Así arranca Mañana no estás, de Lee Child
Coedición Blatt & Ríos y Eterna Cadencia
Miércoles 08 de julio de 2020
"Lee Child sigue siendo el mejor", dijo Stephen King. Con traducción de Aldo Giacometti, compartimos el arranque de la nueva novela de Jack Reacher, que ya se consigue en librerías y en formato digital.
Por Lee Child. Traducción de Aldo Giacometti.
UNO
Los terroristas suicidas son fáciles de identificar. Emiten señales delatoras de todo tipo. Más que nada porque están nerviosos. Por definición son todos primerizos.
La contrainteligencia israelí redactó el manual de defensa. Nos dijeron qué es lo que tenemos que buscar. Usaron la observación pragmática y el conocimiento psicológico y con eso armaron una lista de indicadores de comportamiento. Yo aprendí la lista de un capitán del Ejército israelí hace veinte años. Él le tenía una confianza plena. Por lo que yo también le tenía una confianza plena, porque en ese momento yo cumplía un período de servicio de tres semanas, mayormente a más o menos un metro de su hombro, en Israel mismo, en Jerusalén, en la Ribera Occidental, en el Líbano, a veces en Siria, a veces en Jordania, en autobuses, en tiendas, en veredas atestadas. Mantenía mis ojos en movimiento y mi mente recorriendo libre los puntos de la lista.
Veinte años después todavía me sé la lista. Y mis ojos todavía se mueven. Pura costumbre. De otro grupo de tipos aprendí otro mantra: Mira, no veas, escucha, no oigas. Mientras más te comprometas más sobrevives.
La lista tiene doce puntos si estás mirando a un sospechoso masculino. Once, si estás mirando a una mujer. La diferencia es una afeitada fresca. Los hombres bomba se sacan la barba. Los ayuda a mezclarse. Los vuelve menos sospechosos. El resultado es una piel más pálida en la mitad de abajo de la cara. Ninguna exposición reciente al sol.
Pero yo no estaba interesado en las afeitadas.
Estaba trabajando con la lista de once puntos.
Estaba mirando a una mujer.
Estaba viajando en metro, en Nueva York. La línea 6, el ramal local de la avenida Lexington, en dirección uptown, a las dos de la mañana. Me había subido en la calle Bleecker por el extremo sur del andén a un vagón que estaba vacío salvo por cinco personas. Los vagones del metro se sienten pequeños e íntimos cuando están llenos. Cuando están vacíos se sienten vastos y cavernosos y solitarios. De noche sus luces se sienten más cálidas y más brillantes, aunque son las mismas luces que usan de día. Son las únicas luces que hay. Yo estaba despatarrado en un asiento para dos personas al norte de las puertas del fondo del lado de las vías. Los otros cinco pasajeros estaban todos al sur con respecto a mí en los asientos largos, de perfil, dándome el costado, lejos unos de otros, con la mirada perdida a través del ancho del vagón, tres a la izquierda y dos a la derecha.
El número del vagón era el 7622. Una vez viajé ocho estaciones en la línea 6 al lado de un loco que hablaba del vagón en el que estábamos con el mismo tipo de entusiasmo que la mayoría de los hombres les dedica a los deportes o a las mujeres. Por eso sabía que el vagón 7622 era un modelo R142A, el más nuevo del sistema de Nueva York, construido por Kawasaki en Kobe, Japón, traído en barco, transportado en camión hasta los playones de la calle 207, montado a las vías por grúas, remolcado hasta la calle 180 y testeado. Sabía que podía andar trescientos mil kilómetros sin que se le prestara mayor atención. Sabía que el sistema de anuncios automatizado daba instrucciones con voz de hombre e información con voz de mujer, que se decía que era de casualidad pero que en realidad era porque los jefes de transporte creían que esa división del trabajo era psicológicamente persuasiva. Sabía que las voces venían de Bloomberg TV, pero años antes de que Mike fuera alcalde. Sabía que había seiscientos R142A rodando en las vías y que cada uno estaba una fracción por debajo de los dieciséis metros de largo y tenía un poco menos de tres metros de ancho. Sabía que la unidad sin cabina como esa en la que habíamos estado entonces y yo estaba ahora había sido diseñada para transportar un máximo de cuarenta personas sentadas y hasta 148 de pie. El loco había sido claro en toda esa información. Podía ver por mí mismo que los asientos del vagón eran de plástico azul, del mismo tono que un cielo de final de verano o un uniforme de la Fuerza Aérea británica. Podía ver que los paneles de las paredes estaban moldeados en fibra de vidrio antigraffiti. Podía ver las franjas gemelas de anuncios alejándose de mí donde los paneles de las paredes se juntaban con el techo. Podía ver pequeños pósters alegres ofreciendo con descaro programas de televisión y aprendizaje de idiomas y títulos de universidad fácil y oportunidades de obtener grandes ganancias.
Podía ver un aviso policial que me aconsejaba: Si ve algo, diga algo.
La pasajera que estaba más cerca de mí era una mujer hispana. Estaba del otro lado del vagón, a mi izquierda, antes de la primera puerta, sola en una banqueta para ocho personas, lejos del medio. Era menuda, en algún lugar entre los treinta y los cincuenta años, y parecía tener mucho calor y estar muy cansada. Agarrada de la muñeca tenía una bolsa de supermercado gastada y miraba enfrente al lugar vacío del lado opuesto con ojos demasiado agotados como para estar viendo algo.
El que le seguía era un hombre del otro lado, quizás un metro y medio más lejos. Iba solo en su propia banqueta para ocho personas. Podría haber sido de la península balcánica, o del mar Negro. Pelo oscuro, piel arrugada. Era fibroso, estaba desgastado por el trabajo y el clima. Tenía los pies plantados y estaba reclinado hacia delante con los codos en las rodillas. No dormido, pero cerca. Animación suspendida, haciendo tiempo, meciéndose con los movimientos del tren. Tenía alrededor de cincuenta años, estaba vestido con ropa demasiado joven para él. Jeans holgados que le llegaban solo hasta las pantorrillas y una remera enorme de la NBA con el nombre de un jugador que no reconocí.
La tercera era una mujer que podría haber sido de África Occidental. Estaba a la izquierda, al sur de las puertas del centro. Cansada, inerte, con la piel negra desteñida y gris por la fatiga y las luces. Tenía puesto un vestido batik muy colorido en combinación con un cuadrado de tela atado en la cabeza. Iba con los ojos cerrados. Conozco Nueva York razonablemente bien. Me considero a mí mismo como un ciudadano del mundo y a Nueva York como la capital del mundo, por lo que puedo entender la ciudad igual que un británico conoce Londres o un francés París. Estoy familiarizado con sus costumbres pero no las conozco de cerca. Pero era fácil suponer que tres personas cualquiera como esas ya sentadas al sur de Bleecker en un tren de la línea 6 con dirección al norte tarde a la noche eran empleados de limpieza de oficinas yendo a casa después del turno noche en los alrededores de City Hall o trabajadores de restaurantes provenientes de Chinatown o Little Italy. Iban probablemente a Hunts Point en el Bronx, o quizás seguían hasta el final del recorrido en Pelham Bay, listos para un descanso breve y errático antes de más días largos.
Los pasajeros cuarto y quinto eran diferentes.
El quinto era un hombre. Tenía quizás mi edad, instalado a cuarenta y cinco grados en el asiento para dos personas opuesto al mío en diagonal, bien del otro lado y al fondo del vagón. Estaba vestido de manera casual pero no barata. Pantalones chinos y camisa polo. Estaba despierto. Tenía los ojos fijos en algún lugar enfrente de él. El foco cambiaba y se reducía constantemente, como si estuviera alerta y especulando. Me hicieron pensar en los ojos de un jugador de béisbol. Tenían una cierta sagacidad perspicaz y calculadora.
Pero a la que yo estaba mirando era a la pasajera número cuatro.
Si ve algo, diga algo.
Estaba sentada del lado derecho del vagón, sola en el más alejado de los asientos para ocho personas, del otro lado y más o menos a mitad de camino entre la exhausta mujer de África Occidental y el tipo con los ojos de jugador de béisbol. Era blanca y tenía probablemente entre cuarenta y cincuenta años. Era normal. Tenía pelo negro, con un corte prolijo pero no estilizado, y oscuro de una manera demasiado uniforme como para ser real. Estaba vestida toda de negro. La podía ver bastante bien. El tipo que estaba más cerca de mí del lado derecho seguía reclinado hacia delante y el hueco en forma de V entre su espalda inclinada y la pared del vagón hacía que mi línea de visión no estuviera interrumpida salvo por un bosque de barras para agarrarse hechas de acero inoxidable.
No una vista perfecta, pero lo suficientemente buena como para hacer sonar todas las alarmas de la lista de once puntos. Los apartados de la lista se encendieron como cerezas de tragamonedas.
Según la contrainteligencia israelí yo estaba mirando a una terrorista suicida.