Arrojados a la ley
Miércoles 06 de junio de 2012
Valeria Tentoni inicia una serie de artículos sobre literatura y derecho. En esta nota inicial aborda la relación entre El Proceso, de Franz Kafka, y Bartleby, el escribiente, de Herman Melville.
Por Valeria Tentoni.
El jurista Carlos Nino dice: «El derecho, como el aire, está en todas partes»[1]. Lo mismo podría predicarse de la literatura.
El sistema judicial es también un sistema de lenguaje. Claudio Martyniuk explica que «el lenguaje estructura un orden» y que «el orden se moviliza por ficciones»[2]. Este lenguaje está compuesto por innumerables fórmulas que, no pocas veces, por incomprensibles y oscuras se vuelven algo así como mágicas. El sujeto-víctima queda ante ellas sin comprender del todo cómo producen su efecto, cómo podría manipularlas a su favor, qué le permiten o a qué lo condenan. Entonces, llama al abogado: ese brujo decodificador.
Franz Kafka recibió el título de Doctor en Derecho por la Universidad Alemana de Praga en 1906, pero ejerció apenas unos años. En su novela, Josep K amanece en El Proceso: es arrojado a la ley directamente desde la inocencia de su sueño.
La existencia de las personas, según nuestro Código Civil, comienza «desde la concepción en el seno materno (…) y antes de su nacimiento pueden adquirir algunos derechos, como si ya hubiesen nacido». También el nonato es un ser forzosamente incorporado al sistema. Si pensamos en el sueño como en un regreso al útero, no sería casual que el proceso se inicie en el día del cumpleaños de K: en la celebración número treinta de su nacimiento. Todavía en pijama y sin desayunar, es sorprendido en su habitación por un hombre vistiendo un traje negro que «disponía de varios pliegues, bolsillos, hebillas, botones y de un cinturón; todo parecía muy práctico, aunque no se supiese muy bien para qué podría servir».
Como Gregorio Samsa, K también se despierta convertido en un monstruoso insecto: una mosca que intenta escapar con las patitas rotas del papel encolado. Ni siquiera sabe de qué se lo acusa, pero recibe el mismo desprecio que se le reserva a los culpables. K, sin embargo, habla demasiado. A diferencia de Bartleby, que se ajusta a una única línea desde la que resiste, el alegato del gerente bancario responde más de lo que se le pregunta. Termina por ofrecerse, voluntariamente, a las fauces de esa justicia exorbitada. «A confesión de parte, relevo de pruebas», se dice en los estrados. Agazapada, la ley lo espera en todas partes. El acusado terminará por levantar con sus propias manos las paredes del laberinto procesal. Su vida se habrá convertido en un ominoso panóptico y el tribunal, como el centinela, se mantendrá invisible para que el efecto de su control se multiplique.
Borges prologa a Melville advirtiendo que «la obra de Kafka proyecta sobre Bartleby una curiosa luz ulterior». Bartleby, el escribiente avanza en la voz de un abogado, a cuyo estudio jurídico llega un nuevo copista. El abogado (que pertenece a «una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia») lo describe diciendo: «Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable». El jefe queda perplejo ante el preferiría no hacerlo de Bartleby: esa confusión también lo impulsa, como a K, a realizar acciones inútiles y ridículas.
Gilles Deleuze analiza la fórmula del escribiente en un ensayo delicioso[3]. Bartleby se pronuncia una y otra vez desde una laguna del lenguaje que «a pesar de su construcción normal, suena como una anomalía». «Bartleby no rehúsa, rechaza solamente una no-preferencia» e «introduce la imposibilidad». Según Deleuze, puede ser que la fórmula de Bartleby «abra en la lengua una suerte de lengua extranjera». El (simpático) primer delito del escribiente será, entonces, el de abuso del lenguaje.
La operación del copista, sin embargo, lo salva sólo momentáneamente. No alcanza por resultado eso que a K se le ofreció como posibilidad en El Proceso: la prórroga indefinida. Cuando el abogado lo abandona a su suerte, el sistema se encarga de castigarlo por su comisión por omisión.
Bartleby encuentra, ya en la cárcel, su muerte. Como explica Block –el defendido diligente del abogado de K–: «Para el sospechoso es mejor moverse que sentarse, pues el que se cansa puede hacerlo, sin saberlo, sobre una balanza y ser pesado según sus pecados».
El Derecho –esa forma ritual de la guerra, para Foucault[4]– coerciona al sujeto por intermedio del lenguaje. El Derecho se pronuncia en una lengua foránea, inaccesible, que condena la excesiva literatura de quienes preferirían el afuera.
[1] NINO, Carlos Santiago: Introducción al análisis del derecho, Editorial Astrea, Colección Filosofía y Derecho, Buenos Aires, 2001. Pág. 1.
[2] MARTYNIUK, Claudio: Jirones de piel, ágape insumiso. Estética, epistemología y normatividad, Prometeo, Buenos Aires, 2011. Pág. 13.
[3] DELEUZE, Gilles: La literatura y la vida, edición preparada por Silvio Mattoni, Alción Editora, Córdoba, 2006. Pág. 23.
[4] FOUCAULT, Michel: La verdad y las formas jurídicas, Editorial Gedisa, Barcelona, 2003. Pág. 69.
