"Elijo contar desde los extremos"
Ariadna Castellarnau
Lunes 14 de noviembre de 2016
Con su primera novela, Quema, la catalana se alzó como ganadora del Premio las Américas de narrativa. "La gente se agota de leer siempre lo mismo. Al final, lo que los lectores quieren es sorprenderse", dice.
Foto y entrevista Valeria Tentoni.
Ariadna Castellarnau ganó, hace unas semanas, el Premio Las Américas de narrativa, que le fuera entregado en el VII Festival de la Palabra de Puerto Rico. Son algo más que 25000 dólares: es además la bienvenida más calurosa que una joven escritora hispanoamericana podría soñar para su primera novela. Quema ―un texto que comenzó siendo libro de relatos y que, gracias al buen ojo de Vanina Colagiovanni, editora en Gog y Magog, se consolidó como novela―, fue su tercer proyecto de largo aliento. Los dos anteriores fueron a parar a la basura. ¿Los habrá prendido fuego, Ariadna, como prendía fuego su madre la ropa vieja junto con los yuyos en el campo? ¿Qué de esos espectáculos explosivos a la intemperie marcó, para siempre, su imaginario?
Hace ocho años que vive en Argentina, pero se crió en una zona rural de Cataluña. El 2017 la encontrará de vuelta en Barcelona, ciudad en la que estudió Filología Hispánica y Teoría Literatura y Literaturas Comparadas. “Siento que me voy en este momento o me quedaré acá definitivamente. Me encanta Buenos Aires, pero quiero ver cómo soy yo allá ahora”, dice. Su hijita es argentina, y este es el país en el que tomó la decisión de abandonar el camino académico y escribir, que es lo que siempre había querido hacer.
―¿Cómo recibiste la noticia?
―No me lo creía, fue muy sorprendente. Los otros dos finalistas eran Emiliano Monge y Rita Indiana, que tienen mucha más trayectoria que yo. Es un premio súper transparente, no hay muchos premios así. Yo soy la prueba: a mí no me conocía nadie, es mi primera novela, una tirada muy chiquita. Hay siete miembros del jurado a los cuales se les pide todos los años que escojan lo que ellos consideran las mejores novelas publicadas. En mi caso, me postuló Betina González, entre otras novelas que eligió. Eso va a un jurado interno, que elige a los finalistas, y entre ellos se elige al ganador. Es un premio que se da con total generosidad, en el sentido de que no interviene ningún valor comercial.
―Es tu primera novela, pero comenzó siendo un libro de relatos. Fue por recomendación de los editores, ¿es correcto?
―Sí, es verdad que surgió como libro de cuentos, pero no fueron cuentos desperdigados que uno después rejunta para que se arme un libro, sino que surgieron todos en un mismo punto: el de construir este universo distópico donde se hiciera foco en las relaciones personales. Todos venían de la misma pregunta: ¿qué queda de lo humano cuando todo lo material ―lo que nos acomoda, nos da confort e identidad― desaparece? Desde la concepción era bastante unitario, había personajes que se cruzaban. Vanina Colagiovani, una de las editoras de Gog y Magog, fue la primera que leyó el manuscrito y me hizo ver que en realidad era una novela. Por cómo se hilvanaba, por la atmósfera, porque tenían la misma idea controladora. Decidí darle más arco a uno de los personajes, Rita, que es la que va construyendo esa historia fragmentaria. Fue muy lindo proceso. Ese es el trabajo del editor: sacar lo mejor de un libro. Y es muy difícil encontrar un editor así hoy.
―¿Habías mandado el libro a otras editoriales antes?
―Sí, lo había mandado a un par de editoriales. Una se mostró interesada, pero quería publicarla en 2016, y yo la verdad es que ya llevaba tres años trabajando en el libro y quería sacarlo, no esperar más. Pero no era solo ansiedad; después de conversar con Vanina supe que era la mejor editorial para este libro.
―Gog y Magog tiene un catálogo riquísimo de poesía joven, una línea de títulos de ese orden, traducciones, pero justamente el catálogo de narrativa es el más nuevo que tienen.
―De hecho, esta es la primera obra en narrativa que sacan.
―¿Te sentís cerca de un aliento más bien poético, aunque el producto final sea narrativo?
―Soy lectora de poesía. Yo creo que en el lenguaje sí hay un trabajo poético, casi de pensar las frases como versos, pero sin llegar a ser lírico, porque a mí me interesa la estructura narrativa pura y dura. Hay ciertas leyes de la narrativa que tienen que estar para que la novela no se caiga. Pero bueno, me gusta mucho Ajmátova, toda la literatura de las mujeres rusas me encanta, o Tsvetaeva, esa cosa que tiene con el paisaje y el sufrimiento, toda esa cosa muy del alma rusa. Son dos poetas que estaba leyendo mucho mientras escribía Quema, en un libro de poesía reunida de las dos, El canto y la ceniza. Sobre todo la poesía de mujeres, es lo que más me interesa. Así como en narrativa leo de todo, en la poesía siempre elijo leer mujeres. No sé por qué.
―¿Te acordás de las primeras lecturas que te marcaron?
―Leí desde muy chiquita, fui bastante precoz.
―¿Te enseñó tu mamá?
―Allá no es obligatoria la escuela hasta los seis. Yo me crié en un pueblito al interior de Cataluña, en una granja, en un ambiente totalmente rural. En realidad no sé si me enseñó mi madre, porque yo era la cuarta de todos los hermanos, la última, medio la que ya se criaba sola. Alguien me enseñó. Y hay un libro que ahora se lo compre a mi hija, las adaptaciones de Shakespeare que hicieron Charles y Mary Lamb, que recuerdo en especial. Ellos en sí mismo son una novela: una pareja de hermanos de la época victoriana, los dos con muchos problemas psicológicos, terminaron los dos internados. La hermana era esquizofrénica, el hermano la cuidaba pero estaba peor que ella... Y eran absolutamente talentosos. Lo que hicieron fue reescribir muchas de las obras de Shakespeare, para niños. Son cuentos, y son hermosos. Yo los leí primero en español, después de grande en inglés, y fue una maravilla. Ese libro me lo compraron mis padres. En ese momento leía sin saber, después descubrí que era un clásico de la literatura inglesa.
―¿Y qué crees que te quedaste de esas lecturas tempranas?
―Bueno, los personajes. Claro, después leí a Shakespeare y no hace falta que lo diga pero creo que es el primero, sobre todo en el teatro, que logra darle esta profundidad a los personajes. Una profundidad que es muy moderna, porque pasan de ser meras encarnaduras de roles a casi personajes contemporáneos, con neurosis, dudas existenciales. Eso es algo de la modernidad; el tipo en eso es súper original. Y eso es algo que ellos rescatan muy bien.
―Entonces de chica leías mucho.
―Sí, de mis amigas de la infancia no recuerdo otra persona con la que pudiera hablar de libros. Me sentía muy sola. Mis amigas me cargaban por las palabras que utilizaba. Era la niña rara. Por ahí es muy obvio decirlo así, pero la lectura lo era todo. Eso. Ahora lo idealizo, y pienso que era lindo, pero en ese momento lo sufría. Al criarme en el campo me aburría, quería salir de ahí, pensaba que en el pueblo no pasaba nada ―lo cual es verdad― y la lectura era el escape a eso. Sobre todo la posibilidad de reinventarte a través de lo que leés, un campo de libertad enorme.
―¿Tus papás siguen viviendo ahí?
―Sí, toda mi familia vive ahí. Soy la única que se fue.
―Pero vas a volver, ¿no?
―Sí, pero a Barcelona. Yo después salí para estudiar, fui a Barcelona, hice mi vida adulta en Barcelona, hasta los 29. Ahora volvemos allá.
―¿Empezaste a escribir al llegar a Argentina?
―En realidad escribía de pequeña, de jovencita. Unas historias espantosas, melodramas. Es muy curioso, porque tengo todo un tema con lo local. Yo soy catalana, ahora vivo en Argentina, y escribo sobre cosas que, digamos... Quema es una novela totalmente deslocalizada, que no sucede ni aquí ni allá. A mí lo que me pasó un poco, cuando empecé a escribir, incluso desde chica, es que tenía un tema con no escribir de lo inmediato, de lo mío, del contexto de ahora. Siempre necesitaba contar cosas que trascendieran eso, que no tuvieran nada que ver con lo que me pasara. Y cuando vine a Buenos aires y decidí dejar la vida académica y dedicarme a esto, que es lo que siempre quise hacer, tuve muchas dificultades con eso, para encontrar no sé si el espacio propio, sino...
―¿Tu lengua?
―Mi lengua también. Porque yo igual tenía claro que no iba a escribir en catalán, siempre supe que iba a escribir en castellano. Pero también quería encontrar mi espacio. No sé cómo decirlo. Diría el tema, pero no es el tema. Crear mi propio espacio narrativo: dónde estoy, qué quiero hacer. Hay toda una tendencia muy fuerte a escribir sobre lo generacional, sobre lo inmediato, sobre el contexto, y yo me di cuenta que no me sale. No me interesa, por un lado, aunque leo mucha de esa literatura, pero tampoco me sale. No logro anclarme ahí, si bien creo que Quema tiene muchas cosas autobiográficas. Al final uno siempre escribe medio de lo que conoce, pero no me sale el retrato de lo cotidiano. Necesito alejarme, y ahí es donde encuentro que está la gracia de escribir. Lo confesional, o por ahí lo más realista, me aburre como escritora. Después, como lectora, puedo leer los diarios de Anais Nin y me encantan.
―Este premio se entregó, además, a una distopía, que es como toda una otra corriente que está apareciendo fuerte en los libros de tu generación. ¿Por qué crees, si es que tenés alguna lectura al respecto, que está regresando esa ola? Lo tenés a Ballard ahí, en la entrada de Quema.
―Me parece que hay una confusión de factores, ahí: primero, siempre se ha escrito, nunca se dejó de escribir esta literatura. Capaz ahora lo que ocurre es que hubo la suerte de que salió gente muy buena que está haciéndolo, como Samanta Schweblin o Mariana Enríquez; aunque hacen cosas distintas, pero todos trabajan en esas historias al margen del realismo. Lo de Mariana es profundamente realista, porque trabaja con espacios urbanos, pero al mismo tiempo es literatura de terror. Hay varias mujeres, sobre todo, que están trabajando estos géneros, que les está yendo bien. Y capaz también es un agotamiento, eso tiene que ver con las modas literarias. La gente se agota de leer siempre lo mismo. Al final, lo que los lectores quieren es sorprenderse. Y ahí es donde creo que todas estas novelas estallan. Yo elijo contar desde los extremos, porque el realismo como dije me aburre ―siempre desde la escritura, hablo. En el caso de Quema es raro; no fue una cosa premeditada escribir una distopía. Ni tan siquiera era una consumidora de distopías, ahora sí me he vuelto una, pero no era una nerd del género. En ese momento era la forma en que yo sentí que tenía que contar varias cosas muy íntimas. Acababa de ser madre acá, lejos de mi país; muchos amigos en España estaban pasando la crisis, y había todo un sentimiento de duelo y de pérdida, un poco generado por las hormonas y también por cuestiones que tenían que ver con lo que estaba pasando en mi país. Ahí me salió la primera historia del libro, que es la que menos edité. Y ahí me di cuenta: voy a seguir por ahí.
―¿Y cuánto te llevó?
―El primer borrador, un año. Pero después lo trabajé durante un año y medio más.
―¿Lo leés cerca, a Quema, de La carretera, de McCarthy?
―Sí, mucho. McCarthy es uno de mis escritores favoritos, yo creo que he aprendido a escribir leyéndolo a él. Me parece que lo que él hace es único. Es una bestia. El manejo que logra con esa prosa poética, con rimas internas, el cuidado con cada palabra ―porque cada palabra suena bien―. Y al mismo tiempo es muy crudo y muy preciso. A mí no me gusta la prosa muy barroca, me gusta el lirismo, pero ese lirismo áspero como el que él tiene. Es un milagro. Tiene después todos esos personajes, muy del gótico sureño, y esa mirada desolada de la conquista, del western, donde no hay héroes. Todo eso a mí me encanta. Y La carretera sí, es una novela que he tenido muy presente cuando escribí Quema.
―¿Alguna otra?
―Bueno, en la cuestión de los cuentos enlazados está Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, era como el modelo. Después mucho de las escritoras del gótico sureño, que me encantan. Flannery O'Connor, Carson McCullers, todo ese tipo de escritoras que tienen la capacidad de ser sumamente poéticas y duras al mismo tiempo.
―O'Connor también se luce especialmente en esto que remarcás en Shakespeare, la profundidad de los personajes.
―Sí, porque trabajan con lo arquetípico, que es algo que a veces creo que en esta literatura que yo llamo más “minimalista”, más de lo confesional ―minimalista no tanto en el sentido de la prosa sino de lo que cuentan, más acotado― a veces echo de menos. Los personajes tienen que ser arquetípicos, porque ahí es donde nos interpelan, nos movilizan.
―Y en Quema, ¿con qué arquetipos te propusiste trabajar? Las ideas del bien y del mal están absolutamente trastocadas, y podemos encontrar vínculos terribles e inesperados, por caso, entre madre e hija.
―Es que justamente, la relación entre madre e hija es muy de cuento de hadas, que es otra figura arquetípica. La madrastra es el arquetipo ahí, sobre todo en el último cuento. Tengo una nena de cinco años y siempre que pasan Rapunzel, la versión más reciente ―que es una cosa absolutamente brillante, como todo lo que hace Disney con esa maquinaria narrativa perfecta;― observo la relación madre e hija, y es increíble.
―Los personajes hombres de Quema aparecen, inclusive los que protegen, como quienes ponen en riesgo a las mujeres. Ninguno es del todo un salvador, un héroe: ¿allí habría una ruptura con esa suerte de acuerdo arquetípico?
―Ahí hay algo autobiográfico. Yo vengo de una familia muy matriarcal, donde a los hombres, pobres, siempre se les adjudica un papel secundario. Y ahí sí que hay esa imagen de mi familia, de mi madre y de mis hermanas, está en uno de los cuentos.
―¿El que queman todas las cosas, en esa casa?
―Sí. Eso es puramente autobiográfico, pero trabajado por la ficción, llevado a un extremo. Tiene que ver con una especie de costumbre de mi familia. En mi familia se queman cosas. Cuando empecé a escribir la novela no me acordaba. Es algo muy notorio y siempre me ha chocado mucho, pero no es que dije: voy a escribir una novela sobre esto. Es una especie de costumbre bizarra que inventó mi madre; mis padres viven en una casa muy grande en el campo, y cuando tienen ropa vieja y cosas de más, en vez de dar, hacen una especie de hoguera. Queman, se lo sacan de encima. En discusiones con mi madre le he preguntado por vestidos hermosos viejos, que tenía ella, y quemó. Son esas cosas con las que uno se cría y le parecen súper normales, cosas nocivas quizás, que advertís al hacer tu propia vida adulta.
―En el campo se quema mucho, por lo general.
―Sí, es una costumbre. En el campo la gente junta los yuyos y los quema. Igual se ve que no debe ser tan raro. El fuego, lo arquetípico del fuego es la purificación y la destrucción, tiene esa ambivalencia hermosa.
―Quemar sería como inaugurar un futuro de cero.
―Además en la novela hay una destrucción voluntaria. A diferencia de otras distopías, en las que viene un mal externo que llega, por ejemplo, en forma de invasión, en este caso no: es una distopía creada por ellos mismos.
―¿Qué es el "Mal" del que se habla?
―Para mí siempre fue un mal moral. Algo interno. No es algo que se explique en la novela, pero yo siempre lo vi así. Una especie de plaga interna. Una fatalidad que los lleva a quemar, a despojarse. Ellos piensan que ese mal está impreso en las cosas.
―Hay un desfile de nombres inventados, una serie de apropiaciones como nombres. ¿Hay un disfrute en eso?
―No sé si es un disfrute o un defecto, el de que me cuesta mucho trabajar lo localista. Cuando encuentro que algo me ata demasiado a un contexto cercano, me paralizo. Y los nombres los elegí también bien deslocalizados, como para que me permitieran inventar.
―¿Cómo definiste el español con el que trabajar?
―Mi lengua materna es el catalán. Hubo un trabajo consciente: me pasa lo mismo que con los nombres y las referencias; una prosa demasiado localista no me gusta. Tampoco me gusta que suene a traducción. El español es un idioma que se habla en tantos países, ¿por qué no crear una prosa transnacional? Que no sea una traducción a lo Anagrama, despersonalizada.
―Es un español que da cuenta de tu vida, de algún modo, de tu recorrido vital.
―Eso me parece enriquecedor. Nabókov, salvando las millas de distancia, lo hacía con el inglés. Su inglés no es el inglés de los otros escritores de la época. Creo que a veces hay que ser un poco más desacomplejado con el idioma. Está ahí para que lo usemos, no para que nos haga de grillete. Ese es uno de los motivos por los cuales decidí no escribir en catalán. Por razones históricas es un idioma menos evolucionado, en el sentido de que se habla nada más en Cataluña, y los idiomas se enriquecen cuando se hablan en muchos lugares, se permean, También es un idioma que estuvo prohibido durante mucho tiempo, entonces eso hace que sea un idioma mucho más arcaico. Por ejemplo, en catalán es imposible putear. No hay casi slang. Y hay una obsesión muy grande por el catalán bien escrito, la corrección lingüística, la idea de escribir en un catalán puro. Eso te coarta mucho como escritor. Casi no hay espacio para la creatividad.
―Pienso en otro catalán, Joan Brossa, que justamente hacía poesía visual y en una entrevista dice que es una suerte de esperanto, la poesía visual, que cualquiera puede leerlo.
―Claro, él subvertía todo eso. Y después hay otra gente muy interesante escribiendo allá; Carmen Riera, Merce Rodoreda.
―¿Descartaste mucho material antes de cerrar esta novela?
―Sí, descarté mucho. Hay muchos cuentos descartados. Y antes de escribir esta tiré dos novelas, dos proyectos.
―¿Y cómo te das cuenta que un texto no va más?
―Cuando va, aunque después tengas miles de dudas y haya reescrituras, es como que sentís que vivís en ese mundo, y que te encanta. Una sensación de estar en casa. Aunque sea un mundo horrible y devastado. Y cuando eso no me pasa es que la historia no va. Me expulsa.
―¿Estás escribiendo otras cosas?
―Sí. Es raro, porque esta es una novela de mujeres y la que estoy escribiendo ahora es una novela de hombres nada más. Yo lo llamo un western patagónico, pero no sé si se va a poder calificar así al final.