Una primavera en Mallorca
Por Esteban Feune de Colombi
Jueves 18 de marzo de 2021
"El 13 de febrero de 1839 el músico, la escritora y sus dos hijos dejaron Mallorca. Lo hicieron junto a una piara de chanchos en un compartimento inmundo del que no podían salir por temor a un contagio". Tomado de Creo en la historia de mis pasos, un extracto de la novedad de Seix Barral.
Por Esteban Feune de Colombi. Foto de Toto Pons.
Se conocieron a fines de octubre de 1836 en París, invitados por Franz Liszt y Marie d’Agoult a un ágape en el Hôtel de France. Ella fue acompañada por sus hijos, Maurice y Solange; él fue acompañado por su amigo Ferdinand Hiller. Cuando Liszt los presentó, ella le susurró a Madame Marliani, su íntima y confesora: «Ese señor Chopin, ¿es una niña?». Él le comentó a Hiller saliendo del hotel: «Qué antipática esa Sand, ¿es una mujer?».
Al poco tiempo formaron una de las parejas más sonadas y modernas de Europa. Ella francesa, Amandine Aurore Lucile Dupin, baronesa de Dudevant (1804-1876), a.k.a. George Sand; él polaco, Fryderyk Franciszek Szopen (1810-1849), a.k.a. Frédéric Chopin, o Chopin tout court. En orden cronológico, ella venía de divorciarse del arruinado barón Casimir de Dudevant, de un trunco idilio con Merimée, de pasar a llamarse y vestirse como un hombre y de ser la amante veneciana de Alfred de Musset, quien le dedicó su libro Confesion de un hijo del siglo.
En orden cronológico, él venía de abandonar para siempre Varsovia, de cambiar Viena por París, de descubrir a Bach, de hacerse famoso, de pensar en suicidarse, de pedir sin éxito la mano de Maria Wodzinska (la madre había dicho que sí, pero el padre se negó arguyendo: «Si por lo menos él tuviese mejor salud y un poco más de ambición… sin embargo, se pesca una gripe por cualquier corriente de aire que le pasa por la espalda y le horrorizan los conciertos»).
Ya juntos y mudados a casas contiguas, en el frígido satélite de Sand & Chopin —se duda de sus acrobacias amatorias y ella solía declarar que tenía, contándolo a él, tres hijos en vez de dos— orbitaban Delacroix, Heine, Bellini, Hugo, Berlioz, Verne, Balzac y Flaubert, nada menos.
Un buen día a Sand le sugirieron que viajara a Mallorca con su hijo Maurice, que sufría ataques reumáticos, para evitar el crudo invierno parisiense. Al quebradizo
Chopin, que ya padecía síntomas de una enfermedad respiratoria sin diagnóstico, el doctor Pierre Gaubert le explicó que no era mala idea rodearse de un clima mediterráneo y anónimo. De modo que armaron los petates y, sumando a Solange, la otra hija de la novelista con aquel aristocrático venido a menos, marcharon a la mayor de las islas Baleares, aunque por separado.
Invitado por la asociación cultural Can Timoner para participar de una residencia artística en el pueblo de Santanyi, al sureste de la isla, yo también viajo a Mallorca, pero lo hago ciento ochenta años más tarde y en primavera. En el aeropuerto de Barcelona abordo con mi carry on un Airbus 320 que veinticinco minutos después aterriza, orondo y sin mosquearse, en Palma. Bajo del avión, esquivo a hordas de jóvenes escorados que vienen a festejar despedidas de solteros y al rato estoy al volante de un Nissan Micra que alquilé por dos euros al día. Activo el mapa del teléfono, en una hora desensillo en el que será mi hogar por un mes.
En el caso de Chopin, Sand e hijos, luego de una extenuante travesía en barcos y carruajes se dieron cita en Port-Vendres, una localidad del sur de Francia. Desde allí viajaron en un vapor hasta la ciudad condal, desde donde, repletos de baúles pero sin piano, zarparon hacia Palma a bordo de El Mallorquín. Tocaron tierra el 8 de noviembre de 1838. Hay un grabado que muestra al paquebote entrando en la bahía, un poco como lo hacen hoy los cruceros atestados de turistas, en su mayoría jubilados ingleses y alemanes blancos leche.
La historia cuenta —una buena parte de lo que la historia cuenta es vagamente postizo, vagamente lábil; o sea que muchas veces la historia cuenta lo que se le antoja— que los dos primeros días se alojaron en un hostal sobre el nervioso Carrer de la Mar, pero renunciaron al infierno céntrico en busca de sosiego.
En modo detectivesco recorro esa callecita sombría ida y vuelta, ida y vuelta, y tardo en descubrir la placa que, dos siglos después del nacimiento del compositor, rememora la estadía del cuarteto que pasó noventaiocho días en la isla. La placa aparece en un rincón alto, óptimo para basquetbolistas, pegado al arco de Carrer dels Apuntadors: casi inhallable, como si las autoridades no hubieran deseado homenajear del todo a los homenajeados o se avergonzaran ligeramente de ellos.
En aquella época estaba mal visto que la gente tuviera hijos sin haberse casado. Quizá por eso se les complicó a los novios encontrar una morada. Recuerden: ella se llamaba como un hombre, vestía con levita y galera, fumaba puros y era seis años (treintaicuatro) mayor que él (veintiocho). Los auxilió unos días el cónsul francés, Louis-Édouard Gauttier d’Arc, hasta que alquilaron Son Vent, una finca en las afueras de la ciudad. También recorro las inmediaciones del caserón, ubicado a mitad de camino sobre la angosta ruta que va de Establiments a Puigpunyent.
Hablo con un viejo de overol y bigotín que gobierna un tractor junto a fardos recién enrollados. Ronronea un mallorquín sibilino que se acopla al motor del John Deere. Indago a un jardinero ecuatoriano frente a un terreno baldío forrado de amapolas silvestres: que estoy equivocado, que «esa persona no vivió aquí». Ante mi insistencia señala a una mujer compacta que trota hacia la parada del colectivo. La encaro. Responde a mis preguntas con pocas pulgas, enfocando una curva fantasmal, y no le agrada que le converse a través de la ventanilla del auto. Me cuenta que la casa es privada. Le digo que no importa, que me gustaría ver la fachada. Insiste: «Es que no va a ver nada». Y que me mueva, que ahí viene el autobús y se lo estoy tapando.
Sigo la pesquisa tozudamente. Al cabo de varios rodeos doy con un cartel que indica la entrada a Son Vent por un estrecho pasaje que muere en una reja tomada por malezas. En su momento leí que un suizo había comprado la propiedad que ahora parece, a lo lejos, olvidada. La intuición me hace googlear. Encuentro el anuncio de su venta. El atardecer se demora detrás de un monte. Llamo al teléfono que figura, pero nadie atiende. Intento comunicarme un par de veces más durante mi residencia. Nada. Visitaría el palacete «del viento», le preguntaría al vendedor si vio al fantasma. Cuando me pregunte «¿qué fantasma?», le referiría la leyenda del espectro de Chopin, que tose cuando llueve.
La señora tenía razón, no se ve nada. Es una mansión construida en un terreno elevado e inaccesible. El polaco y compañía vivieron acá durante tres semanas muy agradables. Correteando por la comarca campestre se dieron cuenta de que por fin el enredoso periplo cobraba sentido. Estaban todos felices. Eso queda clarísimo en las primeras páginas de Un invierno en Mallorca, la larga crónica que Sand escribió de su experiencia insular y en la que jamás nombra a su consorte, al que a menudo disimula bajo eufemismos como «nuestro inválido», «el enfermo», «uno de nosotros». Dice: «Era la quinta de un rico burgués situada en un lugar alegre, al pie de montañas de fértiles laderas, en el fondo de un rico valle».
La cosa empezó a pudrirse cuando se desató el mal tiempo. De paredes finas, braseros asfixiantes y sin chimenea, la casa les pesaba «como un manto de hielo». Escribe la friolenta Sand, cuyo relato pasa en volandas del amor al odio por los mallorquines hasta devenir en feroz diatriba: «La lluvia chorreaba en nuestros mal cerrados dormitorios y uno de nosotros cayó enfermo; de una complexión delicada y sufriendo una gran irritación de la laringe, experimentó bien pronto los efectos de la humedad».
A contramano del diagnóstico de su mujer, tres médicos decretaron que Chopin tenía tuberculosis. En una carta el músico escribió: «El primero dijo que me iba a morir, el segundo que me estaba muriendo, el tercero que ya me había muerto». La noticia llegó a oídos de Gómez, el dueño de Son Vent, que los puso de patitas en la calle y enseguida desinfectó su propiedad blanqueándola a la cal y cobrándoles el trabajo.
Cuando los locales ya los miraban como perros verdes, pávidos ante un posible contagio (al ver a Chopin había quienes se persignaban, reviviendo las temibles escenas de la peste bubónica que los asoló en 1820), la cronista agrega: «A partir de entonces los habitantes del lugar nos observaban con horror. Estaban convencidos de que teníamos consunción y eso, de acuerdo con la experiencia de los españoles y la epidemia, es sinónimo de plaga».
El generoso cónsul volvió a hospedarlos transitoriamente. Una vez que consiguieron una estufa de hierro, el 15 de diciembre se instalaron en la cartuja de Valldemossa, que fue, hasta el 11 de febrero del año siguiente, su domicilio más estable. Edificado en la magnífica sierra Tramontana, el conjunto arquitectónico comprende una capilla neoclásica y un palacio que albergó al rey Sancho I. A principios del siglo XV, el monarca Martín el Humano cedió todas las posesiones reales a unos frailes de clausura que fundaron la cartuja transformando la plaza de armas en claustro, la despensa en sacristía, la prisión en comedor, la cocina en iglesia y cinco salones en celdas. La habitaron hasta 1835, cuando pasó a manos privadas por la desamortización.
Con viento a favor, George y Frédéric tardaban seis horas en cubrir los veinte kilómetros entre Palma y Valldemossa. Lo hacían en birlocho, un carruaje ligero y sin cubierta, de cuatro ruedas y cuatro asientos, abierto por los costados, sin portezuelas. A mí me lleva apenas unos minutos en auto desde Deyá, ligero excursus en mi rodada. Acá se instaló Robert Graves porque buscaba «un lugar donde un pueblo todavía es un pueblo y donde un arado tirado por caballerizas no es aún un anacronismo». El escritor de Yo, Claudio está enterrado en un sitio mágico (mágico si a los muertos les importa el paisaje y en especial si se apellidan «tumbas»). Graves es a Mallorca lo que Bowles a Tánger, y conste que ambos se instalaron en puntos recónditos del mapa de la época por recomendación de Gertrude Stein. Ella se lo había advertido a Graves en la Alta Saboya: «Mallorca es el paraíso, si puedes resistirlo».
Voy silbando bajito, admirando la calima que mancha el horizonte sobre el lapislázuli del mar esfumado, los olivares aterrazados, la campana de una cerda. Estamos en «s’horabaixa», la «hora baja» mallorquina, predictiva de la morosidad que tanto enervó a Amandine Aurore Lucile y que nadie, por más que pregunto y pregunto, me termina de explicar cuándo empieza, cuándo termina.
Preocupada por el estado alarmante de Chopin, Sand alquiló la celda cuatro, formada por un par de habitaciones amuebladas, con miras a un jardín adorable en el que reina un naranjo. Acá estoy. Se trata de un pequeño museo con fotos, cuadros, objetos, cartas, partituras y hasta la escabrosa réplica en yeso de la mano izquierda del genio. No veo a nadie además de Margarita, la cuidadora, que confiesa: «Gracias a la virgen no se me ha aparecido el espíritu de Chopin». Me cuenta que frente a las teclas del Pleyel vertical número 6668 suelen llorar muchos visitantes polacos «porque para ellos él es como un Dios». Cuántas evocaciones religiosas, Margarita.
Sin salir de la celda, bajo el efecto de lluvias torrenciales y casi moribundo, Chopin se entretenía con la partitura de «El clave bien temperado», de su amado Bach. Sand anota: «El estado de nuestro inválido empeora día tras día, nos sentimos prisioneros, privados de toda ayuda y de toda simpatía, y la muerte parece suspendida sobre nuestras cabezas». El músico recién acarició el Pleyel el 9 de enero luego de que su compañera fuera dos veces a la aduana para negociar su liberación, cuyos pormenores son desopilantes, llegando a sugerir, ya harta de tanta gestión burocrática, que lo tiren a las olas, acto considerado vandálico e ilegal por las autoridades.
Arrancó un mes de trabajo febril, al tiempo que Sand y los retoños se las rebuscaban para conseguir víveres en un entorno opresivo, salvo por una cabra adusta y una adolescente de aspecto feérico llamada Perica. En este recinto sombrío uno de los más talentosos pianistas de la historia terminó de componer sus veinticuatro preludios, un género «menor» que renovó radicalmente y que sacudió a críticos y colegas contemporáneos. «Bestias idiosincrásicas», me puso en un mail Marcin Masecki, un pianista polaco amigo mío, siguiendo a Baudelaire: «Esa música ligera, apasionada, se asemeja a un brillante pájaro que sobrevuela los horrores del abismo».
Salgo de la cartuja, cruzo la plaza. Por un jardín en el que señorea un algarrobo llego raspando al último concierto chopiniano del pianista Carlos Bonnin, que ofrece seis por día, excepto fines de semana. La sala de sillas rojas está semivacía. Del público ceremonioso sobresale un puñado de japoneses con la propina lista en la mano, rollitos de euros ansiosos esperando el silencio del Yamaha para intervenir.
Al término de los dos valses, la polonesa y el nocturno, el hombre de impecable saco negro me cuenta que toca aquí desde hace veinticinco años, que empezó cuando tenía diecinueve, que siente la presencia de Chopin sobre todo en invierno, que le gusta la melancolía y la tristeza que emana de sus obras, que tiene fascinación por los preludios, que los mallorquines eran reacios a lo nuevo y por eso rechazaban la presencia del disruptivo dueto, que vive en las montañas, que llegó a hacer once conciertos a diario, que el aforo es de doscientos espectadores, que a veces toca no del todo bien y eso genera un largo aplauso y que a veces pasa lo contrario. Apurado porque lo esperan en el Conservatorio, donde da clases, se despide conjeturando: «Debo ser un récord Guinness… el músico que más horas de Chopin toca por año».
De vuelta a Santanyi —una amiga activista, nacida y criada, lo bautizó «Satán-yi»: no hacen falta explicaciones—, se me da por rumiar cuánto queda de la isla virgen, pacata, que vivieron Sand y Chopin. Si no consideramos la procrastinación isleña, su humor receloso y la tradición de la sobrasada (que incluye la matanza del cerdo, extrañas costumbres como llenar en familia un pedazo de tripa con carne triturada y una habitación en las casas para almacenar los embutidos), acaso muy poco. Funcional al consumismo desaforado, el turismo inunda, trastoca, pisotea, desalma, encarece y «convierte lo que toca con su varita ordinaria en un parque temático», como me dijo Ana, la florista que cambió Barcelona por este pueblo.
No digo que antes todo fuera mejor; de hecho, no lo siento así. Nomás estoy constatando, sopesando la forma de una realidad con la forma de otra realidad. Sin embargo, han asfaltado y señalizado cada esquina de la aldea más ignota, han colgado carteles delirantes donde se lee «hablamos castellano» y ya quedan pocos resquicios para salirse del surco (uno me fue generosamente mostrado: tuve que jurar que no develaría el secreto). Siempre está la mano del hombre plantando bandera, diciendo «hasta acá llegué, voy por más» y convirtiendo en negocio lo que sea, una gruta cualquiera frente al mar o una insípida colina.
El 13 de febrero de 1839 el músico, la escritora y sus dos hijos dejaron Mallorca. Lo hicieron junto a una piara de chanchos en un compartimento inmundo del que no podían salir por temor a un contagio. Curioso que nadie pensara cómo habían hecho ella y los niños para no enfermarse, ¿no? Se rumorea que el polaco pisó el puerto barcelonés escupiendo sangre, al borde de la muerte. En tierra firme saludaron al cónsul que tanto los había ayudado y saltaron de alegría al grito de «¡Vive la France!». Escribe Sand: «Nos parecía abandonar los salvajes de la Polinesia por el mundo civilizado».
Uno de los suspiros finales del libro Un invierno en Mallorca es el último de esta primavera en Mallorca, que toca su fin: «Y la moral de esta narración, tal vez pueril, pero sincera, es que el hombre no se hizo para vivir con los árboles, con las piedras, con el cielo puro, con el mar azul, con las flores y las montañas sino más bien con los hombres, sus semejantes».
