté todo el esquema de esta autobiografía y su poco aparente sistema sin sistema –solo aparentemente sin sistema, pues no es realmente así–. Es un sistema deliberado. Y la ley del sistema es que hablaré del asunto que por el momento me interese, después lo dejaré de lado, y hablaré de otra cosa hasta que se me agote el interés. Es un sistema que no sigue una hoja de ruta y no va a seguir ninguna clase de ruta. El sistema es un completo y deliberado desorden –un camino que no comienza en ninguna parte, no sigue ninguna ruta específica y nunca podrá alcanzar un final mientras siga vivo–, pues si tuviera que dictarle al taquígrafo dos horas al día durante cien años, incluso así, nunca sería capaz de fijar una décima parte de las cosas que me han interesado en la vida. Le dije a Howells que esta autobiografía mía viviría un par de cientos de años sin esfuerzo alguno y que después retomaría un nuevo comienzo y sobreviviría al paso del tiempo.
Dijo que creía que sería así. Y me preguntó si tenía intenciones de hacer una biblioteca.
Le dije que era mi idea; pero que, si vivía lo suficiente, la cantidad de volúmenes no podrían caber en una ciudad, requerirían de un Estado, y no habría ningún multibillonario vivo, quizás, en cualquier momento durante su existencia capaz de comprar todo el pack, excepto con un plan de suscripción.
Howells aplaudió la idea, y se llenó de alabanzas y apoyo, lo que fue sabio de parte de él, y juicioso.
Si hubiera manifestado un espíritu diferente, lo habría lanzado por la ventana. Me gusta la crítica, pero debe ser a mi manera.
ANCESTROS
Detrás de los Clemens de Virginia City existe una oscura procesión de ancestros que se remontan a los tiempos de Noé. De acuerdo con la historia, algunos fueron piratas y esclavistas durante la época victoriana. Esto no es un miramiento en menos, pues también lo fueron Drake y Hawkins y varios más. Era un comercio respetable en ese entonces y los monarcas eran socios en esto. En una época yo mismo tuve deseos de ser un pirata. El lector, si mirara bien dentro de su corazón, encontrará... pero no importa lo que encuentre; no estoy escribiendo su autobiografía, sino la mía. Más tarde, de acuerdo con la historia, uno de los nuestros fue embajador en España durante los tiempos de Jacobo I o de Carlos I, y se casó ahí y consiguió una cepa de sangre española que nos mantiene calientes. Además, de acuerdo con la historia, este u otro –de nombre Geoffrey Clement– ayudó a sentenciar a Carlos.
Yo mismo no me he adentrado en estas historias, en parte porque era indolente y en parte porque estaba muy ocupado puliendo esta última parte de la línea y tratando de que fuera vistosa; pero los otros Clemens dicen que revisaron todo y que pasó la prueba. Por tanto, siempre he dado por sentado que ayudé a Carlos a salir de sus problemas por proximidad ancestral. Mis instintos también me han persuadido. Cada vez que tenemos un fuerte y persistente e inextirpable instinto, podemos estar seguros de que no es algo original nuestro, sino heredado –heredado desde hace mucho, y curtido y perfeccionado por la petrificante injerencia del tiempo–. Ahora, desde siempre y de manera inmutable, tengo una animadversión contra Carlos, y estoy bien seguro de que este sentimiento escurre a través de las venas de mis antepasados y desde el corazón de aquel juez; pues no es mi costumbre sentir remordimiento contra la gente de mi propia familia ni contra Jeffrey. Debería, pero no. Esto indica que mis ancestros de la época de Jacobo II eran indiferentes; no sé por qué; nunca pude entenderlo; pero eso es lo que indica. Y siempre me he sentido más amigo de Satanás. Por supuesto, esto es atávico; debe estar en la sangre, yo no podría haberlo originado.
Y así, gracias al instinto y respaldado por las afirmaciones de los Clemens que dijeron que revisaron los archivos, siempre me he visto en la obligación de creer que Geoffrey Clement (el mártir) fue ancestro mío, y de tenerlo bien arriba y, de hecho, sentirme orgulloso. Esto no ha tenido un buen efecto en mí, pues me ha hecho una persona vanidosa y esto es una falla. Me ha hecho ponerme por encima de la gente menos afortunada que yo de su linaje, y me ha impulsado a bajarle los humos, de vez en cuando, y decirles cosas que los hieren.
Un caso así ocurrió en Berlín, varios años atrás. William Walter Phelps era nuestro ministro en la Corte del Emperador por ese entonces, y una noche me invitó a cenar para conocer al Conde S., Ministro de Gabinete. Este noble hombre poseía una larga e ilustre descendencia. Por supuesto que quise dar a conocer que yo también tenía mi linaje, pero no quería sacarlos fuera de la tumba por las orejas ni mencionarlos de una manera que no pareciera casual. Supongo que Phelps estaba con la misma dificultad. De hecho, parecía aproblemado –tal como una persona que quiere develar un linaje puramente por accidente y no se le ocurre cómo hacer para que parezca suficientemente accidental–. Pero al final, después de la cena, lo intentó. Nos llevó al living, nos mostró las fotos, y se detuvo, finalmente, frente a una antigua y sencilla aguafuerte. Era una imagende la corte que sentenció a Carlos I. Había una pirámide de jueces
con holgados sombreros puritanos y, más abajo, tres secretarios a cabeza desnuda sentados en una mesa. El señor Phelps puso su dedo sobre uno de los tres y dijo con tono exultante:
―Uno de mis ancestros.
Yo puse mi dedo sobre un juez y respondí con severa languidez:
―Ancestro mío. Pero no tiene importancia.
Tengo otros.
No fue noble de mi parte lo que hice. Desde entonces estoy arrepentido. Me pregunto cómo se habrá sentido. Sin embargo, no hizo mella en nuestra amistad, que era perfecta y elevada, a pesar de la humildad de su origen. Y también fue algo loable en mí, que pude dejar pasar: no hice cambios en mi relación hacia él y siempre lo traté como un igual.
Pero fue una noche dura para mí de cierta manera. El señor Phelps creyó que yo era el invitado de honor, y también el Conde S., pero no lo era, pues no había nada en mi invitación que así lo indicara. Solo era una nota de invitación cualquiera en una tarjeta.
Para el momento en que se anunció la cena, Phelps mismo estaba dudoso. Algo debía hacerse, y no era buen momento para explicaciones. Trató de que saliera con él, pero me quedé; después lo intentó S., y también desistió. Había otro invitado, pero no había problemas con él. Finalmente salimos en masa. Hubo un decoroso zambullido en los asientos y conseguí el de la izquierda de Phelps, el Conde capturó el de enfrente a Phelps, y el otro invitado tuvo que tomar el lugar de honor, no pudo evitarlo. Retornamos al living en el desorden original. Yo traía unos zapatos nuevos y me apretaban. A las once lloraba en silencio; no podía evitarlo, el dolor era muy cruel. La conversación llevaba muerta una hora. S. se había quedado junto al diván como un soldado moribundo desde las nueve y media. Al final, todos nos pusimos de pie por un impulso bendito y partimos a la puerta de calle sin explicaciones, juntos, sin precedentes; y así partimos.
La noche tuvo sus defectos, aun así, introduje a mi ancestro y quedé contento. Entre los Clemens de Virginia City estaba Jere (el ya mencionado), y Sherrard. Jere Clemens tenía una amplia reputación de buen pistolero y una vez esto le permitió meterse al bolsillo a unos tamborileros que no le iban a prestar ninguna atención a sus simples y suaves argumentos. Estaba ahí pisoteando al Estado en ese momento. Los tamborileros estaban agrupa- dos frente a la tarima y la oposición los había contratado para tocar mientras decía su discurso. Cuando estuvo listo para comenzar, sacó su revólver y lo dejó delante de él, y dijo, en su manera suave y delicada:
―No quiero herir a nadie e intentaré no hacerlo; pero tengo justo una bala para cada uno de esos seis tambores, así que si quieren tocarlos no se paren detrás.
Sherrard Clemens era un congresista republicano de West Virginia en los días de la guerra. Luego partió a St. Louis donde vivía la rama de James Clemens, y que todavía vive, y ahí se convirtió en un tibio rebelde. Esto fue después de la guerra. Para la época que él era republicano yo era un rebelde, pero para la época en que él se había convertido en rebelde yo
me había vuelto (temporalmente) republicano. Los Clemens siempre hicieron lo mejor que pudieron por mantener la balanza política equilibrada, no importando los problemas que esto pudiera causarles. No sabía lo que había sido de Sherrard Clemens; pero una vez llevé al senador Hawley a una asamblea republicana en Nueva Inglaterra y después recibí una amarga carta de Sherrard desde St. Louis. Decía que los republicanos del Norte –no, los “mudsills 1del Norte”– habían barrido la vieja aristocracia del sur a fuego y a espada, y esto me enfermó: un aristócrata por sangre, enseñar a esa clase de cerdos.
¿Acaso olvidé que era un Lambton?
Esta fue una referencia para el lado de la casa de mi madre. Como ya he dicho, ella era una Lambton, con una “p”, pues algunos de los Lampton norteamericanos no podían deletrear muy bien en los viejos tiempos, por lo que el nombre sufrió en esas manos.
Era oriunda de Kentucky y se casó con mi padre en Lexington, 1823, cuando ella tenía veinte y él veinticuatro. Ninguno de los dos tenía abundancia de posesiones. Ella traía dos o tres negros, pero nada más, creo. Se mudaron a la remota y aislada ciudad de Jamestown, en las solitarias montañas al este de Tennessee. Allí nació el primer grupo de hijos, pero como yo fui de una cosecha posterior no recuerdo nada de esto. Fui pospuesto, pospuesto a Missouri.
Missouri era un Estado nuevo y desconocido (y necesitaba atracciones).
Creo que mi hermano más grande, Orion, mis hermanas Pamela y Margaret, y mi hermano Benjamín nacieron en Jamestown. Debe haber habido otros, pero en cuanto a esto no estoy seguro. Fue un gran impulso para ese pueblito que llegaran mis padres. Se esperaba que se quedaran, así se convertiría en una ciudad. Se suponía que se quedarían. Y luego hubo un boom; poco a poco la gente se fue y los precios bajaron y pasaron muchos años antes de que Jamestown tuviera otro comienzo. He escrito sobre Jamestown en La época dorada, un libro mío, pero fue de oídas, no de conocimiento personal. Mi padre dejó un excelente legado en la región a las afueras de Jamestown: 75.000 acres22. Cuando murió, en 1847, le había pertenecido desde hace casi veinte años.
Los impuestos eran casi nada (cinco dólares al año por todo) y siempre los había pagado regularmente, manteniendo su título a la perfección. Siempre dijo que la tierra no sería valiosa en su tiempo, pero que sería una gran previsión para sus hijos, algún día.
Tenía carbón, cobre, hierro y madera, y decía que con el pasar de los años las vías férreas penetrarían la región y entonces la propiedad sería una propiedad de hecho, como también de nombre. También producía una uva silvestre de cepa prometedora. Le había enviado unas muestras a Nicholas Longworth, de Cincinnati, para que las mirara, y el señor Longworth dijo que harían tan buen vino como su Catawbas. La tierra contenía todas estas riquezas; y además petróleo, pero mi padre no sabía qué era el petróleo (y claro, en aquellos días no le hubiera importado mucho si lo hubiera sabido). El petróleo no fue descubierto hasta 1875. Desearía tener un tobiografías para vivir. El grito moribundo de mi padre fue: “Aférrate a la tierra y espera; que nada la aleje de ti”. El primo favorito de mi madre, James Lampton, que figura en La época dorada como Coronel Sellers siempre decía de la tierra –y lo decía con encendido entusiasmo también–: “Vale millones, ¡millones!”. Es cierto que siempre dijo esto de todo –y siempre se equivocaba, también–, pero esa vez tuvo razón; lo que demuestra que un hombre que va por ahí con la pistola de las profecías en la mano nunca debe darse por vencido; si mantiene su corazonada y dispara contra todo lo que ve, está obligado a darle a algo, a la larga.
Muchas personas estiman que el Coronel Sellers fue una ficción, una invención, una extravagante imposibilidad, y esto me dio el honor de llamarlo una “creación”. Pero estaban equivocados. Simplemente lo puse en el papel tal como era, pues no era una persona que podía exagerarse. Los incidentes que parecen más extravagantes, tanto en el libro como en el escenario, no fueron invenciones mías, sino hechos de su vida; y yo estaba presente cuando se desarrollaron. El público de John T. Raymond solía quedar muerto de la risa con la escena de los nabos; pero, así de extravagante como era la escena, era fiel a los hechos en todos sus absurdos detalles. El suceso ocurrió en la casa Lampton y yo estaba presente. De hecho, yo fui el invitado que se comió los nabos. En las manos de un gran actor, esta penosa escena debió haberle estrujado lágrimas de los ojos y desgarrado las costillas de risa al público (al mismo tiempo). Pero Raymond era genial solo en la interpretación graciosa. En esto era soberbio, maravilloso –en una palabra: genial–, en todas las demás cosas era el más pigmeo de los pigmeos.
El verdadero Coronel Sellers, como lo conocía yo en James Lampton, era un patético y hermoso espíritu, varonil, recto y honorable, un hombre con un corazón tan grande, tonto y altruista, un hombre nacido para ser amado; y fue amado por todos sus amigos, y adorado por su familia, esa es la palabra correcta. Para ellos era un poquito menos que un dios. El verdadero Coronel Sellers nunca estuvo en el escenario. Solo la mitad de él estuvo. Raymond no podía interpretar la otra mitad de él, estaba por sobre su nivel. Una mitad hecha de cualidades de las que Raymond estaba completamente desprovisto. Pues Raymond no era un hombre varonil, no era un hombre honorable ni honesto; estaba vacío, y era egoísta y una persona vulgar e ignorante y tonta, y con una especie de agujero en el lugar donde debía estar su corazón. Había un solo hombre que podía haber interpretado todo el papel del Coronel Sellers: y ese era Frank Mayo33.
Es un mundo de sorpresas. Estas caen, también, donde uno menos lo espera. Cuando introduje a Sellers en el libro, Charles Dudley Warner, quien estaba escribiendo la historia conmigo,
propuso un cambio en el nombre de Sellers. Diez años antes, en una remota punta del Este, Warner se había cruzadocon un hombre llamado Eschol Sellers y pensó que era el nombre correcto e idóneo para nuestro Sellers, pues era extraño y enchapado a la antigua y todo eso.
Me gustó la idea, pero dije que ese hombre podría aparecer y oponerse. Aunque Warner dijo que eso no ocurriría; que estaría indudablemente muerto para la época, que un hombre con un nombre así no podía vivir demasiado; y dijo que aunque estuviera muerto o vivo debíamos ponerle ese nombre, que era el correcto, y que no podíamos hacerlo sin nombrarlo así.
Así que se hizo el cambio. El hombre de Warner era un granjero de modales toscos y humildes. Cuando el libro llevaba una semana en la calle, un caballero de educación universitaria, con modales corteses y vestido como un duque, llegó a Hartford alteradísimo y con una demanda por difamación entre cejas: ¡su nombre era Eschol Sellers! Él nunca había escuchado del otro y nunca había estado ni cerca de él.
La idea de este maltrecho aristócrata era bastante clara y seria: la compañía editorial debía quitar de circulación la edición ya impresa y cambiar el nombre en las placas o se las vería con una demanda por U$10.000. El hombre se llevó la promesa de la compañía y muchas disculpas, y volvimos a cambiar el nombre a Coronel Mulberry Sellers en las placas. En apariencia, no hay nada que no pueda ocurrir. Incluso la existencia de dos hombres completamente desconocidos entre sí, que cargan el mismo e imposible nombre de Eschol Sellers, es algo posible.
James Lampton flotó, todos los días de su vida, en una niebla teñida de magníficos sueños, muriendo finalmente sin ver ni uno solo de ellos cumplidos.
Lo vi por última vez en 1884, cuando habían pasado 26 años desde que comí el cuenco de nabos crudos y los lavé en un balde con agua, en su casa. Se había puesto viejo y canoso, pero entró a mí con la misma brisa de su vida anterior, y estaba ahí, todavía, sin un detalle menos: la alegre luz de sus ojos, la abundante esperanza en su corazón, la lengua persuasiva, la imaginación milagrosa; estaban todas ahí; y antes de que pudiera darme vuelta, comenzó a pulir su lámpara de Aladino, alumbrándome los deliciosos secretos del mundo. Me dije a mí mismo: “No lo exageré ni una sombra, lo escribí tal como era; y es el mismo hombre al día de hoy. Cable lo reconocerá”.
Le pedí que me disculpara un momento y corrí a la habitación contigua, que era la de Cable; Cable y yo estábamos de gira por unas conferencias. Dije:
―Voy a dejar la puerta abierta, así escuchas.
Hay un hombre que es muy interesante del otro lado.
Volví y le pregunté a Lampton qué estaba haciendo ahora. Comenzó a contarme de una “aventurilla” que había comenzado con su hijo, en Nuevo México: “Es una cosita –una mera insignificancia–, en parte para que mi ocio se divierta, en parte para que mi capital no se estanque, pero principalmente para que el niño se desarrolle –desarrollar al niño–; la rueda de la fortuna siempre está girando, y tendrá que trabajar para sobrevivir, algún día –mientras
extrañas cosas ocurran en este mundo–. Pero no es nada más que una cosita –una mera insignificancia–, como dije”.
Y así era, al comenzar. Pero bajo sus hábiles manos, creció y floreció y se expandió (oh, más allá de lo imaginable). Después de media hora terminó; y terminó exponiendo un comentario lánguidamente adorable:
―Sí, es una insignificancia, como las cosas de hoy (una bagatelle), aunque sorprendente. Supera al tiempo. El chico piensa grandes cosas de esto, aunque es joven, ya sabes, e imaginativo; carece de la experiencia que trae encargarse de asuntos importantes, y que templa la fantasía y perfecciona el juicio. Supongo que hay un par millones en ello, posiblemente tres, pero no más, creo; aun así, para un chico, ya sabes, que recién comienza la vida, no está tan mal. No debería querer que él haga una fortuna (que esto llegue más tarde). Le puede volar la cabeza en esta parte de su vida, y hacerle daño de muchas maneras”.
Luego dijo algo sobre haber dejado su billetera en la mesa del living de la casa, y algo de que ahora estaba fuera del horario bancario, y...
Lo detuve ahí y le rogué que nos hiciera el honor a Cable y a mí de ser nuestro invitado especial en la conferencia, con tantos amigos como tuvieran la voluntad de hacernos el honor. Aceptó. Y me agradeció como un príncipe que da la bendición. La razón de por qué detuve su discurso con respecto a las entradas a la conferencia fue porque vi que me iba a pedir que hiciera los arreglos y que lo dejara pagar al día siguiente; y supe que si quedaba en deuda la pagaría aunque tuviera que empeñar su ropa. Después de conversar otro rato, me estrechó la mano con devoción y cariño, y partió. Cable asomó la cabeza por la puerta y dijo:
―Ese era el Coronel Sellers.