Berger, creador de su propia lengua
Por Leonardo Sabbatella
Martes 07 de enero de 2020
La publicación póstuma de ¿Estamos a tiempo? (Nórdica Libros) muestra buena parte de sus variaciones sobre el comportamiento y la percepción de las horas y los años, pero de un modo involuntario para el autor.
Por Leonardo Sabbatella.
En 1972 John Berger descubre durante el primer episodio de Formas de ver, el programa que grabó para la BBC enfundado en una camisa pop pre Versace, que el tiempo en la pintura se transforma a través de la mirada. El ejemplo no podría ser mejor, un cuadro panorámico de Brueghel en el cual el tiempo inmóvil de la pintura se convierte en tiempo desplegado por la mirada del espectador que traza una narrativa, una secuencia aleatoria, a través de las escenas que pueblan el cuadro. Así de claros y sensibles han sido siempre los hallazgos sobre el tiempo (y las artes plásticas) de este londinense criado como pupilo.
La publicación póstuma de ¿Estamos a tiempo? (Nórdica Libros) muestra buena parte de sus variaciones sobre el comportamiento y la percepción de las horas y los años, pero de un modo involuntario para el autor. El texto no fue escrito por Berger sino que fue montado por Marina Nadoti a partir de citas y fragmentos que recolectó de sus libros. No es un plan de quien lo firma, es la estrategia de una lectora. Y por eso pareciera leerse a un Berger al mismo tiempo más directo y despojado, pero también intervenido, articulado.
Fuera de contexto, fuera de la acumulación de frases, de ese ecosistema narrativo y reflexivo tan propio de Berger, sus citas transplantadas muchas veces parecen huérfanas. No hay que olvidar que Berger es un escritor de la continuidad. La duración es su clase de tiempo por excelencia. Aun en sus notas, en sus textos más microscópicos y fragmentarios, trabaja por asociaciones, yendo de una observación a otra, fabricando tiempo mientras escribe.
Esta versión epigramática de Berger habría que leerla como si se revisara subrayados, sabiendo que la apropiación de esas frases le ha sacado la mitad de los títulos de propiedad a su autor. Sin embargo, el efecto es casi desconcertante. De golpe, leído en una sola dosis, el libro se convierte en un pequeño decálogo, con sus recurrencias temáticas, sus ecos internos, sus concepciones abiertas. Berger prueba que es maravilloso en cualquier formato.
La serie de fragmentos escritos va en paralelo con una serie de dibujos, ilustraciones de la mano de Selçuk Demirel, con quien Berger trabajó en otros libros como Cataratas. Las imágenes de Demiriel son casi de viñeta cómica, como esos chistes que vienen en los diarios (de hecho trabaja para la prensa, dibujos suyos aparecieron en The Washington Post y The New York Times), a veces absurdos, otras explicativos, siempre mantiene la misma línea estética algo escolar o naive. La serie de ilustraciones de algún modo es una traducción en simultáneo de los fragmentos escritos.
Resulta extraño leer a Berger acompañado por dibujos ajenos. En los últimos libros había acostumbrado a sus lectores a trabajar en una doble gramática verbal y gráfica. Y, si bien las colaboraciones han sido habituales en su vida, en este caso los dibujos parecieran demasiado deliberados; más que abrir el sentido, lo cierran. Quizás debido a que el tiempo en la escritura de Berger se comporta como un dibujo irregular, tan geométrico como desintegrado, con la rigurosidad de una línea trazada con regla pero también como un garabato con los que parecía perseguir el trazo infantil, sea que ninguna imagen puede emparejarse mejor con estos fragmentos que sus propios dibujos. En Berger tiempo y dibujo se asemejan, o más bien habría que decir que se reclaman: el dibujo es la continuación del tiempo por otros medios.
¿Estamos a tiempo? de un modo paradójico demuestra el movimiento de su lengua interna. Podríamos decir que así como hay escritores que han creado un tipo de frase inconfundible, más certera que su propio ADN, Berger ha creado una lengua. Pero no inventó palabras –eso sería, en todo caso, crear un diccionario– sino el movimiento de la lengua, porque, al fin y al cabo, qué es la lengua sino un sistema de valores, una forma de combinar, de “cortar y pegar”, de generar que una palabra vaya detrás de la otra. Y en eso Berger ha inventado su propio método. Un lector lo reconoce antes que por un tema o un adjetivo por una combinación de palabras, ¿quién más podría haber escrito “Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos”? Ahora las combinaciones internas de su obra, sus recurrencias, sus ritornelos, entregaron un texto más, un plus de sentido. Un libro imprevisto.