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La literatura africana hoy

Entrevista a Mia Couto y José Eduardo Agualusa

Christian Kupchik entrevistó a Mia Couto (Mozambique, 1955) y a José Eduardo Agualusa (Angola, 1960), alrededor de ese "caleidoscopio vibrante, colorido, donde no faltan matices" que es el imaginario africano y su producción literaria. La historia, el olvido y la construcción de lo fantástico: un safari con dos guías de lujo.

Por Christian Kupchik.

Cualquier occidental distraído a quien se le pida un concepto que condense África, no dudará entre un puñado de palabras en las que confiará como definición: negro, esclavitud, colonialismo, hambre, guerra civil. Quizá puedan aportar también calor, selva, animales feroces, exóticos, salvajes. Safaris. Aún cuando cualquiera de estos términos llegue a acercarse, la realidad africana los excede. Es un caleidoscopio vibrante, colorido, donde no faltan matices, ritmos, historias.

Con pocos días de diferencia, en octubre de 2016 pasaron por Buenos Aires el mozambiqueño Mia Couto (Beira, 1955) y el angoleño José Eduardo Agualusa (Huambo, 1960). Mozambique y Angola tienen vínculos comunes, como ser los mayores países continentales que dejó como legado el trágico colonialismo portugués (los otros tres testimonios son Guinea-Bissau, Sao Tomé e Principe y Cabo Verde). Ambos reconocen un pasado de lucha no sólo contra el gobierno luso, sino también de peleas fratricidas donde héroes y traidores cambiaban de signo más rápido que las horas.

Couto y Agualusa también tienen precedentes que los unen, de hecho son amigos. Ambos son escritores prestigiosos no sólo en sus países sino también en el exterior (Couto obtuvo el Premio Camões 2013, el más prestigioso en portugués, y el Neustad; Agualusa en el 2016 fue finalista del Man Booker Prize en Londres), traducidos a más de veinte idiomas. Son blancos, descendientes de portugueses, y los dos están plenamente identificados con las realidades de sus respectivos países. A partir de aquí comienzan las diferencias.

Couto, reservado y reflexivo al punto de confesar que de adolescente lo llamaban “el afinador de silencios”, se distancia del histriónico Agualusa, un encantador de serpientes capaz de vender sobretodos en la jungla. Pero también son dueños de una prosa singular, excesiva, como lo demuestran las últimas novelas publicadas en nuestro país, Teoría general del olvido (Edhasa), de Agualusa, y Un río llamado tiempo, una casa llamada tierra (UNSAM Edita), de Couto.

La memoria, el olvido, la culpa, el dolor, la verdad y los límites del perdón son los ingredientes sobre los cuales gira buena parte de la realidad africana. Y ambos autores exhiben posiciones sino encontradas, al menos disímiles. “En países como Angola o Mozambique” comienza Agualusa, “que pasaron por períodos difíciles de guerra civil y violencia interna, existen dos tesis para intentar superar ese pasado. ¿Cómo pacificar la sociedad? La primera tesis sólo encuentra una solución en el olvido. Particularmente yo no estoy de acuerdo con esto. Creo que es importante poder llorar, discutir, admitir el proceso de duelo que dejan las secuelas de una guerra intestina. En mi novela, la protagonista Ludovica busca olvidar a través del encierro [la historia gira sobre una mujer que se encierra en un departamento al comienzo de la guerra colonial por más de tres décadas]. No lo consigue —y de hecho desconoce mucho de lo que pretende olvidar—, y al mismo tiempo es olvidada por lo demás. En tanto, otro grupo pelea por ser olvidado y por que no se le recuerden sus huellas del pasado; busca refugio en el olvido como una manera de redención. El olvido es una batalla perdida de antemano, porque tarde o temprano se pagan sus consecuencias.”

La visión de Couto difiere un poco: “Creo que entre esas dos posiciones hay un camino intermedio: decidir juntos qué olvidar y qué recordar. Le voy a dar un ejemplo. Yo quise escribir un libro no sobre la esclavitud, sino sobre los esclavos. Era una obra de ficción. Visité una zona en la costa de Mozambique conocida por ser uno de los principales centros negreros. Cuando comencé el trabajo de campo entrevisté a mucha gente de distinta clase y condición, y me llevé una gran sorpresa al comprobar que nadie quería hablar: todos decían que eran cuentos, que la esclavitud nunca existió. Hasta que un día, un dirigente religioso me llamó y me pidió que me fuera porque, según creía, yo estaba creando problemas. Entonces me explicó que en esa población convivían tres grupos distintos, descendientes de los días del esclavismo. El primero lo conformaba los descendientes de quienes capturaban a los esclavos; el segundo los descendientes de los propios esclavos y, por último, quienes los vendían. Según su visión, todos ellos podían convivir en paz porque estaban intentando olvidar juntos, de la misma manera. Volví a encontrar una situación similar cuando me tocó hablar de la guerra colonial contra Portugal. Es relativamente sencillo dibujar la memoria de los guerrilleros que llevaron adelante la guerra de liberación, pero por el otro lado no resulta tan sencillo: más de la mitad de los soldados que peleaban del lado portugués eran mozambiqueños negros, lo que involucra a más de 60.000 personas. Nunca quedó del todo claro quiénes son los vencedores y quiénes los vencidos, ya que hubo víctimas de los dos lados. Y en los dos lados había gente unida por los mismos lazos familiares, y la familia en Mozambique es el mayor centro productor de identidad.”

Estas temáticas, casi siempre crudas y difíciles, son expresadas con una imaginería desmesurada no exenta de humor, que refleja a la vez una realidad tan delirante como terrible. “Sí, en efecto”, admite Agualusa, “porque también eso es Angola. Todos esos elementos mágicos conviven de una manera tan exuberante en la realidad que dificulta mi función como escritor. Yo me veo obligado a recortar las alas de esa realidad, porque de dejarla tal cual resultaría por completo inverosímil. Lo que tengo que hacer es administrar con dosis muy precisas la cantidad de elementos mágicos que hago participar. Por ejemplo: yo viví en un edificio muy similar al que vive el personaje de Ludovica en Luanda. Un día, al abrir la puerta del ascensor, me encontré con un poster del Che Guevara en una pared lateral y una cama muy pequeña, con un enano dentro. Yo le dije: ‘Disculpe, pero esto es un ascensor’. A lo que el enano me respondió: ‘No, esto fue un ascensor. Ahora es mi habitación. Cierre la puerta y procure no volver a llamarlo’. Siempre quedé maravillado con la historia de este enano y un día me incliné a usarla en el guión de un film que pensaba hacer. Al director le fascinó, pero me dijo que resultaría difícil encontrar otro enano para que lo interpretara. Al fin encontraron uno que hacía publicidad y lo contrataron, pero se interesó tanto en la historia que quiso conocer al verdadero enano del ascensor. Terminaron siendo muy amigos, tanto que en un libro los incluí a los dos. La realidad en Angola siempre termina siendo mucho más desmesurada que la ficción”, concluye Agualusa.

Algo similar le ocurre a Couto, quien en El último vuelo del flamenco (Alfaguara), un investigador intenta averiguar la identidad de un muerto a través de lo que queda de su pene. “Raramente lo que escribo es totalmente real, pero es cierto que la realidad tiene un peso fantástico”, dice. El caso que cita refiere a la historia de un soldado de la ONU del que solo se encontró el pene al estallar una mina. “Yo tenía que trabajar en esas zonas y escuché esa historia. Les pregunté a quienes la contaban qué fue lo que ocurrió, si los soldados murieron por no detectar las minas. ‘No’, me contestaron, ‘por otra cosa; explotaron por el apuro en irse con sus mujeres’. Son temas que se van mezclando y yo debo mantener con la realidad una cierta distancia. Mozambique es un país que se crea a sí mismo constantemente por la forma en que se cuenta… Todo tiene un aura fantástica y a la vez es una construcción. Existe una dialéctica allí. Siempre cuento un caso que me marcó: en 1994 yo estaba en el interior, trabajando como biólogo, y era la primera vez que se votaba en el país. Los jefes eran dinásticos. Llegó un político de un partido nuevo que venía a hacer propaganda electoral. ‘Mi partido hará esto y esto…’; en fin, el discurso de siempre… Venía a salvarlos. Entonces, alguien, una persona muy humilde, se levantó y contó una historia. Un mono se asomó a un río y vio a un pez nadando. Se dijo: ‘Ay, este animal se ahoga’. El simio estiró la mano, la hundió en el agua y tomó al pez, que comenzó a agitarse. ‘Está contento’, se dijo el mono. Pero, claro, el pez murió. Y el macaco concluyó: ‘Lástima, si hubiera llegado antes…’ Así es como se piensa en buena parte de África”.

El hecho de ser blancos tampoco parece incomodarlos demasiado. Agualusa tiene su propia tesis sobre la cuestión: “La pregunta relevante sería qué es un blanco y qué es un negro. Porque, contra lo que pudiera parecer, la respuesta depende de la situación. Conozco brasileños que descubrieron que eran negros al llegar a Estados Unidos. En su país, eran blancos. Conozco también el caso contrario, el de norteamericanos que en su país son negros y que, en África, no pueden entrar en ceremonias religiosas por ser blancos. A Langston Hugues, el poeta norteamericano, le ocurrió en Nigeria. Y dijo: ‘Pero yo soy negro’. ‘Oiga’, le respondió un nigeriano, ‘usted será negro en su país’. En mi caso tengo que decir que yo no he sido consciente de la cuestión racial en Angola. No es que no haya problemas raciales, por supuesto que los hay. Pero no existe extrañeza. La extrañeza la descubrí en Europa. Y eso ocurre con la mayor parte de los angoleños blancos, que descubren que son blancos cuando salen de su país. Lo que no deja de ser curioso, porque la propia Europa ha cambiado tanto que, en principio, nadie se sorprende hoy que haya europeos no blancos.”

Couto extrema aún más su condición: “Hay momentos en que ni me acuerdo de que tengo raza. Mozambique es un país muy especial en el contexto de África porque los blancos participaron en la lucha de liberación nacional y no hay problemas porque la propiedad de la tierra pertenezca a una minoría, como en Sudáfrica, Zimbabwe o Kenia, ya que fue toda nacionalizada. En el campo no existe palabra para definir ‘blanco’ como color. Si llego a una aldea dicen ‘balungo’, cuyo significado se acerca más a ‘extraño’ que propiamente a un color.”

Los dos creen que existe una literatura emergente africana, pero que se expresa mejor a través de la oralidad o la música. Y es allí donde se cierne la clave identitaria de modo más manifiesto. Para Agualusa, es tal la fuerza de las historias que hasta los medios de comunicación se nutren de ellas: “El realismo mágico en Angola hay que buscarlo no en la literatura, sino en los medios. Uno lee los periódicos y encuentra allí un material que no se le cruzaría ni al más fantasioso de los escritores. Recuerdo una noticia que daba cuenta de dos niños que cayeron a un río. El equipo de rescate se sumerge y los encuentra junto a un viejo. Llevan a los tres a la superficie, pero al día siguiente el viejo desaparece. Y el periódico señala al hombre como una suerte de deidad similar a las sirenas. Esto es un texto periodístico, y cualquiera tiene el derecho de sospechar que quien lo escribió lo hizo motivado por intereses literarios. Pero también hay otra historia que vi por televisión, en un programa dedicado a violencia urbana. Es la historia de un hombre que fue hechizado por la mujer luego de una infidelidad. Ella además lo hirió en un brazo, pero en lugar de sangre emanaba agua. El equipo de televisión llega hasta allí, a su casa, y encontró al hombre cubierto con una frazada y completamente empapado, con agua a todo su alrededor, y confirma la historia: todo se debe al hechizo de su mujer, que buscó convertirlo en río. Creo que ese es el motivo por el cual Angola es tan rica en recursos hídricos: hay muchos hombres que engañan a sus mujeres.”

Además de las historias fantásticas, Couto señala el peso de la historia real: “Existe una historia común de colonización, de invisibilidad, de lucha. Quizá eso es lo que une a los africanos. Pero eso sería sólo un primer estadio que está negando algo más. Ahora, el África bantú que va desde Camerún al sur y que integran muchos pueblos, fang, bakuba, baluba, lingala, bakongo, hutus, zulúes, entre otros, comparten una necesidad y una raíz común a partir de lenguas y creencias religiosas, y allí sí puede encontrarse una cierta homogeneidad, un sentido de identidad más fuerte, a pesar de sus diferencias. Por ejemplo, en general son animistas, pero muchos han sido adoctrinados en el cristianismo o el Islam, y aún así tienen intereses comunes. Mi literatura, como África toda, es un lugar donde la palabra y el silencio tienen el mismo peso”.

 

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