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"Uno escribe con la ausencia del otro"

Eduardo Muslip

"El armado de la secuencia narrativa propiamente dicha es algo que cuido mucho. Quiero que el lector no esté atento a eso, sino que se deje llevar por la historia", dice en esta entrevista con Luciano Lamberti el autor de Florentina y Plaza Irlanda, entre otros libros.

Por Luciano Lamberti.

Eduardo Muslip nació en Buenos Aires en 1965. Es Licenciado en Letras, docente universitario y dicta talleres de escritura. Ha publicado, entre otros libros, los relatos de Phoenix, Plaza Irlanda y las novelas Hojas de la noche, Avión y Fondo negro: Los Lugones. Hablamos en el bar Los 36 billares, un lunes feriado con la avenida Rivadavia casi vacía a nuestro alrededor, sobre la reedición de Plaza Irlanda (Clubcinco) y la publicación de Florentina en Blatt & Ríos.

¿Cómo fueron tus comienzos como escritor? ¿Tus padres eran lectores?

Mi papá era muy lector de cosas populares. Leía esas historietas de Dartagnan, El Tony. Para mí eran un mundo. Ahora estoy escribiendo algo sobre eso. Sobre las lecturas de mi viejo, quero decir. Tenían distinto tono: había desde novelas del far west hasta Corín Tellado. Y también leía clásicos. Mi papá compraba unos libros blancos de la colección Biblioteca Básica Universal del Centro Editor. Cuando yo era chico salía uno por semana. Era la época de los militares, y no sé por qué misterio lo podían seguir sacando. Ahí leí narrativa realista fuerte, Balzac, Dickens, Thackeray. Y después mi mamá decía que era muy lectora pero nunca la vi leyendo nada. Tenía un pasado mítico lector que nunca vi en actividad. Tenía una tía desiquilibrada que me mandaban a acompañar y lo único que podía hacer en su casa era leer, una biblioteca abandonada que había ahí. Ella la terminó quemando, ya estaba mal de la cabeza. Cuando la historieta se volvió un género más prestigioso yo lo sentí medio impostado. Cuando se pusieron de moda las cosas de Fierro y toda esa onda. Una línea muy ajena a mí, nunca pude incorporarlo.

¿Cuándo empezaste a escribir?

Tenía 26, 27, más o menos cuando terminé la carrera de Letras. En Letras escribía un poco, trabajaba ocho horas, en bancos, en oficinas, y cuando terminé la carrera dejé la oficina y empecé a dar clases. En ese momento empecé a escribir. Pero formalmente fue cuando terminé mis primeros cuentos, a principios de los noventa. Mandé el libro al concurso de una revista que se llamaba V de vian, y gané. Era la publicación en la revista y unos pesitos. Y ellos me hicieron una devolución personal muy linda. Ahí sentí que fue como un ingreso.

¿Sentís que cambiaste desde esos primeros cuentos hasta hoy?

Hay ciertos tonos que profundicé un poco. Fui desarrollando una voz en primera persona más fuerte, donde por momentos me siento cómodo y siento que es significativa para mí, y a veces un poco me quiero correr. En este momento por ejemplo estoy retomando cuentos que me habían quedado a medio hacer y dándoles una especie de giro.

¿Qué enseñás en tus talleres?

Mis talleres eran sobre todo de lecturas. Dábamos una novela corta por semana. Pero antes también di talleres de escritura. Tenía como modelo el taller de Hebe Uhart, al que yo asistí muchos años. Ejes temáticos, sobre alguna experiencia de la que se busca la manera de narrar.

¿Lo pensás entonces desde lo autobiográfico?

En lo que escribo hay mucha cosa autobiográfica con lo que más o menos juego. Pero en realidad tengo mucho más en la cabeza la tradición realista que no supone lo autobiográfico para nada, pero sí una cuestión formal bastante rigurosa. Pienso más en eso, más allá de que los materiales o los disparadores puedan ser autobiográficos. Se parte desde ahí para trabajar otras cosas, construcción de personajes, tono, estructura, lenguaje. Ahora estoy haciendo algo más experimental, si se quiere. Di un taller donde trabajé específicamente narrativas de montaje, de lo que sale a partir de búsquedas aleatorias por internet, o cosas automáticas, por ejemplo: cómo modificar un texto ajeno para escribir algo propio. El año pasado se me ocurrió también dar un taller con el tema de migraciones y literatura, y ahí sí fue algo autobiográfico, porque yo doy clases en una universidad del Gran Buenos Aires y el setenta por ciento de la gente viene de inmigrantes muy cercanos, de países latinoamericanos cercanos a la Argentina. Se dan cosas muy interesantes, hay una chica que escribe muy bien cuyo padre es boliviano, la madre es santiagueña del campo, los dos hablaban quechua, y están interesantes todas esas mezclas. Sobre todo de Bolivia, Paraguay, Perú. En los talleres uno tiene que confiar un poco en el efecto indirecto de lo que hace y no tanto plantearles una exigencia de producción. Uno tiene que aflojarse en ese sentido.

¿Cómo fue la experiencia de vivir en el extranjero?

Estuvo bien. Estoy contento de haber ido y también de haber vuelto. En realidad lo que me pasó fue que me permitió ir a un lugar donde tenía que dar clases y estudiar un poco y entre una cosa y la otra podía dedicarme a escribir tranquilamente. Allá escribí algunos cuentos de lo que después sería Phoenix y los cuentos que acompañaban a Plaza Irlanda en la primera edición. Lo más interesante fue, más que un conocimiento sobre Estados Unidos, uno sobre el resto de América Latina, porque era un lugar donde confluian gente de todas partes. Yo prefería estar en Phoenix, que era bastante típicamente americana, que en una ciudad como Nueva York, que ya se valora por el nombre propio. Phoenix era una ciudad relativamente nueva, de inmigrantes, académica, con gente de todos lados.

Creo que Florentina y Plaza Irlanda funcionan como retratos de una persona y de retratos del narrador. Te quería preguntar si para vos la literatura tiene esa función antropológica.

A mí me pasa que cuando estoy trabado empiezo a escribir algo tipo diario. Me doy cuenta que encuentro más sentido en lo que estoy haciendo cuando funciona como un rescate de alguien o de algo. Por ahí aparecen escenas que son importante para mí y entonces algo se va armando.

En ambos casos estás trabajando con fantasmas, con personas muertas.

Yo creo que uno escribe con la ausencia del otro. Uno puede llevarlo al extremo y pensar en fantasmas. Cuando es literal, en el caso de alguien que muere, ahí se ofrece para ser descripto. O algo del pasado que de alguna manera pervive en cierto relato cristalizado social o familiar. En un pariente viejo del que hacemos una descripción algo pobre, y cuando uno escribe sobre eso parece revivir. Uno puede ver lo que hay detrás.

¿Vos los considerás libros ficcionales?

Sí, sí, a todos. Si no parto de la idea del paraguas de lo ficcional directamente no escribiría. La verdad es que ahí también se reproduce mi propia experiencia lectora. Todo lo que yo leí de chico hasta lecturas más fuertes siempre los pensé como ficción, nunca se me ocurrió que fueran otra cosa, pero a la vez esos personajes tenían más realidad que las personas reales. Como en el caso de Julian Sorel, de Rojo y negro (Stendhal). Ese efecto de realidad que produce la ficción para mí es mucho más fuerte que los libros autobiográficos o de memorias, que siempre me resultan falsos. Me pasa con Copi, que me gusta mucho, desde las novelas, hasta las obras de teatro y las historietas, y siempre es como muy fácil decir “mirá cómo retrabaja su propia historia”. Pero siempre se burla de la gente que escribe sus memorias, como un gesto de una presunción… Tengo eso un poco encima. De hecho estoy leyendo algunos textos de marca autobiográfica que disfruto mucho, por ejemplo Maya Angelou, una escritora norteamericana, que tiene libros de memorias, pero los leo y para mí son una novela. Cuando son autobiografías de escritores me siento más lejos todavía. Da a un aspecto de ponerse en un pedestal, acomodarse la túnica y empezar a hablar. No me llaman los diarios de Piglia, ni los de Castillo, toda esta vena de literatura del yo a mí nunca me interesó. Nunca fue la literatura eso para mí. Para mí la literatura, sobre todo cuando empecé, es la de la fantasía. Lo autobiográfico me parece petulante, asertivo, y es lo que yo podaría en un texto.

Me llama la atención lo que decís porque en Plaza Irlanda y en Florentina se evoca mucho por lo menos la forma de la autobiografía. Ambos libros muestran un abandono de la intriga, de lo “literario” en el sentido más clásico.

Depende de lo que se entienda por intriga. A mí me gusta mucho Jamaica Kincaid, por ejemplo. Incluso la plagio, esa escritura con cadencia, con mucha repetición. Hay muchas cosas que cuando la leí dije: bueno, es por ahí. Yo a veces trabajo la narrativa más desde lo poético. Por ejemplo, en Florentina, la imagen del chico que iba a nadar al Riachuelo y volvía todo lleno de algas tiene que ver con una condensación que pertenece más al terreno de lo poético. Ahora estoy escribiendo algo cercano a la crónica. Aunque nunca escribí en ese género. Y uno dice con la crónica: hay algo que se parece a un yo, alguien que narra, algo que se observa, pero en realidad es un género que está más cerca de la poesía que de la narrativa. Es un texto que más que nada se recorre y producen como un impacto ciertas cosas parciales y medio aleatorias. Yo armo ciertas partes, ciertas escenas de esa manera. Lo que termina produciendo impacto son ciertas cosas aisladas en las que lo referencial un poco se pierde. A mí me gustan mucho las crónicas brasileñas. Nelson Rodríguez, Dumond de Andrade, todo eso. Supuestamente están basadas en cosas reales pero lo más importante siempre pasa por otra parte.

¿Y te alejás deliberadamente de lo narrativa?

No, no, hay una parte mía que tiene cierta obsesión por el desarrollo narrativo. Por ejemplo, en Florentina, el modo en que se va narrando tiene un cuidado muy fuerte, formal. Se está contando una historia, de un modo que suene lo más casual posible, que no se perciba el artificio. Todo se ha puesto cronológicamente y el lector va viendo escenas casi perfectamente ordenadas.

Buscás la naturalidad.

Sí, y hay una estructura narrativa muy cuidadosa. En eso sí tengo una matriz realista, quiero que el lector no esté atento a eso, sino que se deje llevar por la historia. El armado de la secuencia narrativa propiamente dicha es algo que cuido mucho. Tomo muchos apuntes, voy teniendo mucha cosa escrita, pero hay un momento en que digo bueno, armo con esto algo, y tengo un gran borrador. Ordeno los materiales, y los propios materiales me van dando una estructura.

En Florentina hay una tensión entre el intelectual que narra y la abuela.

Ahí empieza la lectura, esta cosa de la enciclopedia. Que también para mí valían como conocimiento casi ficcional. Yo nunca pensé un mapa de forma instrumental. Lo mismo con los conocimientos enciclopédicos. Yo veo el mundo de Florentina como una escena rural, por un lado, que es de donde ella viene y adonde quiere volver, y la de la generación intermedia, de pequeña burguesía. Ahí traté en lo que le hago sentir y pensar aparece como mucha hipótesis sobre lo que ella debía haber sentido. Dentro de la convención del relato queda como una voz que puede saber todo sobre ella, pero es más parte del narrador: el desprecio por esa generación intermedia, por ejemplo. Yo disfrutaba mucho poniéndolo. Y muchas de las cosas que le adjudico son invención mía. De algún modo la escritura de la novela me influyó en mi percepción. No digo que lo miro como lo mira mi personaje, pero me pegó un poco, como que lo siento. La mirada sobre el entorno familiar como un entorno ajeno, ponele. Como que me agudizó ciertas cosas que yo mismo tengo.

¿Lo del baldaquino es real?

¿Sabés que sí? Me puse a buscar y realmente pasó, hubo un levantamiento popular con varios muertos en un pueblo de Galicia. Se me ocurrió buscarlo y se me apareció la historia completa. Ahí lo que uno busca es no transformar a tu personaje en uno de teatro de vanguardia que repite cosas sin sentido, sino darle humanidad, una historia, una vida.

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