De eso no se ríe
La risa caníbal, de Andrés Barba
Miércoles 22 de noviembre de 2017
"En el corazón de todo gran libro hay humor, aunque haya también, una gran oscuridad", dice Luciano Lamberti al leer la edición argentina de La risa caníbal, de Andrés Barba. Una línea de entrada para la obra del escritor madrileño que acaba de obtener el Premio Herralde de Novela.
Por Luciano Lamberti.
Leo, en el hermoso libro La risa caníbal, de Andrés Barba, que acaba de publicar Fiordo, que en Israel se prohibió la exhibición de La vida es bella, de Benigni, por considerar que se burlaba del Holocausto, por lo menos hasta que ganó el Óscar a mejor película extranjera. Ni el cine ni la literatura argentina se han animado, todavía, a hacer una comedia con la guerra de Malvinas o con la dictadura. Parecía haber zonas de la experiencia que están vedadas a la comedia, incluso para gente muy progresista que considera que las imágenes insultantes de Charlie Hebdo sobre Alá o cualquier parodia de Cristo están bien, son correctas.
Digamosló desde ya: si hay tanta bibliografía sobre el humor es porque nunca vamos a comprenderlo del todo, siempre vamos a rodear su centro sin saber muy bien de qué se trata.
Escritores que quieren ser tomados en broma: Kafka. Mientras le leía La metamorfosis a sus amigos (David Foster Wallace cuenta esta anécdota) tenía que detenerse de la risa que le daba. Hoy la leemos como un relato de la angustia existencial del hombre convertido en insecto, etcétera. Escritores que quieren ser tomados en serio: Aira. Escribió Cómo me reí para oponerse a lo que le decían siempre sus lectores (precisamente, esa frase).
En el corazón de todo gran libro hay humor, aunque haya también, una gran oscuridad. Las tragedias de Shakespeare están llenas de esos momentos graciosos y absurdos: el rey Lear desolado porque una de sus hijas no dice amarlo lo suficiente, Hamlet haciéndose el loco, el coro enfermo de las brujas de Macbeth. Sus tragedias son más graciosas, incluso, que sus comedias.
Me entero, leyendo La risa, de Stendhal, un simpático libro de bolsillo que editó Interzona, de que el autor francés adoraba a Moliere, de que quería ser Moliere, de que hubiera dado lo que sea por serlo pero que vivió en el tiempo equivocado, en una época (la de la república) en la que el humor no estaba casi permitido. En su flamante libro, quien acaba de ganar el premio Herralde por su novela La república luminosa (y no hay, acá, ningún juego de palabras) indaga en cuáles son los límites del humor. Hasta donde es posible reírse de algo, o más bien cuándo. Decide olvidar o más bien procesar la increíblemente larga bibliografía sobre el tema, y dedicarse a tratar el humor en la actualidad, en la época en la que vivimos. Drama + tiempo. Es lo que pasó en Estados Unidos con el atentado a las Torres Gemelas, según cuenta Barba. En las primeras semanas posteriores los programas de fakes news se llamaron a silencio. El único que se animó a tratar el tema fue el ABC Politically Incorrect de Bill Maher, que dijo que los soldados yihadistas eran más valientes, poniendo el cuerpo en los atentados, que los norteamericanos, que disparaban bombas desde la cómoda distancia. Un mes más tarde, y frente a la caída de los auspiciantes, el programa bajó sus persianas.
Woody Allen (1) La comedia es drama más tiempo. Woody Allen (2): Lo que da risa es lo que quiebra pero no se dobla.
Pero a veces el tiempo no es, tampoco, la solución. A veces algunas heridas no se cierran nunca. Cuando Quentin Tarantino estrenó Django desencadenado, en gran medida una comedia paródica, Spike Lee salió a responderle: “La esclavitud en Estados Unidos no es un spaghetti western de Sergio Leone, fue un holocausto”. El tiempo, como se ve, no curó nada, no se puede hacer humor sobre todo. O sí, pero hay que aguantarse las consecuencias.
La risa caníbal está compuesto de nueve ensayos cortos. El primero indaga en la parodia. Hitler, parece ser, vio dos veces la parodia de Chaplin en El gran dictador. Una es imaginable, pero ¿dos? Hay algo ahí, y Barba se ocupa muy bien de plantar ese enigma, que va más allá de lo que podemos saber. ¿Se habrá reído, Hitler, con la película? ¿Se habrá sentido ofendido? Para Barba la respuesta es que un principio quizás sí, pero que después el orgullo y la secreta identificación con el humorista más grande de la historia lo deben haber dejado satisfechos. Sobre todo en el famoso monólogo final, chorreante de cursilería.
Hay otra cosa que el libro destaca: la similitud, el parecido. El bigote de Hitler, el bigote de Chaplin. La figura más grande del horror en su época y la figura más grande del humor en su época, como dobles.
Hay, probablemente, dos clases de humoristas. Que son, probablemente, dos clases de narradores. Están los que van al grano, pum, palo y a la bolsa. Digamos, Jorge Corona. Uno de los humoristas más desagradables de todos los tiempos, y si no me creen pueden buscar en alguna plataforma de video el chiste “Antojo de mierda”. Y están los que hacen crecer un chiste, lo adornan de color local, se toman su tiempo. Probablemente Luis Landricina sea el mejor ejemplo de estos últimos.
Una mañana, una mujer embarazada le dice al marido que tiene un antojo: quiere comer mierda. Etcétera.
Hobbes define a la risa como “la convulsión de los pulmones y de los músculos faciales causada por ver, de un modo imprevisto y de total claridad, nuestra superioridad sobre otro hombre”. Hay algo, entonces, venenoso en la comedia. O más bien: la comedia es veneno puro. Nos reímos de la desgracia ajena, nos reímos al sentirnos superiores. Aunque los mejores cómicos son los que se ríen de sí mismos. Los que son el objeto de su propia risa, o por lo menos la lente que los refleja: desde Charlie Chaplin hasta los hermanos Marx, desde Buster Keaton hasta los Monthy Pyton.
La risa, tan familiar para todos, es un misterio, y el libro de Andrés Barba trata de bucear en él desde el punto de vista del humor como arma política. Para nosotros, habitantes de un arrabal sudamericano, el adjetivo “caníbal” no es inocente: se refiere siempre a la forma en la que procesamos, en tanto colonia, la larga tradición que nos legaron los colonizadores. Es decir: devorándola como zombies hambrientos para generar, con ella, otra cosa. El humor como escudo, como defensa. El humor como el último recurso del feo, del enfermo, del colonizado.
Vivimos en los tiempos de la república. El humor está permitido, pero no tanto. La libertad de expresión es plena, pero no tanto. No hay censores, pero sí. En uno de los monólogos (todavía) disponibles en Netflix de Louie C. K, otro acusado de abusos sexuales, el comediante sale con los tapones de punta. “Voy a hablarles sobre el aborto”, dice. “Podés creer dos cosas sobre el aborto: es como sacar la mierda o es como matar a un bebé. Es una de esas dos cosas”. El humor sirve para decir eso que de otra forma es intolerable. En tiempos de hipercorrección política, es bueno escuchar a alguien reírse de eso de lo que no se ríe.