¿Leer el libro antes de ver la película o al revés?
Una novela de Thomas Pynchon llevada al cine
Jueves 22 de marzo de 2018
Matías Moscardi leyó, años después de ver la película, la novela que le sirvió de base a Vicio propio. "Creo haber comprendido por qué no me gustó, en su momento, la película: lo que se puede filmar de una novela, su condición «cinematográfica», no siempre es equivalente a su fuerza literaria". Sobre los cruces papel a pantalla.
Por Matías Moscardi.
¿Cómo filmar el ritmo de una frase, la puntuación que define el estilo de un escritor, los adjetivos que usa? Quizás, por eso, las novelas que, tarde o temprano, desembocan en la pantalla grande, en el fondo, están enhebradas por el fino hilo de una historia sencilla, cuando no se inscriben, directamente, en algún género literario más o menos reconocible. Es el caso de Inherent Vice (2009), novela de Thomas Pynchon llevada al cine por Paul Thomas Anderson (2014) en una película que, casi, no tiene extras: Joaquin Phoenix, Owen Wilson, Josh Brolin, Benicio del Toro y Reese Witherspoon, son sólo algunas de las muchas estrellas de Hollywood que forman parte del elenco.
Cometí un error: vi la película antes de leer la novela. Cuando salí del cine, ya hace varios años, el día del estreno, recuerdo que la película me pareció aburridísima. Esta semana terminé de leer la novela y creo haber comprendido por qué no me gustó, en su momento, la película: lo que se puede filmar de una novela, su condición «cinematográfica», no siempre es equivalente a su fuerza literaria. Se pueden representar visualmente proyecciones descriptivas, escenarios, aspectos estéticos, ropa de los personajes, sucesión de acontecimientos, incluso mostrar las resoluciones narrativas de la trama. Sin embargo, una buena definición del «estilo» de un escritor podría ser la siguiente: «el estilo es la parte de la escritura que no se puede filmar».
Son pocos los escritores que tienen un verdadero oído pulido para los diálogos: Capote, Salinger, Fitzgerald, escriben diálogos magistrales. En la literatura argentina, por ejemplo, Saer es el mejor escritor de los meandros vuelteros de la oralidad: pero es un escritor de voces, antes que de diálogos. Onetti, por su parte, es un obsesivo a la hora de detectar el gesto mínimo de las conversaciones –una mueca, el arqueo de una ceja, el movimiento de una mano que se acomoda el pelo–, lo que los personajes no pronuncian pero que sus cuerpos, sin embargo, se encargan de inscribir en el orden mudo del sentido. Quizás Arlt tenga los mejores diálogos de la literatura argentina («Rajá, turrito, rajá»). No es casual que su escritura se haya entrenado en el gimnasio de Dostoievski, otro gran escritor de diálogos memorables. El diálogo, como sea, requiere el manejo de eso que Bajtin, a propósito de su clásica lectura de la poética de Dostoievski, llamaba «polifonía»: la habilidad de orquestar las voces de cada personaje de manera contrapuntística, un verdadero ejercicio de ventrilocuismo textual. Pynchon es, precisamente, un escritor de diálogos. Inherent Vice tiene pocos pasajes de prosa, en comparación con las extensas y colgadas conversaciones que marcan el ritmo de latido marítimo que tiene la novela. La apoyatura de la película es, no obstante, estética: encuadres perfectos, escenarios impecables, vestuario increíble. De los diálogos queda su exoesqueleto básico, lo necesario para entender la trama. Los diálogos de la novela son, al revés, excesivos: divagaciones delirantes que pueden desembocar en la historia de un tipo que creía que Jesús fue el primer surfer.
El argumento es clásico, chandleriano: estamos en Gordita Beach, California, 1970. Larry «Doc» Sportello, un detective privado, ve entrar a su Ex por la puerta de su casa. Shasta Fey –es su nombre– le cuenta la historia de su nuevo amante, Mickey Wolffman, un multimillonario dedicado a los bienes raíces, con una fortuna codiciada por muchos, entre ellos su esposa y su amante. Al poco tiempo de este encuentro, Wolffman y Shasta desaparecen. Así, lo que en principio estaba afinado en la sintonía del policial, se transforma rápidamente en una versión posmoderna de la Divina Comedia: Sportello es, como Dante, un extraviado en el infierno en busca de su Beatriz.
Mark Fisher apunta una nota interesante con respecto a los policiales y las películas de mafiosos en la era del Capital. En Fuego contra fuego (Michael Mann, 1995), Robert De Niro dice: «no te comprometas con nada que no puedas sacarte de encima en treinta segundos si ves que la cosa viene mal doblando la esquina». Fisher reflexiona que, si comparamos este enunciado con el algoritmo basal de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972), notamos de inmediato que el crimen organizado en torno de clanes y familias se ha transformado y descentralizado con el avance del capitalismo. Algo de esto sucede en Vicio propio: no encontraremos el purismo de las causalidades, silogismos racionales encadenados por una lógica férrea. Nada de eso. En el universo de Pynchon todo se encuentra relacionado: una tabla de ouija puede dictarte el número de un dealer, un saxofonista de una banda de surf-rock puede ser un agente encubierto antisubversivo a sueldo, el tráfico de heroína está relacionado con la odontología –la heroína consume el calcio del cuerpo y esto hace que pronto se caigan los dientes, lo cual conduce a la adquisición de sobrias prótesis dentales–, las clínicas psiquiátricas parecen templos New Age, y así desfilan personajes de todo tipo: judíos que quieren ser nazis, músicos estrambóticos, míticos surfers católicos, abogados obsesivos, hippies reconvertidos en agentes del FBI, policías corruptos que parecen cantantes de música disco.
La investigación, entonces, es a la vez afectiva y política, económica y amorosa. Como decía, la columna vertebral de todo este embrollo de niveles heterogéneos son los diálogos: ahí está el lugar del género policial. Ya no en la pista material, en la inteligencia de encadenar causas y efectos, sino en la habilidad para hablar con las personas. Eso es un detective: un sujeto parlante. En este sentido, tengo una mala noticia: la única traducción disponible, en la edición de TusQuets, está minada de expresiones como «llorica», «pillar», «guay», «chachi», «poli», «follar», «joder», «tío», lo cual habla de un criterio de traducción hiperlocalizado que puede resultar molesto e, incluso, por momentos, realmente desconcertante: ¿qué significa «chachi»? Por otro lado, una traducción que atiende a un perímetro de circulación tan acotado como el propio país –en este caso: España– hace perder la posibilidad de volver audible, en castellano, las lenguas que hablan los personajes de Pynchon.
Ahora bien, se sabe que Pynchon es un autor esquivo, fantasmal, recluido: no da entrevistas, no se deja sacar fotos. Entonces: ¿cómo hace para crear, en sus novelas kilométricas, tantos personajes, tantas situaciones, encerrado, evitando la vida social? Su aislamiento hace que el origen de sus novelas y su capacidad compositiva sean aún más misteriosos: una materia prima de tintes míticos. Se sabe: el contacto social con el mundo puede ser una forma de activar la máquina creativa. Tal es el estandarte de un escritor como Chuck Palahniuk. Pero cuando ese contacto se encuentra programáticamente negado ¿qué queda, además de los remotos recuerdos personales, la vaga acústica reverberante del idioma de los otros? ¿De dónde brota la fuente de una imaginación tan precisa, casi informática, tan proliferante en detalles ínfimos, que parecen producto de la más fina atención? Leer a Pynchon –sobre todo esta novela costera, de ciudad balnearia– es como mirar por mucho tiempo el mar: en un momento nos acostumbramos a su imponente belleza, aunque no tengamos ni la más mínima pista de cómo se produce.