El Anticristo estaba en el mundo y se llamaba República
Martes 19 de octubre de 2010
En La guerra del fin del mundo, Mario Vargas Llosa registra el territorio brasileño con maestría flaubertiana.
Por Guillermo Belcore. Foto: gentileza Editorial Alfaguara.
"¿Es realmente la religión, como escribió David Hume, en
el mejor de los casos un sueño de hombres enfermos?"
M.V.Ll.
Por culpa de una gran novela, una noche me echaron del dormitorio. Fue en 1993, digamos mayo (no hacía frío). Eran las dos y media de la mañana y yo no podía cerrar ese libro. Mi mujer, que se levantaba temprano, me espetó: "Apagas la luz o te vas a leer al comedor". Me fui al comedor. Una amenaza rasgó la noche: "Si el nene se despierta, pobre de ti".
Por culpa de esa gran novela, recuerdo haberme comprado un atril. Con el fin de poder seguir leyendo mientras intentaba hacer dormir a mi hijo, un hueso duro de pelar para conciliar el sueño. ¿Qué tenía entre manos hace diecisiete años? La guerra del fin del mundo, una de las más ambiciosas creaciones de Mario Vargas Llosa. Tengo la octava edición (¡octava!) que Plaza & Janes publicó en 1986. Las quinientas treinta y dos páginas ya tienden al sepia, pero la obra no ha perdido un gramo de frescura y potencia. La relectura es tan placentera como la primera vez, otro indicador inequívoco de que se trata de una obra canónica.
El libro se inspira en un ensayo de Euclides da Cunha y recrea un hecho terrible de la historia brasileña: la Guerra de Canudos, una rebelión campesina y religiosa en el Nordeste, aplastada a sangre y fuego por la incipiente república decimonónica. Pero resulta imposible para el lector trazar un eje semántico entre buenos o malos, o siquiera entre progresistas o reaccionarios. Como en tantos episodios desgraciados de la historia latinoamericana, ambos bandos tienen parte de razón, pero son incapaces de construir un puente. Se explora además uno de los temas favoritos de Vargas Llosa: la fragilidad de aquello que llamamos civilización. Las barreras inhibitorias (la vergüenza, la moral y el asco, según Freud) conforman una película extremadamente delgada; suma usted a una población en la confusión y el miedo, avive viejos odios, y lo bestial irrumpirá rugiendo en escena. Srebrenica y Kigali son pruebas recientes de lo fácil que aflora el odio, nuestro lado maldito.
Hoy que se encierran tantas pero tantas tonterías entre las tapas y el lomo, quisiera recomendar esta obra de arte por la fuerza convulsiva de la historia. Pero no sólo por eso. La forma es admirable, típicamente vargalloseana, en el sentido de que la novela se asume tanto como especie privilegiada de conocimiento, como una compleja y metódica composición: la trama es una obra de relojería donde cada parte cumple una función estética. Estamos ante el paradigma del escritor profesional que crea con las entrañas calientes y el cerebro frío, y asume la literatura no como un trabajillo de fin de semana, sino como una esposa, una amante, una hermana y una amiga. Ese pesado andamiaje -traído del siglo XIX- exige lectores cómplices, sin prisas, que disfruten la novela oceánica, torrencial, abrumadora en sus dimensiones y su virtuosismo técnico. Vargas Llosa es, como señala mi amigo Jorge Martínez, "el hijo predilecto de Flaubert". Es decir, no es un gran estilista -muchos de sus párrafos piden a gritos ser depurados, sobre todo, abreviados- pero como arquitecto de libros es extraordinario. Doy un ejemplo: el uso del procedimiento de los relatos paralelos, que alcanza el culmen en La fiesta del chivo, una de las mejores novelas de dictadores en español; sólo se me ocurre parangonarlo, por su destreza, con el que hizo Francis Ford Coppola en el final de El Padrino III.
¿Y en La Guerra del fin del mundo? Hay una magistral confrontación de ideas. Cada personaje importante encarna un punto de vista ideológico en esa naciente modernidad, incapaz de asimilar a todos. Contienden las ideas en el paupérrimo sertón brasileño, como si tuvieran vida propia, como si de gladiadores en la arena se tratase. Hay también en el libro una intriga bien creada, una tensión agobiante, conforme los yagunzos de Canudos logran resistir asalto tras asalto de las tropas del gobierno, hasta su exterminio final. Concluimos la última página con un sabor amargo en la boca y la mente hirviendo de teorías.
Un gran narrador, un novelista verdadero, es un hombre o una mujer capaz "de contar una historia espontánea y mantener la atención de los pasajeros de un vagón de tercera clase en un día caluroso de verano", sentenció mi maestro George Steiner. Yo, basado en la experiencia personal, lo definiré como "un hombre o una mujer capaz de aliviar con una trama cautivante el calvario de un padre que de madrugada intenta hacer dormir a un bebe obstinado". Mario Vargas Llosa pertenece a la estirpe dorada. No tengo la menor duda.
