"Decidí borrarme totalmente, optar por la desaparición del autor"
Galo Ghigliotto
Lunes 27 de enero de 2020
Conversamos con el autor de El museo de la bruma (Laurel editores) también editor: "La novela es capaz de absorberlo todo. En una novela podemos encontrar dramaturgia, poesía, cuento, ensayo, fotografía, dibujo, etcétera, pero no al revés".
Por Valeria Tentoni. Foto de Simón Ergás.
Nacido en Valdivia en 1977, Galo Ghigliotto es muchas cosas a la vez, además del autor de El museo de la bruma: guionista, ingeniero agrónomo, magíster en literatura latinoamericana y chilena, docente, traductor (se ha encargado, por caso, de Emmanuel Bove, Daniel Borzutzky y Marie Darrieussecq), uno de los editores de Cuneta y quien fuera el director de la Furia del Libro, en Santiago de Chile.
Antes de su último libro, publicado por Laurel y que no duda en catalogar como novela, había publicado Bonnie&Clyde, Aeropuerto, Monosúper, A cada rato el fin del mundo, Matar al Mandinga y Valdivia, este último el libro con que comenzó en 2006, de poesía, tras tomar un taller con Raúl Zurita.
Edición premiada por la Cámara Chilena del Libro, El museo de la bruma no es un tomo de navegación plana, ya que convoca los más diversos materiales -hasta los inexistentes-, desde fotografías hasta testimonios, crónicas, cartas, leyendas, documentos públicos. Ni tampoco promete un paseo amable: se encarga ni más ni menos que de las escenas del horror más indecible de la Patagonia que compartimos, historias de brutal genocidio. Ghigliotto construye, borrándose, a partir de una exhibición de piezas, colección de las que se han incendiado misteriosamente en un museo desaparecido. "La bruma cubre el paisaje: el corazón de la pampa, las ensenadas rocosas de Tierra del Fuego y Magallanes. Pero en esta novela alucinante y perturbadora la bruma se posa también sobre la huella de la barbarie, y nos obliga a caminar a tientas por un terreno que va del delirio a la cruda historia real", escribe Alejandra Costamagna en la contratapa.
Enviamos algunas preguntas por correo electrónico a su autor, aquí el intercambio:
¿Cómo emprendiste la escritura de El museo de la bruma, con qué materiales comenzaste y cómo fuiste ordenándolos?
En junio de 2016 tenía ganas de pasar una temporada en Punta Arenas, por la distancia, por muchas razones, y por eso pensé en escribir algo ambientado en esa ciudad. Paralelamente di con la leyenda de María Orsic, una alemana de padre croata que fue, según se dice, una médium de los nazis que habría construido naves espaciales bajo la guía de antiguos espíritus arios de Ganímedes; con una de esas naves habría escapado al fin de la Segunda Guerra sin destino conocido. Imaginé una historia en la que esta Orsic aterrizaba en Punta Arenas, donde, gracias a su apellido croata –comunidad muy fuerte en esa ciudad–, hubiese pasado desapercibida. Eso iba a ser mi libro, pero en esos días tuve una reunión de trabajo con una persona oriunda de Porvenir, en la Tierra del Fuego chilena, quien al enterarse de que era escritor me preguntó qué estaba escribiendo en ese momento. Le conté a Elena –así se llama– mi idea de escribir sobre la medium nazi, ante lo cual me respondió: "¿Y por qué mejor no escribes sobre el Walter Rauff?” Me explicó quién era Rauff: miembro de las SS, creador de las cámaras de gas móviles del Tercer Reich. Además, me contó algunas cosas de cuando lo tuvo como vecino en Porvenir, la ciudad donde Rauff pasó sus últimos años; por ejemplo –y esto no lo incluí en el libro–, de la vez cuando el tío de Elena tuvo un problema con el calefón (boiler) de su casa y Rauff, quien pasaba por ahí, le dijo que podía ayudarlo porque era "un experto en gas". Fue la cotidianidad de esa broma, su oscuridad disfrazada de humor, sumado al hecho de enterarme de que Rauff fue "protegido" en Chile por tres gobiernos diferentes (Jorge Alessandri, Allende, Pinochet), que me decidí inmediatamente a volcar mi investigación a la figura de Rauff.
El "problema" fue que, al comenzar la investigación surgieron conexiones inesperadas: Rauff, además, había sido sindicado como el arquitecto del campo de concentración –durante Pinochet– en Isla Dawson; Isla Dawson fue la misma isla donde hubo un "refugio" indígena a comienzos del s. XX, donde fallecieron miles de selk'nam y otros; Rauff había llegado a Chile para trabajar en una empresa de inmigrantes judíos; eso por mencionar sólo algunas de esas conexiones. Era imposible hablar de una cosa sin hablar de otras.
¿Cómo pensaste el formato, el sistema de encastres con el que nos la encontramos? ¿Siempre fue así o en el proceso fue variando?
En un comienzo me enfrenté a dos problemas principales: uno, la historia de Rauff ya había sido contada, y por otro lado, también se habían contado historias de genocidios en América; a mi favor tenía que la estructura de estas narraciones era siempre cliché, donde un periodista o investigador sigue la huella del sujeto y cuenta su historia. El segundo problema fue la dificultad de abarcar tantos temas, épocas, personajes en una sola historia sin tener que escribir una saga o algo por el estilo.
Otro aspecto a considerar fue que muchos de los antecedentes que aparecían estaban cargados de sentido por sí solos, con lo cual una intervención del "autor" los deformaría hasta corromper su significado, su esencia; por esto decidí que algunas cosas aparecerían tal cual, con sus marcas de época, su autenticidad, su unicidad –en el sentido más benjaminiano del término–.
Tenía claro, entonces, que no sería la historia de un investigador que alucina con todo lo que encuentra en el camino y cuenta cómo esto afecta su vida: renuncié de un comienzo a narrar mi historia y mostrar el proceso de escritura de la novela. De hecho, decidí borrarme totalmente, optar por la desaparición del autor. Además, tendría que encontrar la forma de dar cabida a todos los antecedentes que me había encontrado en el camino, darles posibilidad de conectarse solos, para que dialoguen entre ellos.
Una mañana, entonces, me desperté con la idea en la cabeza (muchas ideas se me ocurren durmiendo): no tenía que ser un libro, tenía que ser un museo. El catálogo de un museo. Un museo fantasma, sin nombre de curador, sin patrocinadores conocidos. Lo único que se dice es quién construyó el museo: el ingeniero Morel –hijo de Bioy Casares–. Pero a pesar de esta cita literaria –y otras más o menos encubiertas– la idea era no "hacer literatura" sino erigir un lugar donde vida, muerte, arte, historia y literatura fuesen posibles, donde pudieran convivir sin ser subyugadas la una por la otra, sino todas interactuando entre sí, como en la vida.
Y porque me interesa más la vida que la literatura fue que lo hice de ese modo: no importa si cada cien años se publica la misma novela con el mismo nombre, pero sí importa que cada cierto tiempo se repita un genocidio en algún lugar del planeta. Así ocurre: hay horrores que vuelven y vuelven y la memoria o la voluntad no nos alcanzan para prevenirlos.
¿Por qué la pensás como novela, qué de ese género creés que la define y cobija?
Digo novela porque la novela es capaz de absorberlo todo. En una novela podemos encontrar dramaturgia, poesía, cuento, ensayo, fotografía, dibujo, etcétera, pero no al revés. La novela es abarcadora y, aunque esto pueda sonar como algo negativo, es un símbolo inequívoco de la libertad que nos ofrece. Siguiendo esta idea, me era imposible concebir este museo literario –o editorial, si se quiere– como otra cosa: hay recortes de periódico, hay testimonios reales e inventados –monólogos dramáticos–, hay ausencias, hay poemas. Si hubiese decidido hacer un ensayo sobre la Patagonia, no hubiese podido incluir el testimonio ficcional de un colono escocés; y así como me interesa la vida, me interesa también la ficción, porque creo que la ficción y la vida son, en muchos puntos, hermanas gemelas.
Por otra parte, en Chile, o en el exChile de antes del estallido social, había un boom de las novelas autobiográficas y autoficcionales. De un momento a otro aparecieron obras que la crítica literaria Patricia Espinosa llamó muy acertadamente “novelas selfies”, en que lo importante eran las experiencias del autor empírico puestas como base de la ficción. Es algo que, al menos a mí, me aburrió pronto, sobre todo porque ofrecía como base experiencias individuales que no siempre establecían puentes con lo colectivo, lo que es para mí un requisito de toda escritura. La desaparición del autor me servía entonces como un manifiesto silencioso en oposición a esa pose –Molloy dixit–, en muchos casos superflua.
¿Por qué la figura del museo, qué te era útil de ese diseño para contar lo que querías contar?
Más que útil, ese diseño era necesario. No sólo para dar entrada y cabida a diferentes temas, que es lo que decía antes, sino porque tengo una fijación con los lugares desde mi primer libro –Valdivia– y también con la memoria, cuya expresión más vasta es escrita. El lugar tiene una importancia genética, y por lo tanto atávica. En el ADN, que es un texto escrito en el idioma de la perpetuación, los genes se ubican en diferentes “locus”, lugares dentro de la hebra de ADN. Por eso me interesaba crear un lugar, un lugar compuesto, a su vez, de diferentes “locus” que componen la hebra de ADN de lo que es Chile, un país que tiende a perpetuar sus estructuras y repetir sus errores y horrores con mucha “naturalidad”.
Pensé en esto y en que fuese un lugar que me permitiera hablar de todos los temas que me interesan y se conectan en mi cabeza a veces sin explicación lógica. También pensé en que fuese una especie de casa del terror, como en los parques de diversiones. Al respecto valoro mucho un comentario del poeta chileno Andrés Urzúa de la Sotta: “No logro distinguir si es un museo de historia o un museo de artes visuales. O quizá un museo del terror. Lo que sí me queda claro es que tu libro no se lee. A tu libro se ingresa. Y después es difícil salir de él.”
¿La escritura de este libro te hizo viajar? ¿Cómo fueron esos viajes?
Por supuesto. A medida que leía sobre los casos se me hizo imperioso ir hasta allá a “empaparme” del lugar, a ver lo que había y sobre todo a hablar con gente del lugar. En mi segundo viaje fui con un plan más definido de investigación, con una ruta que incluía Tierra del Fuego; esa fue mi primera vez en Porvenir, ciudad a la que en Punta Arenas llamaban “Pormorir”. Al llegar ahí entendí a qué se referían: era un pueblo de muchas casas sólo algunas de las cuales estaban ocupadas; la vida diurna era pobre pero la nocturna era inexistente, no había forma de arrendar un vehículo, los taxis disponibles eran carísimos, algunos restaurantes abusan de los turistas cobrándoles un 20% extra al pagar con tarjeta de crédito extranjera, etc. Por otra parte, visité la casa de Walter Rauff, visité los lugares que recorría, entrevisté a personas que lo conocieron, pregunté mucho, sobre todo. Una cosa curiosa que me pasó fue que, cuando estaba entrevistando a alguien, se quebró con estrépito un ventanal de su biblioteca; eso está consignado en el libro. Es como si nos hubieran penado. Tierra del Fuego un lugar donde lo vivo y lo muerto están en diálogo constante, ves cadáveres de animales en todas partes, guanacos atrapados en las alambradas, disecados en posición de salto; recorres el museo de Porvenir y te das cuenta de que todo se construyó con el sacrificio de muchas personas, animales; es un lugar hostil, duro, donde lees en el diario la historia de un tipo que cuida una estancia y una mañana lo encuentran muerto dormido junto a una muñeca construida con telas y palos de escoba. Una vez en la costanera de Porvenir, viendo el musgo que avanzaba sobre la arena hasta el límite del mar, me pregunté porque lo vivo se esforzaba tanto en manifestarse: mi reflexión fue que la muerte era la dueña de todo y producía vida indiscriminadamente para ganar intereses. Me fui antes de lo planificado porque estar ahí me produjo mucha angustia, necesitaba volver a Punta Arenas.
En otra ocasión tuve la suerte de estar con un amigo, Felipe Rosete, editor mexicano. Nos tocaron los días más largos del año. Veíamos amanecer a las 04:45 am y oscurecer a las 22:30 de la noche. Manejamos mucho, recorrimos gran parte de la Tierra del Fuego. Comprobamos de qué manera uno se sumerge en otro mundo, en lugares donde el ser humano pareciera no tener lugar, incluso no ser bienvenido.
Trabajaste en muchos casos con rumores, con historias orales, testimonios, con narraciones perdidas: ¿cómo fue rastrear esos elementos y cómo fue tu trabajo sobre ellos? ¿Qué te atraía de esos materiales?
Muchos de esos elementos aparecieron solos, presentándose directamente o tomando la forma de los vacíos existentes en historias interconectadas. El rumor en este sentido es interesante, porque se ofrece a llenar esos vacíos muchas veces sin asidero alguno, pero ante la ausencia de una comprobación esos rumores pasan a convertirse en verdades colectivas, verdades que se vuelven historia. El caso de María Behety –esposa de José Menéndez, “rey de la Patagonia”– es un claro ejemplo: me comentaron que era una casquivana que se emborrachaba y bailaba sobre las mesas, pero lo cierto es que la señora usaba una prótesis en una de sus piernas. Como fuente usé a cualquier persona que tuviera una historia o una visión sobre la historia del lugar, y por supuesto debí dejar fuera muchas cosas que por su forma o contenido no encajaban. También busqué libros que abordaban el tema en forma indirecta, como un libro del abogado que llevó el juicio contra Rauff, donde cuenta ese caso y otros más.
¿Cómo pensaste al horror con respecto a la extinción de los pueblos? ¿Por qué te decidiste a ingresar allí? ¿Qué creías que había que contar y por qué? ¿Y cómo creíste que había que contarlo, pero sobre todo cómo creíste que no había que contarlo?
El libro termina con una frase que para mí es una ironía, aunque el autor de esa ironía no soy yo, sino la historia: “Es justicia”. El contexto de la frase es el veredicto del juicio por “Sumario sobre vejámenes inferidos a indígenas de Tierra del Fuego” (1895), mediante el cual se exculpa, previo pago de fianzas, a los colonos acusados de asesinar a sangre fría a un número indeterminado de indígenas selk’nam, finalmente extintos. Esa sola frase remite a uno de los grandes problemas que subsisten en Chile, que es la impunidad para quienes cometen crímenes de lesa humanidad; directamente, para los culpables del genocidio selk’nam, que durante mucho tiempo pasaron a la historia como “prohombres de la Patagonia”; por otra parte Rauff, quien salió libre de polvo y paja a pesar de haber propiciado la muerte de al menos 90.000 personas en las cámaras de gas móviles, y por último, para los civiles y soldados que participaron de torturas, muertes y desapariciones durante la dictadura chilena. Habla de una justicia moldeada por el poder y el dinero, una justicia de sastre para a la medida de unos pocos pero que no sirve para las víctimas y sus familiares. Me atrevería a decir que esta impunidad es un rasgo identitario de mi país, lo que ha hecho que hasta el día de hoy exista mucho descontento, no sólo por los crímenes directos contra la vida humana, sino por crímenes como la colusión de grandes empresas, de políticos corruptos, por una impunidad que no invita a quienes tienen el poder a sentarse a pensar verdaderamente en los otros antes que en sí mismos. He ahí la presencia de un texto de Baudrillard sobre la alteridad, que habla directamente de los fueguinos; nosotros, los chilenos, somos los selk’nam, expuestos a la codicia asesina. Una codicia que no sólo te mata a balazos, sino también en los consultorios, en el día a día de la explotación laboral, en la contaminación de los ríos y el aire, de las condiciones indignas, etcétera.
Por eso creo que no podría haber contado esto como una novela tradicional, con una línea argumental clara, con personajes definidos que representaran tal o cual condición; debía ser este espacio, este lugar lleno de espejos, donde quienes entren puedan reconocerse como víctimas o victimarios, según sea el caso.
¿Por qué el fuego? ¿Por qué la bruma? ¿Cómo pensaste estos elementos naturales, estas fuerzas, con respecto a la memoria?
Para mí el fuego es el gran símbolo de lo humano. Otras especies pueden usar las piedras, la tierra o la madera para construir, el aire para nadar, el agua para existir, pero sólo el ser humano transa con el fuego. El fuego además tiene la misma dualidad del ser humano: puede abrigar y alimentar, como también destruir. Y nuestras vidas, que no son otra cosa que fuegos efímeros condenados a la extinción. El fuego también es luz, un elemento ausente en casi todo el resto del universo. Quienes viven el cotidiano con una mirada horizontal se olvidan de que la noche lo es todo, la oscuridad, y solo tuvimos la inmensa fortuna de aparecer en este lugar porque había luz, una luz capaz de complementar los procesos necesarios para la existencia. Thelonius Monk –citado en Pynchon– lo ha dicho: “Siempre es de noche; si no, no necesitaríamos luz”. Y pocas cosas hay tan tristes como la desaparición del fuego en Tierra del Fuego, de las fogatas que le granjearon el nombre. Ya no hay selk’nam, ya no los habrá, y lo mismo puede pasarnos a nosotros en cualquier momento.
La bruma hace referencia a sí misma, como parte del clima patagónico, pero también al olvido. Otro gran problema de Chile es nuestra mala memoria y el desprecio por esta que muestran algunos sectores, especialmente de la derecha. A comienzos de este año la ministra de educación propuso eliminar Historia como materia obligatoria; curiosamente esta ministra es conocida por haber aparecido en la campaña a favor del Sí a Pinochet en 1988. La memoria provoca cierta incomodidad en algunos sectores, los mismos para quienes las pérdidas de vidas humanas son un mero daño colateral en el camino al progreso, que avanza pisando el pasado sin misericordia. Pero la memoria es la base de la justicia, lo demuestra el hecho de que en todo proceso judicial se presentan testimonios y pruebas –registros– como antecedentes para juzgar. La memoria nos permite crecer y avanzar correctamente, pero pareciera a algunos sólo les importa el beneficio sin pensar en los costos.
¿Cómo pensás este artefacto que emprendiste hace años, imagino, en un momento como este, en el que ciertos horrores parecen estar reeditándose en tu país?
He ahí la hebra de la historia chilena autorreplicándose. Empecé a pensar este libro a mediados de 2016, pero desde ese momento hasta ahora pasaron cosas que sólo han confirmado mi observación de que Chile es un país que repite sus viejas malas costumbres. Un ejemplo muy concreto: cuando escuché la defensa del abogado del ex ministro del Interior, Andrés Chadwick, durante su acusación constitucional de hace unas semanas, se me vino a la mente de inmediato la defensa que el abogado Esmagardo Campaña hizo en 1895 de los colonos acusados por el asesinato de indígenas. La defensa de Campaña está casi íntegra en el libro, como un viejo recuerdo, pero los modos y los argumentos del abogado de Chadwick me parecían a ratos un eco de esta defensa. La impunidad de los esbirros también: el viernes pasado un auto policial aplastó contra otro a un manifestante, pero la pena para el policía conductor fue de firma mensual, es decir, nada. Hasta la fecha hay personas fallecidas, sin nadie que se haga responsable, así mismo hay dos personas ciegas y cientos de personas que han perdido un ojo, pero a lo mucho, dos nombres de responsables.
Sin embargo, el caso más terrible para mí, y que revivió los testimonios de quienes veían a indígenas selk’nam azotarse la cabeza contra el suelo cuando les quitaban a sus hijos en la lejana Punta Arenas, fue el de Joane Florvil, una inmigrante haitiana que en 2017 fue arrestada y separada de su hija por un incidente en el que ella resultó ser la víctima; la barrera lingüística le impidió explicar y entender lo que sucedía, por lo que fue encerrada en un calabozo donde, a causa de la desesperación, comenzó a azotarse contra las paredes hasta provocarse un daño que la llevó a la muerte. Con esto quiero decir que los horrores contenidos en “el museo” no son exclusivos de épocas excepcionales en Chile, son tristemente cotidianos.
Acaban de realizar una fecha de la Furia, tuvieron que acortar su duración, ¿cómo pensar esta feria en el contexto del Chile actual? ¿Por qué decidieron hacerla de todos modos, aun con el riesgo que implicaba? ¿Qué valor tiene la Furia, por qué de hecho lleva ese nombre y cómo se resignifica a la luz de los nuevos acontecimientos?
Desde agosto de este año trabajo en la editorial de mi universidad, la Universidad de Santiago de Chile, por lo cual no tuve más que un rol de consejero o acompañante de lo que fue La Furia del Libro de este año. Pero me consta que se pensó suspenderla, básicamente porque ante todo lo que estaba pasando en Chile, un evento literario no podía ser más que algo superfluo. Por otra parte, el presidente resolvió cancelar rápidamente dos eventos importantes que se harían en el país en los meses siguientes, como la APEC y la COP25, lo que se leyó de inmediato como una renuncia del ejecutivo a resolver en el corto plazo la situación en el país. Se suspendieron también otros eventos, como la Teletón, y en el ámbito del libro, la FILSA (Feria Internacional del Libro de Santiago). Pero la Furia no es nada de eso. Es un evento que nació para dar cabida a quienes no la tenían, a editoriales que por lo demás desde sus catálogos estaban proponiendo temas que el estado y el mainstream no querían asumir. Por eso lo consecuente era ampliar esa actitud hasta ofrecer un espacio de encuentro para quienes han puesto sobre la mesa los rasgos del nuevo Chile y las demandas que se exigen para devolver la dignidad a la ciudadanía. Se habló de Constitución feminista, de Constitución y pueblos originarios, del arte como brazo armado de la movilización –hecho maravilloso que da pie para escribir miles de páginas–, de violencia estatal, de derechos sobre el agua, de temas que van más allá de lo literario, pero son la base de todo lo que tiene que empezar a estar presente –y lo estará seguro– en las nuevas escrituras. La historia de las revoluciones que han logrado transformar sociedades está llena de escritores, tipógrafos, editores e impresores que han promovido la discusión y el conocimiento de las personas, en la búsqueda de respuestas para alcanzar mejores condiciones de vida. En ese sentido creo que la decisión del equipo organizador y su director, el escritor y editor Simón Ergas, de realizar contra viento y marea La Furia del Libro, fue la más adecuada. No hacerla hubiese sido un error tremendo.
¿Qué lugar tiene el libro en un país en llamas?
Es difícil responder esta pregunta siendo el autor, porque no puedo decir otra cosa que la aparición del libro este año, además de su construcción y contenido, no pueden estar más acorde a lo que ha pasado en estos meses.Antes dije que me había llamado la atención de que Walter Rauff hubiese sido “protegido” en tres gobiernos diferentes: Alessandri, Allende y Pinochet. Allende y Pinochet son personajes que no necesitan presentación, pero la figura de Jorge Alessandri –hijo de uno de los presidentes más sanguinarios que hemos tenido– es mucho menos conocida. Alessandri hijo fue presidente entre 1958 y 1964; pero más tarde, a fines de los setenta, colaboró con la dictadura militar y fue, de hecho, uno de los redactores de la Constitución de Chile de 1980, base de la economía social de mercado imperante en el país, y cuyo eventual reemplazo ha sido una de las respuestas que ha tenido la movilización social. Alessandri fue, por otra parte, el mentor de Jaime Guzmán, estrecho colaborador de Pinochet que por muchos es considerado como el verdadero cerebro de la dictadura. Cabe destacar que fue durante el gobierno de Alessandri que el caso Rauff salió a la luz y bajo su mandato se realizó el bullado juicio cuyo resultado prácticamente ató de manos a Allende para impedir extraditarlo. Esto demuestra cómo la impunidad y sus defensores aparecen una y otra vez operando desde las sombras más siniestras, y cómo, por otra parte, cobra relevancia que estos personajes sean cuestionados y reaparezcan a la luz pública incluso décadas después de sus muertes, como autores secretos y nocivos de nuestra historia.
En una página del museo, existe un espacio en blanco destinado para “Horrores futuros”, a sabiendas de que Chile tiende a repetir su historia. Lo que no esperé, es que estos horrores serían de un futuro tan inmediato. La base del presente es la memoria, y en la medida que olvidemos, estamos imposibilitados de construir un futuro saludable. Alguien que entendió perfectamente esto fue Patricia Espinosa, crítica a quien mencioné más arriba; termina su reseña diciendo que el libro va más allá de la preservación y la posteridad, “obligándonos a preguntarnos ahora por nuestros olvidos y los posibles ‘horrores futuros’”. Pensé este libro como un lugar, pero con el deseo de que este lugar horroroso, esta estructura a través de la cual circula la historia y sus personajes, desaparezca. Por eso quise que se tratara de lugar desaparecido, incendiado, como se señala al principio del libro. Me encantaría creer que esa decisión de hacer desaparecer de la faz de la tierra este museo fue una suerte de conjuro, uno que ha dado resultado, porque la sociedad de hoy parece no ser tan indiferente como la de ayer ante los atropellos a los derechos humanos y el genocidio selk’nam. Pero tengo claro que la oscuridad del universo es mayor, y que nuestra luz es efímera. Por lo mismo avanzo con cuidado, sin celebrar nada, pero lleno de esperanzas de que algún día mi libro quede obsoleto y haga referencia a una realidad que empezó a diluirse pocos meses después de su publicación.