Apuntes sobre la crónica periodística
Viernes 14 de agosto de 2009
Hacia fines de 2007, evidenciando el desarrollo y la visibilidad que en los últimos tiempos ha adquirido la crónica como género periodístico, Maximiliano Tomas compiló La Argentina Crónica. Historias reales de un país al límite, una antología de crónicas que incluía las firmas de Cristian Alarcón, Hernán Brienza, Cicco, Julián Gorodischer, Josefina Licitra, entre otros. El volumen se abría con dos textos, uno de Martín Caparrós y otro del antologador, que aquí transcribimos:
Apuntes sobre la crónica periodística
Por Maximiliano Tomas
Es probable que lo que hoy conocemos como crónica periodística haya estado siempre ahí: desde los escritos de Heródoto –el llamado “padre de la historia” fue, tal vez, el primero que emprendió voluntariamente la tarea de viajar para contar– a Truman Capote, pasando por las aventuras de los adelantados del siglo XV y los viajes de los naturalistas del siglo XIX. Todos, a su manera y con distintos fines, se vieron tentados a narrar y describir los hechos más interesantes de su tiempo –y a dejar su propia huella en aquellos relatos.
Pero lo que importa aquí es que bien entrado el siglo XX en la Argentina –más precisamente entre 1950 y 1970, mientras en los Estados Unidos el mismo Capote junto a Tom Wolfe y Norman Mailer se aplicaban a tareas similares, bajo un rótulo de alta potencialidad comercial: el New Journalism– supo florecer una generación de cronistas notables, que ejercían el periodismo con plena conciencia de las herramientas que les ofrecía la ficción literaria, entre los que destacaban Enrique Raab, Rodolfo Walsh y Tomás Eloy Martínez. Ese género, cuyo primer resultado visible –suele repetirse– fue la aparición de un libro capital, el Operación masacre de Walsh, pareció replegarse durante la dictadura militar (1976-1983), ya que el contexto no sólo hacía impracticable sus fines más evidentes –centrarse en las historias que el periodismo informativo tradicional suele soslayar, profundizar en sus razones, indagar sus causas, cambiar el foco de interés o prestar voz a los que no la tienen, en fin: construir el relato del antipoder–, sino que tampoco ofrecía espacios para que aquellas piezas fueran publicadas.
Hacia fines de 2007, evidenciando el desarrollo y la visibilidad que en los últimos tiempos ha adquirido la crónica como género periodístico, Maximiliano Tomas compiló La Argentina Crónica. Historias reales de un país al límite, una antología de crónicas que incluía las firmas de Cristian Alarcón, Hernán Brienza, Cicco, Julián Gorodischer, Josefina Licitra, entre otros. El volumen se abría con dos textos, uno de Martín Caparrós y otro del antologador, que aquí transcribimos:
Apuntes sobre la crónica periodística
Por Maximiliano Tomas
Es probable que lo que hoy conocemos como crónica periodística haya estado siempre ahí: desde los escritos de Heródoto –el llamado “padre de la historia” fue, tal vez, el primero que emprendió voluntariamente la tarea de viajar para contar– a Truman Capote, pasando por las aventuras de los adelantados del siglo XV y los viajes de los naturalistas del siglo XIX. Todos, a su manera y con distintos fines, se vieron tentados a narrar y describir los hechos más interesantes de su tiempo –y a dejar su propia huella en aquellos relatos.
Pero lo que importa aquí es que bien entrado el siglo XX en la Argentina –más precisamente entre 1950 y 1970, mientras en los Estados Unidos el mismo Capote junto a Tom Wolfe y Norman Mailer se aplicaban a tareas similares, bajo un rótulo de alta potencialidad comercial: el New Journalism– supo florecer una generación de cronistas notables, que ejercían el periodismo con plena conciencia de las herramientas que les ofrecía la ficción literaria, entre los que destacaban Enrique Raab, Rodolfo Walsh y Tomás Eloy Martínez. Ese género, cuyo primer resultado visible –suele repetirse– fue la aparición de un libro capital, el Operación masacre de Walsh, pareció replegarse durante la dictadura militar (1976-1983), ya que el contexto no sólo hacía impracticable sus fines más evidentes –centrarse en las historias que el periodismo informativo tradicional suele soslayar, profundizar en sus razones, indagar sus causas, cambiar el foco de interés o prestar voz a los que no la tienen, en fin: construir el relato del antipoder–, sino que tampoco ofrecía espacios para que aquellas piezas fueran publicadas.
Por razones obvias, con el regreso de la democracia los medios de comunicación de masas se dedicaron a dejar constancia de los crímenes de la represión ilegal y, más tarde, a lo largo de la década del 90, el periodismo hizo de la investigación de la corrupción estatal su tópico casi excluyente. Así, mientras en su gran mayoría la prensa se dedicaba a fiscalizar, investigar y juzgar a los funcionarios de la alta política, el interés por la crónica (a la que algunos llaman, también, periodismo narrativo) menguó notablemente. Aunque, hay que decirlo, hubo una honrosa excepción: a través de una serie de relatos de viaje recogidos en libros como Larga distancia, Dios mío y, más tarde, La guerra moderna, Martín Caparrós se moldeó como el gran cronista argentino, proyectando su influencia sobre una nueva generación de periodistas jóvenes que, por entonces, se formaba y daba sus primeros pasos en los medios. Esa generación es, precisamente, la que este libro pretende presentar en conjunto por primera vez.
¿Qué es una crónica periodística? Encontrar un significado unívoco no es tarea sencilla: las definiciones varían de acuerdo a las fuentes bibliográficas utilizadas o a quién sea el que intente formularlas. Pero podemos arriesgar algunas: una crónica es un relato periodístico de una extensión bastante más amplia que la que suele aparecer en la prensa diaria. La crónica, queda dicho, no busca sólo informar. Sus objetivos pasan, también, por ofrecer una mirada personal de los hechos narrados, por poner en juego la propia subjetividad del narrador, por componer una historia utilizando las herramientas de representación –como se dijo– que parecían exclusivas del campo de la literatura: la variante de puntos de vista que ofrece la primera, segunda o tercera persona, el uso de guiones de diálogo, de monólogos interiores, de largas descripciones o digresiones funcionales al relato. La crónica utiliza, en su beneficio y mixturándolos, los demás géneros periodísticos: el reportaje, la entrevista, el perfil, la investigación. Y pretende construir, a través de ellos, una suerte de “relato total”.
Quede dicho: no se trata, tampoco, de meras cuestiones formales. Para Caparrós, por ejemplo, la crónica no es “sólo un lujo narrativo”, como declaró hace poco tiempo en una entrevista, sino que implica reflexionar y poner en acto una actitud, si se quiere, ético-política frente al ejercicio de la profesión. “Frente a la decisión de los grandes medios de actualidad de postular que importa lo que le sucede a la gente que tiene poder, la crónica habla de otro tipo de gente. Para las personas comunes, la única posibilidad de salir en los diarios es un choque de trenes, un crimen pasional o algún que otro accidente. Sin sangre es muy difícil que una persona común salga en los diarios. Los que salen en los diarios son los que tienen poder. Políticos, económicos o del espectáculo: actrices, futbolistas, modelos. Y eso postula una idea muy fuerte del mundo: que lo que importa es lo que le pasa a la gente que tiene poder. Eso es lo que te está diciendo el diario todo el tiempo. Marca agenda y marca una forma de ver el mundo. En cambio la crónica habla de otra gente. Y en ese sentido me parece muy política”[1].
El escritor y cronista mexicano Juan Villoro, por su parte, suele afirmar que la crónica es “literatura bajo presión”. Y agregamos: un catalizador, un aleph; una versión insospechada de lo real; lo opuesto de una noticia; un texto de no ficción atravesado por la mirada del cronista; una verdad hermosamente dicha; la única versión del mundo antes del final de todo; un ejercicio de libertad narrativa; la negación del paradigma estúpido de la “objetividad periodística”. Todas éstas definiciones posibles para el género, presentes en este libro y formuladas por los propios autores de los textos que lo componen.
Por los mismos motivos que la constituyen, la crónica presenta ciertas dificultades de circulación en un mercado periodístico como el actual, en el que los relatos extensos parecen abolidos por decreto y en el que la imagen ha plantado la bandera de su preeminencia. Así las cosas, los cronistas argentinos suelen publicar sus historias en revistas que se editan en otros países de Latinoamérica, publicaciones que son marca registrada del género como Gatopardo, SOHO, Donjuán, El Malpensante (Colombia) o Etiqueta Negra (Perú), entre otras. Algunos medios locales como la desaparecida TXT o las revistas Rolling Stone y Playboy dedican, cada tanto, espacios para éste tipo de relatos; pero no dejan de configurarse como la excepción a la norma.
Por otra parte, la dificultad para llevar adelante la elaboración de esta clase de textos suele tener, también, razones económicas: para abordar una historia y convertirla en crónica según las pautas que el género demanda, se necesita, sobre todo, de una generosa cantidad de tiempo –semanas, meses. Tiempo que muy pocas veces los periodistas argentinos están en posibilidad de conseguir. Sin embargo, más allá de las fronteras, en seminarios, talleres y congresos, no deja de hacerse referencia a una suerte de “auge de la crónica”. Leila Guerriero publicó un artículo sobre el tema, titulado “Sobre algunas mentiras del periodismo”[2]. Allí escribe: “Pocos medios gráficos están dispuestos a pagarle a un periodista para que ocupe dos o tres meses de su vida investigando y escribiendo sobre un tema. Los editores suelen funcionar con un combustible que se llama urgencia y con el que la crónica no suele llevarse bien. Finalmente, y quizás sobre todo, pocos medios están dispuestos a dedicarle espacio a un texto largo ya que, se supone –lo dicen los editores, lo vocean los anunciantes, lo repiten todos–, los lectores ya no leen. Y sin embargo, sin medios donde publicarla, sin medios dispuestos a pagarla y sin editores dispuestos a darles a los periodistas el tiempo necesario para escribirla, se habla hoy de un auge arrasador de la crónica latinoamericana. Después del misterio de la Santísima Trinidad, éste debe ser el segundo más difícil de resolver”.
La paradoja queda planteada, aunque tal vez haya un una cuota de verdad en las dos situaciones: quizá hoy el género haya alcanzado uno de sus picos máximos de visibilidad –hoy muchos jóvenes periodistas a quienes no les interesa el ejercicio de la prensa diaria tradicional quieren convertirse en cronistas–, producción y calidad, lo que hace aún más evidente la escasa voluntad de riesgo editorial que no repara en la tarea de construir los espacios para que ése trabajo pueda ser exhibido.
¿Por qué hay quienes ven en la crónica un lugar de resistencia al discurso hegemónico que pretenden imponer los grandes conglomerados de medios? Mitificaciones al margen, existe una respuesta posible: modificada por la revolución tecnológica, las nuevas formas de producción, consumo y circulación de la información, el periodismo está sufriendo importantes transformaciones. Alcanza con recordar que hasta hace diez o quince años aún se escribía a máquina y los artículos se transmitían por teléfono de línea o fax, sin mencionar los profundos cambios producidos en el ámbito de la fotografía. Hay tendencias que sostienen que las ediciones electrónicas de los diarios desplazan, de a poco pero de manera sostenida, a las de papel. Aunque no hay por qué ponerse apocalíptico: lo más probable es que esto no signifique la inminente desaparición de los medios informativos, o que el periodismo sea una actividad en vías de extinción. Más importante sería pensar que todos estos cambios podrían reconvertir al oficio en un sentido positivo. Tal vez muy pronto –¿ya mismo?– los grandes medios se ocupen de ofrecer la pulpa de las noticias –mejor y más rápido, con posibilidades de corregirla y actualizarla al instante–, y muchos diarios y revistas se vean obligados a ofrecer, a un lector más exigente, lo que va a demandar por su paga: análisis, reflexión, opinión y calidad narrativa. Una de las salidas para satisfacer a este nuevo lector, por supuesto, sería la de procurar un espacio más generoso para la publicación de crónicas periodísticas.
Este libro pretende ofrecer una muestra de las mejores piezas del género que se produce hoy en la Argentina. Se trata de catorce crónicas cuyo eje temático es la Argentina, publicadas entre 1997 y 2007, pero que lejos del ensayo sociológico piensan y retratan al país a través de múltiples miradas: un viaje a través del fútbol, el folclore y la televisión argentina, pero también sobre su –tan en boga– turismo sexual, sobre las huellas de la dictadura militar, la venta de la Patagonia a manos extranjeras, los circuitos informales en que se tejen los acuerdos políticos y un seguimiento de los más resonantes casos judiciales y policiales –desde el asesinato de José Luis Cabezas hasta la controversia alrededor de la adolescente Romina Tejerina. Para llegar a esta selección se realizó una convocatoria a nivel nacional y se recibieron varias decenas de textos. Los requisitos para los postulantes fueron que pudieran acreditar al menos cinco años de experiencia en medios gráficos y, como la intención era también ofrecer un recorte de la nueva generación de cronistas que comienza a hacerse visible, que tuvieran, como máximo, cuarenta años de edad. El resultado son estas crónicas, publicadas en medios nacionales y extranjeros, a las que se les anexó un breve cuestionario sobre el género que cada uno de los autores respondió –incluso poniendo en cuestión sus leyes y finalidades. Ni más ni menos que un apasionante retrato de la Argentina contemporánea.
Buenos Aires, septiembre de 2007
[1] Entrevista publicada en eblog.com.ar el 11 de diciembre de 2006.
[2] Revista El Malpensante (Bogotá, Colombia), diciembre de 2006.