“Me resulta atractivo buscar la literatura fuera de la literatura”
Diego Vecchio, finalista del Premio Herralde
Lunes 19 de marzo de 2018
Con su novela, La extinción de las especies (Anagrama), Vecchio resultó único finalista del premio Herralde el año pasado. "Tal vez el trabajo que hice en este libro y en otros es tomar el estereotipo para hacerlo estallar y configurar otra cosa", le dijo a Gonzalo León en esta entrevista.
Por Gonzalo León.
Diego Vecchio (1969) vive desde principios de los 90 en París y el año pasado resultó único finalista del Premio Herralde con su novela La extinción de las especies (Anagrama), un singular texto que arranca con la historia de la fundación del Instituto Smithsoniano en Estados Unidos, y que continúa en una disparatada historia en torno a los museos y a las ficciones que se originan en torno a ellos, en especial a los museos de historia natural donde se narra la historia de la vida, de la humanidad, de teorías científicas. Un papel importante ocupa el narrador, que va cambiando de registro: por momentos es científico, por otros momentos se ubica en el plano de lo pop o incluso de la infidencia o del rumor.
No resulta fácil clasificar La extinción de las especies, salvo diciendo que es un libro innecesario. Como todo buen texto, no es un artículo de primera necesidad, sino algo que perfectamente podríamos dejar de comprar y nada pasaría, salvo privarnos de una novela bien diseñada, con personajes al límite de la extinción, porque el verdadero personaje –en el plano simbólico, se entiende– es el museo o el Instituto Smithsoniano. Y la gran intriga, cómo la historia natural puede volverse historia de una novela.
Se ha escrito mucho de los museos, desde el papel que deberían ocupar, o cómo acercarlos a la gente y al arte (más) contemporáneo, pero siempre desde las artes visuales. ¿Cuál es la relación en tu caso con los museos y cómo abordaste los museos como tema literario?
En primer lugar escribí sobre los museos no como un especialista en museos de historia natural o de arte, sino como escritor y en segundo lugar lo hice como visitante de museos. Sobre todo, el motor pudo haber sido que estos lugares forman parte del paisaje urbano -es decir, cuando vamos a una capital, o a una ciudad de provincia incluso, siempre hay un museo. Está la alcaldía, la cárcel, el cementerio, la escuela, el banco, la iglesia y el museo, entonces estos lugares se han vuelto muy familiares y a la vez extraños. Basta con pensar en un museo de historia natural, que es un lugar lleno de huesos, de esqueletos, de pellejos rellenos con estopa, con frascos donde hay vísceras y donde puede haber abortos, este lugar que nos parece tan familiar se parece más a un cementerio, a un hospital, a una morgue. Hay museos donde estos objetos están expuestos detrás de vitrinas, se podría pensar como una especie de prostíbulo, o el hecho de estar rodeados por guardias que nos vigilan nos podría hacer pensar en una cárcel. Entonces el motor fueron estos lugares extraños que despliegan historias. Es decir, cuando uno va a una exposición a un museo de historia natural o a un museo de arte los objetos nos cuentan una historia, hay una intriga, o sea cualquiera cosa puede ser exhibida en un museo a condición de que nos cuente una historia. Ahí encontré un potencial literario.
¿Y ese contar historias que está implícito en los museos te llevó a contar la historia de la fundación y los primeros años del Smithsoniano? En La extinción de las especies no está esa cosa media aburrida que uno asocia a los museos, es un museo cercano al circo, a la carnicería escribes en otro momento. ¿Cómo conseguiste que lo aparentemente aburrido se volviera delirante y en cierto punto freak?
Es verdad que el punto de partida es un instituto que existe realmente, que fue creado en el siglo XIX a partir del legado de un aristócrata inglés, que para la época equivalía a la mitad del Producto Bruto Interno de los Estados Unidos. A partir de este Instituto se creó un museo de historia natural y otras instituciones museísticas, este es el punto de partida, pero no es una novela histórica, ni tiene que ver con el documento, es una ficción sobre los museos. Después a los museos se los puede pensar de varias maneras, como institución, pero también como vos decís como un circo, sobre todo en esto de exhibir objetos extraordinarios, raros, curiosos. Bueno, digamos que el padre o el abuelo del museo fue el gabinete de curiosidades, el museo es un poco más pretencioso que el gabinete de curiosidades y que el circo, y eso pasa en la medida que el museo intenta contar una historia con la complicidad de la ciencia, ya sea la historia natural o la historia del arte. Hay una voluntad de organización de los objetos y un diseño que aspira a ser mucho más elaborado. Y aquí es donde para mí interviene el humor, porque precisamente el peligro de escribir una novela sobre los museos, que es un tema polvoriento y remite a un espacio que está asociado a la solemnidad, a la erudición, al saber, a la especialidad, a la alta cultura así con todas las mayúsculas; el humor entonces era un antídoto para toda esta solemnidad y es un arma muy poderosa en el sentido crítico. Tal vez el trabajo que hice en este libro y en otros es tomar el estereotipo para hacerlo estallar y configurar otra cosa. Aquí se armó una historia sobre los museos que se me escapó de las manos, porque en el fondo en la novela el museo es un personaje invisible, intangible e impersonal que atraviesa a todos los personajes visibles. Un personaje colectivo también que sirve como hilo conductor o costura en una historia que es fragmentaria y que está bastante deshilvanada.
El lenguaje, por otra parte, es otro de los hallazgos: por momentos parece que hablara un historiador, por otros el locutor del Discovery Channel.
Pienso que en esa parte donde está la historia de la vida lo que me resulta atractivo es buscar la literatura fuera de la literatura, por ejemplo en la ciencia, y hay ciertas teorías que se prestan con cierta facilidad a este ejercicio. En la astronomía hay un uso de taxonomías como “enanas blancas” o “agujeros negros”, hay ahí un imaginario científico que siempre me resultó muy atractivo. Pero lo que me interesa de este imaginario no es la ciencia como autoridad ni como saber ni erudición; aclaro que no soy un especialista de nada, soy tal vez un lector de libros de divulgación y, sobre todo, de Flaubert y su Bouvard y Pécuchet, que como sabemos es una enciclopedia crítica en farsa. Creo que este punto es importante –la relación entre literatura y ciencia– y es que aquello que muere como teoría científica la literatura puede reciclarlo, entonces ahí hay un gran potencial en este tacho de basura, o el infierno de las ciencias donde van a parar todas las teorías falsas. Es interesante poder darles una nueva oportunidad y poder hacerlas nacer como ficciones literarias.
Se nota eso en La extinción, pero con ciencias como la antropología, la arqueología…
Se podría pensar en los científicos como grandes escritores. Por ejemplo, Darwin, el diario que lleva de su viaje por el mundo, donde descubre la teoría de la evolución y la descubre precisamente en la Patagonia, comparando distintos fósiles, allí te das cuenta de que los científicos también pueden ser grandes escritores. Pero además hay toda una serie de literaturas que trabajan con mucha proximidad con la ciencia, una frontera muy fluida de intercambio, y aquí no sólo está Darwin, también está William Hudson, que tiene toda una obra de pájaros y viajes por la Patagonia, es esta figura que aparece en el siglo XIX del naturalista-escritor o escritor-naturalista, no se sabe muy bien, es una tradición que todavía se puede continuar.
Vuelvo a este narrador que ocupa distintas tonalidades, distintos registros, en un momento parece que te hablara el Discovery Channel, en otro un tipo que sabe de macrohistoria, y al final el narrador nos dice: “La memoria fabula lo que la percepción recuerda. Trama aquello que la voluntad anhela para hacerla callar. Trama y fabula lo que fue y ya no es”.
Quien habla de museos habla, por decirlo así, es decir de memoria, y en ese sentido hay una estrecha relación entre museo y memoria, entonces lo que se puede decir de esta cuestión de la memoria es que hay ahí una crítica, porque la memoria no reconstruye el pasado, sino que lo inventa. La memoria es fabuladora, por eso mientras más preciso es un recuerdo mucho más construido está. En relación al narrador, pienso que no tiene ninguna importancia quién narra y tal vez lo que me interesaba es que, como la novela tiene una estructura fragmentaria, fuera un narrador plural, un narrador patchwork; tal como decís, hay momentos donde puede identificarse con la voz de un documental pero hay otros momentos donde se aparta de esta identidad y puede adaptar una multiplicidad de identidades. Me divirtió encontrar una voz narrativa cuya identidad fuera cambiando, haciendo que el lector precisamente se olvide de estos cambios y que siga leyendo, a pesar de las incongruencias en relación a la verosimilitud del relato, que bueno, en un momento se aparte de la realidad histórica y hace ver a ese narrador del principio como anacrónico, de novela decimonónica, contando la creación de un museo. De todos modos creo que se trata de un narrador de una novela escrita en el siglo XXI trabajando con materiales del siglo XIX, pero que fueron procesados por el siglo XX. Y por eso la voz narrativa es plural, múltiple, versátil.
¿En qué, en quiénes te fijaste para llegar a este narrador y cómo lo diseñaste?
Hay experiencias, pero lo que sé es que no es un narrador coherente y está más bien estallado, para poder sostener esta estructura fragmentaria. Un narrador que pueda ir de lo minúsculo a lo mayúsculo, que a veces pueda tener un punto de vista panorámico, como el de un pájaro sobrevolando una ciudad y observando la vida de sus habitantes, y que otras veces pueda tener un punto de vista íntimo y microscópico.