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El aborto en la primera novela de Sara Gallardo

Enero es el mes más cruel

Publicada en 1955, Enero fue de las obras que su autora más quiso, junto con Eisejuaz. Una lectura de la primera novela de Sara Gallardo en pleno debate por el proyecto de Ley de interrupción voluntaria del embarazo. 

Por Valeria Tentoni.

 

 

 

“Sus sentidos tienden hacia el interior, al enemigo vigilante que imagina como a dos ojos incansables”: Nefer está embarazada. Nefer es una adolescente que vive en el campo, hija de un puestero. Un hombre, borracho, que trabaja en el pueblo, la cruzó de noche. “Ella ni sabía cómo había sido”, leemos. 

Desde que se da cuenta de lo que le ocurre −por los vómitos, por los mareos, por la falta de apetito− Nefer se quiere morir. Desde la primera página de Enero, la ópera prima de Sara Gallardo, su protagonista se quiere morir. Está embarazada, ya lo dijimos. Vive en el campo con su familia, en un rancho en el que no habrá pronto espacio suficiente entre la silla y la pared cuando le crezca la panza, calcula. “Nefer piensa que hay bastante distancia entre la mesa y su cuerpo, pero que ha de llegar el momento en que le sea difícil pasar costeando el banco hasta su sitio. ‘Pero entonces no vendré a comer… Quién sabe si para entonces no estaré muerta…’, y se imagina rodeada de flores y gente triste”. Se imagina, también, al hombre del que está enamorada, mirándola al fin: el Negro. Ese hombre no es el mismo hombre de quien está embarazada.

Nefer entra, con su pensamiento, en las sombras. Se ensimisma porque no sabe qué hacer, porque no puede hacer nada. Recuerda, porque alguien le dijo alguna vez, cuando todavía el dato no le servía, que la vieja Borges lo sabe resolver. Cabalgar hasta lo de la vieja Borges puede ayudarla también; el rebote, la fuerza castigando su condición. “Tal vez si galopo mucho”, se dice. Pero para llegar a lo de la Borges tiene que esquivar familiares, curiosos, patrones, parientes a medias que le regentean el camino.

En el infinito somnoliento del horizonte pampeano, Nefer está rodeada. Así que miente. Gallardo invierte sus mejores trazos en dejar en claro que el personaje de Nefer sufre terriblemente con esas mentiras, se consume en su preocupación, que es torpe en sus excusas y en su entendimiento, como alguien que de ningún modo planeó un destino criminal, como alguien a quien el destino le cae como una fatalidad. “Entre toda esta gente tranquila en medio de la vida está ella con su angustia y su miedo”, leemos.

“¿Qué es el día, qué es el mundo cuando todo tiembla dentro de uno?”: la pregunta de Gallardo es un portal a la comprensión del asunto.

“Nicolás, el que trabaja en las vías del tren, le dice ‘Nefer’, cruzado, enorme en su camino. Ella se detiene”. La escena ocurre en el casamiento de la hermana de Nefer, fiesta para la que estuvo preparando durante largo tiempo un vestido nuevo. El Negro ya ha llegado y ella ni se atreve a mirarlo. Él no la mira tampoco y eso porque mira a otra, a Delia. Nefer está sola ahora: corrió alcohol, hubo música, bailan y a ella le toca ir a cambiar la yerba. Pero Nicolás se le cruza. “El hombre tomó vino, tiene olor. (...) La toma por un brazo y las espinas del monte se incrustan en su espalda”.

De lo que sigue se escribe como de “esto”: “Ya nada le interesa más que esto que llena sus días y sus noches como un hongo negro y creciente”. Gallardo se asegura de penetrar en el imaginario de Nefer, de franquearnos el ingreso a su mente, a sus terrores, a la libertad de sus terrores. Al desenfreno del pánico: el terror es zona liberada del deber, y esto Gallardo lo comprende y lo refleja en su personaje. “Antes, cuando era alegre −ahora sabe que lo fue− su mirada corría lejos, iba de un monte, de un molino, a una tropilla lejana, a un sulky por el camino. Ahora no, los ojos se le han vuelto pesados como el alma”.

En lo de la Borges no se anima a hablar de lo que le pasa. Su coraje no es tanto, las voces de su deber forman un coro agudo en su cabeza. La vieja la atiende pero las palabras van y vienen, balbuceos casi, sin conseguir una figura suficiente: “¿No querés nada de mí? ¿No quisieras algo? ¿Alguna cosa…?”, y Nefer le dice que no en el apurón, en el nerviosismo, en la cobardía y sobre todo después de que el hijo de la vieja la haya recibido acusándola de puta, “puta y reputa”.

Así que vuelve a su casa, vuelve a pedirle ayuda a su mamá. Pero su mamá le ha pedido ya ayuda a la patrona, y la patrona le ha dicho que lo puede resolver. 

Estamos en plena misión, y aquí entra la religión en cuadro: un cura anda por toda la zona bautizando, casando, confesando. Mientras tanto Nefer ha ascendido al “esto” a la categoría de enemigo, luego a la de miedo: “La impotencia sube a su garganta”, leemos. “Sus sentidos tienden hacia el interior, al enemigo vigilante que imagina como a dos ojos incansables”. “Nefer piensa que no sabe cómo acabar con este miedo que consume su comida y duerme su sueño”. 

El “esto”, el “enemigo”, el “miedo”. En ninguna página de Enero Sara Gallardo escribe para referirse a lo que carga Nefer la palabra “bebé”, por ejemplo. Ni se la pone en la boca ni se la dedica en la tercera persona omnisciente que utiliza para contar el brevísimo tramo de su vida en el que se derrumban todos sus deseos, todas sus ilusiones, y se le impone un destino que no elige en ningún momento. Esclavizada por la voluntad de los otros, Nefer no tiene escapatoria. A Nefer, la que cosió con tanto empeño su vestido como hubiese cosido su corazón si los corazones se pudieran vestir, las cosas le dejan de importar. 

Su madre, avergonzada, la lleva a la ciudad. Al médico, que es hombre, y que la revisa como si Nefer fuera una vaca. “A ver, sacate esto”, le dice. Será la segunda vez que a Nefer la toque un hombre, y no parece ser menos vejatoria que la primera. “Nefer ve que el doctor unta con vaselina el índice del guante, y el alma se le espanta y repliega hacia otros mundos”. Para dar el veredicto, pero, la sacan del consultorio. La conversación es entre la madre y el médico. 

 

—Mañana acabamos con todo. Ya vas a ver.

 

Eso le promete la madre. De repente, todo gira. Ante la inminencia de la acción médica, Nefer lanza otra cosa. Por primera vez se pronuncia rotundamente. “Conmigo no se va a meter nadie”, responde, y cruza los brazos. La madre la acusa de estúpida. “El que la atormentaba se ha vuelto su amigo, su mundo cerrado que desde días atrás le ensucian con palabras y miradas. En su cuerpo la sangre cobra fluidez, la boca se le enternece. Ya no está sola”, escribe Gallardo. Y por primera vez le otorga a Nefer una sonrisa. Le dura un par de horas. A lo siguiente se pregunta qué es llevar un amigo secreto mientras mira cómo se arregla su hermana frente al espejo. “Amigo secreto no hay ninguno. Semilla triste que crece y crece sin piedad es lo que lleva, no amigo secreto. Y pensar que su madre le había ofrecido…”

 

—Mamá, vos hoy dijiste que… que mañana me ibas a… a sacar todo…

—¿Yo…? Lo dije de rabia, pero no se puede hacer, la policía te lleva.

—¿La policía? ¿Y a la señora Lola, cómo no la llevaron; y a la Paula…?

—Bueno. No se puede hacer. Andá.

—Pero vos dijiste…

 

Nefer sueña con tener un caballo “y escapar para siempre”. En vez de eso, Nicolás de visita, una visita que le han armado entre la patrona y la madre. Gallardo inserta una navaja magnífica antes de avanzar: “Los patrones y los policías tienen ideas parecidas”. Después le hace preguntar a Nicolás: “Estás segura de que soy yo, ¿no?”, y lo que sigue es que ya la da por su mujer. Pero antes, ¡antes!, y ante la estupefacción de Nefer, que apenas modula en el diálogo oraciones unimembres, le dice:  “Y bueno, che, hay que perdonar, el vino es el vino… Y al final, al final, tan mal no lo habrás pasado, ¿eh? digo yo...” 

 

Escrita en 1955, Enero es la primera novela de Sara Gallardo y, aparentemente, fue de las que más quiso entre sus obras junto con Eisejuaz (recuperada por Ricardo Piglia en la biblioteca de clásicos argentinos). Leopoldo Brizuela apunta con claridad que Nefer “queda embarazada contra su voluntad”: “La novela nos la muestra concibiendo primero todo lo que no quiere hacer, luego tratando de animarse a abortar y a ponerse del lado de los réprobos −una familia de indios locos y brujos que curiosamente se llaman “los Borges”−, y finalmente aceptando el designio de la patrona de casarse con el violador y reintegrarse a las leyes de la estancia”, escribe para la edición de la Narrativa breve completa de Sara Gallardo que Emecé publicó en 2004 y hasta hace unos años se conseguía por monedas en los saldos de calle Corrientes. Ya no. La narrativa de Gallardo, e incluso su obra periodística, ha recuperado recientemente un gran vigor, quizás el mismo que tuvo en vida de la autora nacida en 1931 en Buenos Aires, muy popular columnista, por caso, de Confirmado, Primera plana y La Nación en los años sesenta y setenta. 

De lectura urgente desde 1955, ahora Enero se puede leer en reedición de Fiordo, sello que también ha repuesto Pantalones azules y La rosa en el viento. En la contratapa de esta edición última de esa primera novela de Gallardo, María Elena Walsh -que la lee como una novela de amor adolescente- estampa: “La desesperación de una criatura, su doble desamparo como mujer y como desposeída, están narrados con tal hondura que esta novela tiene un destino de conmover y apasionar". 

¿Y por qué decimos que su lectura es urgente, necesaria en este momento, en pleno debate por el proyecto de Ley de interrupción voluntaria del embarazo en Argentina? Como no alcanza con las intuiciones, citaremos: “Las obras literarias invitan a los lectores a ponerse en el lugar de muchas personas distintas y atravesar sus experiencias. (...) Si bien no siempre tenemos acceso explícito al mundo interior del personaje, siempre somos invitados a preguntarnos por él”, escribe la filósofa estadounidense Martha Nussbaum. "El lector participa vicariamente en numerosas vidas distintas a la suya", dice. Y subraya que las ficciones nos exigen empatía para seguir leyendo, ¿quién llegaría al final de una novela si nada de lo que le ocurre al personaje principal le interesara? La lectura es entendida en su libro Justicia poética como un ejercicio de habilidades valorativas. Nos encuentra con nuestra emocionalidad y se vuelve un motor que contribuye a desmantelar estereotipos. La buena literatura, dice, es perturbadora. Susan Sontag, en igual sentido, creía que las verdaderas obras de arte tienen el poder de ponernos nerviosos.

El arte nos hace atravesar emociones poderosas y nos desconcierta. Inspira desconfianza en ciertas convenciones y nos fuerza a una confrontación con nuestras propias creencias e intenciones, prejuicios, ignorancias y terrores, que tantas veces devienen agresión, indolencia, rechazo, expulsión o abandono. Un abandono parecido al que sufrió Nefer en aquella intemperie infinita.

 

 

 

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