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Ficción traducida

Bailarinas camboyanas: un relato de Marguerite Duras

Tomado de Cuadernos de la guerra (TusQuets), escritos entre 1943 y 1949, en plena Segunda Guerra Mundial.




Por Marguerite Yourcenar. Traducción de María Condor




Era en esa parte de Camboya atrapada entre el mar y la montaña, hacia la frontera de Siam. Allí no hay más que una carretera cada vez más mala que se detiene, vencida, ante el mar. La cordillera del Elefante va en paralelo a ella hasta el final y se sumerge en el tranquilo golfo de Ream, donde algunos islotes la señalan aún, cada vez más raros. Hay algunos pueblecitos pobres sembrados a orillas de la carretera, escondidos en la selva. Al caer la tarde se iluminan; grandes hogueras de madera verde y densas estelas de humo resinoso embalsaman el campo.

Esta lokhon, esta bailarina, iba de aldea en aldea. Cuando llegó a Banté, yo me encontraba allí por casualidad. Un pequeño tam-tam monótono la anunciaba desde por la mañana; sin respiro llamaba, imploraba que fuesen a verla; cuando anocheció, los caminos se llenaron de curiosos, de mujeres y hombres venidos de otros pueblos.

Cuando llegué, la choza de paja estaba oscura y ya llena de gente. En medio, sobre un estrado desnudo, la lokhon estaba bailando ya. Unas lámparas humeantes parecían aislarla del resto del mundo y de la noche. Una vieja camboyana, acuclillada en un rincón de la choza, cantaba una melopeya de ritmo duro. Su voz era hueca y cascada. Su voz era fea, pero sabía poner en ella la pasión de un ritmo implacable; a veces, para seguirlo, gritaba, ya no podía cantar, y su grito parecía de desesperación. Este re-cuerdo ha seguido siendo para mí una visión:

La muchacha baila; todavía es joven, y sin embargo su belleza es madura y está ya presta al sacrificio de la decadencia.

Vestida con falsos oros deslustrados, va mal pintada, pintada como una máscara. Lleva los hombros desnudos y los brazos también. Ha debido de caminar largos días bajo el sol y tiene la garganta quemada. La piel de los brazos es blanca y fresca y las pesadas pulseras parecen morderla.

No sabe bailar, es una pagana, una falsa lokhon. Da su danza a todos, da su juventud, no sabe guardar nada, y concluida la danza entrega su cuerpo durante el resto de la noche. Nadie la querría como criada, no baila más que por la noche. Por el día duerme en alguna cuneta o recorre los caminos con su vieja cantora, que sólo la tiene a ella.

Gracias a su baile comprendí la danza jemer, la que desde hace siglos nutre con su magia a un pueblo y lleva un [gran] ceremonial hasta esta choza oscura y [ileg.].


Ella y la vieja empiezan a la vez. Las primeras notas cantadas son bajas y tenebrosas, pero enseguida se percibe que llaman a otras, más lejanas.

La danza comienza sobriamente, como si pusiera extrema atención para nacer en el momento preciso. Empieza golpeando con el talón; después se eleva, sinuosa y lenta, hasta las caderas.

Se ensancha y vive intensamente en el torso, que se convierte acto seguido en una cosa cerrada, infinitamente valiosa, de donde la danza trata de escaparse sin saciarse.

Las caderas se inmovilizan, las piernas se separan una de la otra y los pies se fijan sabiamente. Entonces los brazos y el busto reciben de pronto la gracia y se apodera de ellos la necesidad de la danza. Los brazos flexibles parecen quebrados por el peso del efluvio que reciben. A veces lo viven contrariamente; uno hacia atrás, rechazando y defendiendo, el otro inclinado hacia delante, la palma hinchada, suplicante. La mano, la divina mano, está rota como por un peso demasiado grande. Está rígida y sufre infinitamente.

Una vez que ha empezado, improvisa sin ninguna duda. Se piensa en la última atención de la bailarina de corte aprisionada en su danza, esta segunda vida que la ha escogido y que la posee.

Ella es libre, y urde la suya en completa soledad consigo misma.

Se diría que se estira hasta salirse de su cuerpo, muchas veces cansada de [estirarse en] tan poco espacio, de no poder ir más lejos fuera de sí misma.

Después, de repente, la danza cesa.

La bailarina vuelve a su pequeño cuerpo mezquino y cansado. Jadeante y sudorosa por el calor, descansaba. Todos la seguían considerando con una curiosidad baja y cruel. Desvestida por primera vez, su desnudez de gala quedaba expuesta, y los hombres la deseaban de repente a causa de aquella fatiga que se la entregaba.

Debió de estar bailando toda la noche. Durante mucho tiempo, el pequeño tam-tam lanzó su llamamiento menor. No cesó hasta que el alba fresca entró en la choza, agotada.

Ella se marchó con el día, pues era de las que no pueden detenerse en ninguna parte.

La muy preciosa bailarina de corte se reiría de su danza y de su destino, sin comprender que ella, también ella, fue escogida para llevar a los campos lejanos el mensaje de su danza mal aprendida.

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