"Estoy en el medio de una novela que, en realidad, me está escribiendo a mí"
Fernando Noy
Miércoles 19 de setiembre de 2018
Clarice Lispector, Jorge Luis Borges, Alejandra Pizarnik, Omar Chaban, Enrique Symns, Pedro Lemebel, Manuel Puig, Fabiana Cantilo, y la lista podría seguir: nadie queda afuera de la vida de Fernando Noy. Una entrevista alrededor de Peregrinaciones profanas (Sudamericana, 2018), su libro de memorias que él define como "ficción documental". Por Lala Toutonian.
Por Lala Toutonian.
Decir que Peregrinaciones profanas (Sudamericana, 2018) son las memorias de Fernando Noy no es decir la verdad en absoluto. Él, primero poeta, luego juglar, también alquimista, encantador de palabras, por qué no danzarín lisérgico, invita a una romería donde pasa su vida toda. O casi toda, porque es tanto lo sobrevivido, que apenas asoma en las 232 páginas de este libro.
Sentarse a hablar con Noy es embarcarse en una loca excursión donde todos los personajes de una añorada Buenos Aires o una paranoica París, pasando por México y más, dan cuenta de una matrioshka de anécdotas que se van desenmascarando una tras otra. La relación narrativa-tiempo se presume como variable constitutiva de esos momentos tan singulares donde confluyen una noche con Nureyev y un carnaval en Bahía. Ejes donde se articulan alegrías como la reflejada en la imagen de tapa y pérdidas que ningún dolor puede presumir. Noy logra aumentar la percepción de lo vivido, redefine el pasado no como la añoranza del regreso sino como ejercicio de evocación y requisito de perdurabilidad.
Acá hay una mirada retrospectiva de todo. Un día, Pedro [Lemebel], que venía siempre, recuerdo que lo recibí acá en Eterna Cadencia la primera vez; y Pablo [Braun] nos invitaba allá al fondo, que tiene su sala de recepción, y venía sin cesar y yo ya no podía tomar alcohol porque la hepatitis me lo impedía. Hablo de seis años atrás… Y a Pedro le encantaba fumar marihuana, yo se la conseguía, y fumábamos porro, porro y no se quería ir a ningún lugar: se quedaba en el hotel, charlábamos, y si bien él me decía: “Yo, en realidad, te estoy leyendo, no escuchando”. Y tuve que escribirlo. Durante cuatro años laburé con este libro. Yo sé de cosechas tardías. Fui muy amigo de Pepe Bianco y Pepe publicó casi a los sesenta La pérdida del reino y yo tengo más de sesenta pero menos de cien, puedo contar hasta diez y estoy en el medio de una novela que, en realidad, me está escribiendo a mí porque uno es un medio. En mi caso, escribo solamente como en un diálogo con cierta voz que me va narrando y me va poseyendo. Mi vida es un soporte para el ochenta por ciento de verismo absoluto y cierta ficción documental, como diría la gran Cristina Campo, la creadora del género. Es ficción documental. Hay por ahí un gato que aparece, una mesa que no existe: sostenes de lo que sería la escena si no se cierra bien. Porque viste que tenés que cerrar como el mago cabalista: morder la cola de la serpiente para que se cree lo eterno. Entonces yo, a veces, doy una vueltita pero esa vuelta es simplemente en muy pocas ocasiones.
Licencias poéticas.
Exacto. Es para circular más y mejor por lo que estoy expresando porque, en realidad, lo que quiero contar es básicamente la posta.
Se lee en la cadencia de lectura: se abre, se cierra.
No me di cuenta, lo hice sin querer, como un vitraux de distintas expresividades porque cuando estoy hablando del tiempo del novecientos me parece que me ubico en maestros, genios, puterío del malevo. Yo lo considero una poesía, leo mucho cine y entonces me estoy dando cuenta que las situaciones y los momentos me llevaban a formatos distintos pero en el mismo vitral, con el mismo caleidoscopio, un mismo color y sobre todo un mismo tono y velocidad. Lo que pasa con la velocidad es impresionante.
Es muy visual el libro.
Es muy cinematográfico.
Gran trabajo de edición, ¿cómo se hizo?
Ana Laura Pérez es perfecta y tiene toda esa cosa que te conmociona desde el poder del envión. Ella revisó mucho este libro. Primero hice una versión que me había pasado de largo en un treinta por ciento, y ahí ella curó el libro, fue muy importante para mí. Tenía razón porque aunque falten nombres, personas que hablen, la historia está.
Lo increíble es tu memoria.
A mí mismo me sorprende. La memoria, en mi caso, es como un músculo.
Las anécdotas de tus primeros pasos como drag en Ituzaingó con las chicas…
Las locas del oeste. A veces algo me dice que puede funcionar y siento que me está indicando la luz de ese camino imprescindible, una de esas fue la Susy Shock. Ella me dijo “Vos sos el oeste, tenés que contarlo”. Las locas estaban todas. Ahí todo es tal cual. Nada es ficción. La Manola era la gallega. Yo tenía 12 años y no sabía qué hacer… Marisol, uno de los personajes, o tal vez mejor “Estreya”, el boxeador, que después de un golpe queda loca. Era de pelito corto y plateado, de un metro noventa, y él era nuestra gran reina, la Gay Star, era la única capaz de oponerse a los machos y a los canas. Y en esos años, que eran los 64 y 65, era impensable. En ese tiempo había una cosa que ya no hay: una verdadera camaradería en el desastre total, en el miedo, en el pánico. Andábamos en los pajonales, a escondidas de la cana, en los cines de nuestra comunidad –que ahora es LGTB-. Yo lo entablé con humor porque hay mucho de carcajada siniestra escondida.
Se ve.
En esos tramos, en ese tiempo era muy difícil si un puto salía con camisa rosada. En cambio, las maricas de allá poco a poco empezaban a hacerlo, en sus jurisdicciones, que eran las estaciones… ¡qué gracioso! Porque yo tengo acá un vaivén desde Liniers para el oeste, para Moreno, y después cuando fui hippie yo era la única que cruzaba la frontera del Obelisco. Porque yo digo que soy Jipi Tella, por el Di Tella, pero no todos los hippies querían ir al Di Tella, no les importaba. Estaban en la Alejandría, en los picos de los ácidos y de ahí no se movían. Cuento todas las zonas del delirio que empiezan en La Perla del Once y yo iba caminando hasta el límite con Carlos Pellegrini con las locas hippies, cuando ya estábamos con las alucinadas, con los náufragos. Pero después yo cruzaba para el otro lado y las maricas no iban por Lavalle. Una sola vez vine de la casa de Hernández, del autor tucumano, con Manuel Puig y la Puig me decía: “Niña qué escandalosa eres, Dios mío”, porque yo usaba pantalones Oxford, siempre con chales. Y Manuel me decía: “No puedo ir contigo, niña”. De repente se daban vuelta todos. Y ella era muy paranoica, la Puig, me decía: “Tengo pánico, tengo miedo de enloquecer y quiero irme porque me está esperando un director de cine. Si quieres vamos pero te pido por favor que no hagas tanto escándalo”. Yo le digo: “Yo no hago, yo soy un escándalo”. Y fue la única vez que caminamos juntos pero comprendí que estaba cada vez más asustado. Se iba a ver nada menos que con Leopoldo Torre Nilsson, que había comprado los derechos de Los siete locos. Y que, justamente, era íntimo amigo de papá.
Conociste a todos. Te enterás la historia de tu abuelo por Borges, ¿no?
Y claro, Borges… Eso me lo acuerdo bien, no es ficción. Voy cruzando la calle y lo veo a Georgie. Veía que paseaba con una mujer hermosa, elegante, y yo estaba perdidamente fascinado con él. En la Galería del Este veo que viene con una mujer maravillosa, las divinas siempre me recordaban a mis tías, porque mis tías eran sublimes. Como cuando vi a Clarice Lispector en Río y me quedé mudo, no podía creerlo: la vi. A Clarice era impresionante verla. Y ahí cuando veo que viene Borges, dije: “Le voy a hacer un chiste”, porque estaba con Georgia, mi amiga la marica. (En la película de Tanguito viene a ser el ángel que hace Imanol Arias. ¡Era Tango en travesti! Detesto esa película y también a Marcelo Piñeyro por haber llevado semejante deidad, semejante avatar de la luz hacia esa zona siniestra. Ese ángel era Georgia que estaba internada con Tanguito. Se los llevaron a los dos en cana por sobredosis, por picos, estaban presos en el Borda.) Entonces íbamos caminando con Georgia por la vereda y vemos que venía “el escritor” y le recito El Aleph de memoria: “Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, soy yo, soy Jorge, Jorge Luis Borges”. Él estaba con Silvina Ocampo que se dio vuelta así, tan brava… Entonces él tuvo pánico de esa voz ajena y sobrenatural. Ya estaba ciego, ella lo llevaba del brazo. Borges no llegó a la librería, se metió asustado en una casa de antigüedades como si le resonaran sus propias palabras. Como Virginia Woolf, que empezó a escuchar sus propios textos contados por las calandrias griegas; ella, que sabía griego y tiene sus brotes psicóticos cuando le pasa eso: voces que son de pájaros, que son las calandrias.
Noy es rock, ¿contarías algún episodio?
Inauguraba Cemento. Le dije a Katja Alemann: “¿A qué hora llegás vos?”, “Yo voy a estar desde temprano, ¿por qué?”. Ella vivía a media cuadra, en un pequeño chateau. “Porque cuando llegue te robo las cámaras”. Yo venía de Bahía, había hecho tres carnavales, sabía lo que pasaba cuando llegaba a un lugar. “No te quiero robar prensa ni flashes”, “Jajaja. Mirá, Omar, las cosas que dice”. Y entonces llegué más tarde con un grupo de punks, yo era punk en ese tiempo, y acababa de ver a Nina Hagen, que cambió mi vida. Son todas Ninas las que cambian mi vida: Nina Simone y Nina Hagen. Y son maestras totales. Creo que el narcisismo se sublima al verte mejor en otro. Entonces yo me vi en la Hagen y morí con ella. Como Siouxsie. Cuando vino Siouxsie, la prensa la hacia Gloria Guerrero, que yo la quiero mucho. Era muy poderosa. Y entonces ese día me había invitado la Guerrero y fue Miguel Abuelo que me invitó a ver a Nina Hagen y ahí piro yo. Dije qué es esto. Esas son revelaciones que son un antes y un después. Lo de Siouxsie: había una cola larga y se había demorado el ingreso a Obras. Estaba ansioso por ver a la Siouxsie. Entonces suena la banda. Había canas, custodias. Me trepé por los alambrados. Subí, subí, subí, salté y entré. Ahí la vi frente a frente entrando por los cascabeles colgados en el aire. Y ella puso el pie, nunca lo voy a olvidar, puso el pie sobre el monitor que retorna la voz y escuchaba el monitor así con la mano… que fue un gesto que después le descubrí a Fabiana Cantilo. Y lo de las Banshees también, que son bagualeras que lloran por la muerte y lavan su ropa…
Como cuenta Borges en El libro de los seres imaginarios.
Exacto. Las bagualas son como la llorona. Alejandra [Pizarnik] me dijo una vez: “Ay, Manuel [Mujica Lainez], Manucho tenía razón: soy una llorona medieval”. Era otra Siouxsie, son bluseras sin orquesta. En otra manera de expresar esa angustia que son un tipo de revelación de placeres probables. Además cómo escribía, cómo hacía su poética. Yo la vi, transcurrí con ella sus últimos dos años y veía cómo los poemas no eran escritos sino que eran posesiones.
La traspasaban.
Y a mí me pasa lo mismo. Mirá la Fabi Cantilo, soy más que primo de Fabi: soy su hermana mayor. Ahora está muy bien. Yo la quiero, la respeto tanto. Es una mujer increíble, una gran artista. Fabi no es cachivache. Siempre dije que era la Rimbaud del rock, una especie de Pizarnik. Tenía un disco de ella que decía “He aquí la Pizarnik del rock and roll”. Porque era la misma historia: Alejandra no le daba bola a nadie, tampoco nadie le daba más bola a ella. Era capaz de llamar a las tres de la mañana, estaba en otra órbita por esa conjura de los necios. Mucha gente queda sola por opción o porque te dejan de lado. No estás en el sistema. Pizarnik muere y durante diez años no se habla más de ella. Yo tenía terror de que desapareciera Pizarnik. Conozco a Batato y él empieza a hablar de Pizarnik y cuando le digo que fui su amigo se enloquece de placer.
Contame algo de Chabán.
Bueno. Omar Chabán. Qué gracioso. Al principio no teníamos muy buena onda.
¿Una guerra de egos?
No, no eran egos. Él venía a mi casa en Barracas, a las fiestas que yo hacía cuando llegué de de Bahía. Había venido Werner Schroeter, el director alemán, a hacer un documental sobre Argentina, Argentina antes y después del proceso, fue en el 82. Marie Louise Alemann me llevó a ser entrevistado por el director y ahí conozco a Chabán, que viene con Katja y Marie Louise. Luego Katja presentó mi primer libro de poemas en el Centro Cultural San Martín. Tenía puesto un paño de tres metros de lentejuelas, leía los poemas de manera tan maravillosa, tan bella ella. Y yo tenía una cosa rara con Omar: no lo bancaba. Y un día Katjiuska me dice: “Vos estás enamorado de él y él de vos pero ni vos no te das cuenta y él tampoco”. Entonces le dije: “Omar, yo te amo, esto es amor pero vos nunca te vas a querer casar con un gay”. Y me respondió: “No, de ninguna manera, pero te invito a comer”. Omar era perfecto, maravilloso, un sol. Era tan divino que terminó masacrado por el devenir atroz que tienen ciertos argentinos geniales. No es justo lo que pasó con Omar. Pobre, mi vida. Pasaba los años nuevos y navidades con él y toda su familia. Yo era un Chabán total, amaba a Omar y a Katja, hasta hoy.
Yo fui una de las pocas punkekas que hubo acá con Geniol. [Enrique] Symns es mi hermano, mi hermano feroz, atroz. La palabra “hermano”… Es mejor que seamos primas. Porque hermanos es demasiado. Conozco a Enrique desde que él tenía 20 años, escribía poemas maravillosos y era buen mozo, joven. Para mí, hasta hoy, es el patriarca hombre. Es un genio. Yo fui tres veces tapa de la Cerdos. Para mí Enrique es patriarca con K porque es el genial poeta.
¿Lo seguís viendo?
No está muy bien. Cuesta mucho porque él no es nada diplomático. Sigue siendo Symns. En un momento jugábamos a Symns-Noy: si nos unimos podemos ser presidentes de la República de la Nada, porque la nada es el lugar más completo, cubierto, vedado, porque no permiten quebrar el tupido velo de ese mismo lugar que está atravesándonos pero que no vemos porque con un poquito de opio o un pico o un ácido vas y entrás. Además la cannabis es tan milagrosa como medicamento del alma y el espíritu, que las dos cosas son tal para cual que también está prohibida porque sino nadie haría esa locura que se llama trabajo, que es salir a las ocho de la mañana, volver a las ocho de la tarde y ver al hijo un minuto. Yo soy una golondrina a contramano, como me dice Calamaro.
Decís que en la poesía te deshacés del yo y es algo que claramente para una narrativa como ésta no se pueden que acá tenés que estar, ¿por qué?
Acá sí, acá habito yo de una manera declaradamente visible. Porque es un yo tuyo, un yo ajeno, un yo búmeran.
Iba a preguntar por tu abuela, ¿cómo acompañó tu escritura?
Tuve suerte con mis abuelas porque estaban enamoradas de mis poesías. Eran mujeres transgresoras. Saben lo que hago como escritor. Porque empecé a escribir a los 11 o 12 años y ambas eran muy sabias. Era muy conmovedor tener un nieto que escribiera tan bonito pero eso me permitió a mí sobrellevar el hecho de ser trolo, de ser gay, que mi padre estaba desesperado porque su rey no era rey sino que era reina.
¿Qué leés?
Estoy leyendo a Lamborghini. Hace poco dejé Camus y Moravia, siempre estoy con los surrealistas y los poetas. Ahora voy a empezar la novela de Julián López, La ilusión de los mamíferos. Me encanta Gabriela Cabezón Cámara, me parece increíble. Mariana Enriquez. Silvina Ocampo hubiera amado a Mariana. Que me hayan hecho la contratapa para mí es algo sin palabras, y además lo hicieron con tanta pasión. Y después, por supuesto, cosas que uno vuelve a leer. Arlt mismo, lo releo, yo me olvidé de todo. Qué locura El lanzallamas. Todo lo que hizo Arlt es magistral. Releo los poemas de Borges. También estoy descubriendo autores mexicanos: Juan Villoro me parece increíble. La Garro. Ya leí tantas veces a Elena Garro. es bueno nombrarla. También me encanta leer gente como Armonía Somers, que nadie la conoce, uruguaya. Tengo esa locura de relectura y reencuentro, Larvas de Castelnuovo me vuelve loco.
¿Y ahora qué viene?
Tengo un libro terminado que se llama Cuentos quemados por el portero, son cuentos de hace muchos años. Pero en mi mente tengo una novela que es una locura, porque la novela es una obsesión impresionante que es como un poema interminable que se va reescribiendo solo. Un personaje es drogadicto, y yo decía esta escena cómo la soluciono con el émbolo y el pico y yo sé pero después me di cuenta que hay pastillas de heroína ahora. Nunca me lo hubiera imaginado. Y me lo soluciona. Es como que la vida me va aclarando. Y la ficción se vuelve real aunque sea realmente con una base que sería qué digo y no cómo lo digo, qué cuento. Sé lo que quiero contar, sé el título de la novela: se llama Pánico azteca porque nació en la noche de miedo de México donde viví dos años seguidos y ahora no puedo ir por esta maldición, pero quisiera estar en México de nuevo. Y sigo leyendo y también mucha poesía, y segundas traducciones. Y Clarice, Virgina Woolf y Katherine Mansfield siempre. Las dos, Katherine y Virginia, se cruzaron, ¿viste? Porque viene Katherine de Nueva Zelandia y vive en Londres y le lleva a Virginia, su adorada -Katherine era fan de Virginia- Fiesta en el jardín. La Woolf estaba muy en la cúspide. Ella le entrega su libro, la Woolf no le da mucha bolilla y poco tiempo después le dice a su asistente: “Tire eso a la basura” y la tipa lo hace, tira los originales de Katherine y más tarde viene corriendo la Woolf diciendo “No, por favor, tráigalo de nuevo”, “Pero señora, ¿por qué?”, “¡Escribe mejor que yo!”. Y es el momento en que Katherine se enferma muy gravemente. Y ya Katherine Mansfield tiene una enfermedad y un devenir filosófico, empieza a leer a Bourdieu y enloquece. Así como nadie sabe que Greta Garbo no deja el cine porque se siente mayor ni nada, sino porque se hace discípula de Bourdieu. Y bueno, la Mansfield va a París y pide auxilio porque sabe que tiene una enfermedad muy grave. Y Bourdieu la manda a dormir entre los caballos al cobertizo. Le escribe una carta a una amiga diciendo: “Por favor, necesito a un amigo, necesito algunas medias, si es posible color verde, de lana porque hace mucho frío entre los caballos”. ¿Pero por qué Bourdieu la había mandado entre los caballos? Quería que ella sintiera el olor al estiércol que le iba a hacer bien para curar su enfermedad. Era una especie de aromaterapia, no porque la despreciara y quisiera que se muriera de frío… Pero ella muere de todos modos y todo el mundo se puso en contra, los grandes literatos desde Calvino hasta Olga Orozco que me decía: “Yo odio a Bourdieu”. Bourdieu tradujo todos los conocimientos del opuesto, de la antípoda del consecuente en el conocimiento de los sufís, del maestro Rubi, y él era el que los traspasa hacia Europa y luego su gran amiga Nathalie [Heinich] que lo traduce al francés porque Bourdieu viene de los persas.
Decías que por elección o como sea uno terminan quedando solo…
Claro. Por suerte, en mi caso, no hay don más perfecto que la soledad. Albert Camus dice: “Para ser un gran escritor hay que atestiguar en tres lugares al mismo tiempo: la soledad, el silencio y la llama”. Entonces, yo pasé puterío, pasé el carnaval, la gran joda y ahora estoy buscando esa soledad… la Torre de Marfil, de la que habla Darío, pero él dice –Rubén Darío habla de la Torre de Marfil como… “La Torre de Marfil pintó mi anhelo, hizo enfrascarme dentro de mí mismo, pero tuve ansias y también del cielo desde la cumbre de mi propio abismo”. Él cuenta la soledad como algo abismal. Marguerite Duras es otra loca de la soledad. Quizás ese sea mi antídoto: mi pasión por la soledad. Yo ahora tengo 66 años y, bueno, quizás aprendí, algo sabia me volví y busco estar solo, en paz, en silencio, cerrar Facebook, no tengo celular. Me cuesta… no puedo más de no poder más, como dice Alejandra. Quiero estar solo para poder escribir. Por eso soy golondrina a contramano que huye del verano, que se va ahora en noviembre-diciembre, todo enero, febrero y marzo, y va a volver con la novela Pánico azteca, que ya tiene título… ¡mirá qué loco!
¿La estás escribiendo, verdad?
Yo no sé quién escribe a quién.