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Contra la ceguera

Escribir sin ver

Borges, Joyce, Milton, Homero: un recorrido posible por las estaciones umbrosas de ese ferrocarril que carga muerto al sentido más preciado para los lectores. ¿También para los escritores? Impedimento o estímulo, acaso las dos cosas a la vez.

Por Gonzalo León.

Cuando soñamos, todos somos ciegos.

Marcelo Montecinos 

 

No es inusual que la privación de cualquier sentido sea considerada como limitante para ejercer tal oficio o cual arte, a veces con justa razón. En el caso de la literatura, la  ceguera lejos de ser una tara, lo cual resultaría entendible al dificultar la escritura y especialmente la lectura, ha constituido un estímulo para una serie de escritores que no sólo han sublimado sus limitaciones y escrito novelas, libros de cuentos y poemas, sino que además se las han arreglado para marcar épocas de la historia de la literatura. Homero, el más famoso no vidente de las letras, inició la historia de la literatura, John Milton construyó un poema narrativo de diez mil versos, Samuel Johnson situó a Shakespeare en el lugar que se conoce hoy en día, y James Joyce y Borges revolucionaron la literatura del siglo XX desde distintos ángulos. Para carecer de uno de los siete sentidos, como escribió Cervantes en su época, podría catalogarse esto como un verdadero milagro, aunque si se examina que dos de estos siete sentidos desaparecieron a lo largo de los siglos –nada menos que la memoria y el sentido común–, tal vez no dé para milagro, pero sí para genialidad, y el genio traspasa los sentidos.

Es recontrasabido que, en sus últimos años, Borges era prácticamente ciego y que en los años 50 se operó de cataratas sin éxito. En esa época, unos meses antes de la Revolución Libertadora, le cuenta a Bioy que Margarita Bunge le había dicho: “Usted tiene que pensar que si pierde el ojo, pierde muy poco. Lo importante es usted, no su ojo”. Comenta Borges en la biografía escrita por Bioy: “Qué falta de imaginación. O qué fe en el pensamiento. Bueno, los estoicos parecen creer lo mismo. Dicen: ‘El hombre virtuoso es feliz y no se preocupará de lo que le pasa’”. Un año más tarde va al sanatorio Devoto, donde le ponen placenta en el ojo; cuando Bioy lo fue a buscar al sanatorio, salió con la vista vendada, es decir, ciego. Ya en su casa le confesó a su amigo: “Todo esto ya es pasado. Era pasado mientras sucedía; en fin, hasta el momento en que me dolió mucho y en que entendí que no podía aguantar más”.

Años después relata que estando en Londres lo visitó un ciego de nacimiento y le preguntó si veía tinieblas, a lo que el visitante le dijo que no, cosa que lo sorprendió: “Yo quedé ciego del ojo izquierdo y si cierro el derecho veo una tiniebla rojiza. Ellos no tienen consciencia de ninguna tiniebla. Para ellos los ojos no ven más que la palma de la mano; la palma de la mano no tiene conciencia de la oscuridad. Vale decir que no están en el ahogo que uno se imagina”. Tiempo después, Borges ofreció una serie de conferencias en el Teatro Coliseo. Una de ellas trató, precisamente, de la ceguera y ahí volvió a hablar de las tinieblas; sin embargo, esta vez dijo que había colores que ya no veía: el negro y el rojo. ¿Puede ser que con los años haya olvidado que un rasgo de su ceguera era el color rojo o la percepción de ese color también la haya perdido? Sea como sea, en esa conferencia afirmó que “los colores que este ciego extraña son el color negro y el color rojo”. Agregó, por otra parte, que para una persona como él, acostumbrada a dormirse en la oscuridad, le incomodó tener que enfrentarse a ese mundo de neblina azulada y vagamente luminosa: “Yo hubiera querido reclinarme en la oscuridad”. En esa conferencia además de referirse a su ceguera, habló de la de otros tres ciegos: Homero, Milton y Joyce.

Borges contó que la ceguera de Milton fue premeditada o buscada y dio otros detalles, como que trabajó de burócrata. Y es cierto que fue –como dice el escritor inglés John Aubrey en sus pequeñas y célebres biografías tituladas Vidas breves– secretario de Latín del Parlamento inglés, pero en donde hay discrepancia es en el modo en que quedó ciego. Para Aubrey, su ceguera más que buscada, resultó hasta cierto punto inexplicable, porque el padre de Milton a los ochenta y cuatro años tenía perfecta visión y leía sin anteojos; sin embargo, a los cuarenta y cinco el poeta empezó con sus padecimientos: “Comenzó a fallarle la vista mientras estaba escribiendo contra [el filólogo Claudio] Salmasio, y antes de que terminara un ojo le falló por completo. Luego, al escribir otros libros se deterioró su otro ojo”. Salmasio además de filólogo era anticuario, al igual que Aubrey. De hecho, Milton, Salmasio y el propio Aubrey fueron contemporáneos. El autor de Vidas breves entrevistó al hermano de Milton, y no sería raro que los tres se hubieran conocido, al menos de nombre. En cuanto al poeta, cuando estaba completamente ciego, escribió la obra por la que es mundialmente conocido: El paraíso perdido. También ciego, emprendió la escritura de un diccionario latino. El paraíso perdido le tomó cuatro o cinco años, aunque sólo escribía en la época que iba del equinoccio de otoño al equinoccio de primavera, es decir de marzo a septiembre, en la época en que había más luz.

Si bien hay ceguera hereditarias, la de James Joyce llegó de mano de una enfermedad venérea que contrajo en su juventud y que le ocasionó, como se consigna en Conversaciones con James Joyce, del artista irlandés Arthur Power, “iritis, es decir, una inflamación de los tejidos que sostienen el iris, sobre todo en el ojo izquierdo”, que se agudizó luego de una fiebre reumática. Se sometió al igual que Borges a operaciones, pero en 1930 era técnicamente ciego. En el momento en que Power conoce a Joyce y se frecuentan, a Joyce no le gustaba la noche ni la bohemia ni menos las fiestas. Un reflejo de esta conducta fue que cuando invitó a Power a su casa (ambos vivían en París), al artista se le ocurrió la mala idea de llevar “varias botellas de vino en los bolsillos; por aquel entonces Joyce tenía problemas de la vista y le habían prohibido beber”. El episodio no terminó mal y se siguieron frecuentando por un tiempo más. Como se sabe el Ulises está basado en la Odisea, de Homero; en una de estas reuniones Joyce no podía dejar de referirse a las similitudes entre ambos textos, así que un día comparó el capítulo XI de su novela, titulado ‘Las Sirenas’, con las sirenas de Homero, sólo que las sirenas de Joyce son cantineras de un bar de los muelles de Dublín, que “sólo lucen bien de la cintura para arriba y que, en contraste, de la cintura para abajo llevan faldas raídas y manchadas y zapatos viejos y cómodos”. Es sorprendente que pese a su ceguera técnica conservara esa fijación por los detalles, especialmente aquellos que tenían que ver con la mirada.

Otro escritor que admiró Borges pero que no llegó a la ceguera fue Samuel Johnson, autor de biografías de poetas ingleses, entre las que se contaba la de Milton. Pero, además, Johnson fue el autor del Diccionario, obra que le valió la fama y por la que fue conocido por largo tiempo. James Boswell, autor escocés que escribió Vida de Samuel Johnson –voluminosa biografía considerada por muchos como la mejor que se haya escrito y que unió dos tradiciones: la biografía anecdótica y la ética, surgiendo así la biografía moderna como género literario–, fue al encuentro de Johnson desde Utrecht. Ahí estudiaba leyes, por pura admiración intelectual. La misma admiración que lo llevó a realizar las primeras entrevistas: a Hume, a Kant, a Voltaire y a Rousseau. Una vez producido el encuentro, se hacen amigos, y Boswell decide escribir una biografía no sólo de aquel que había hecho el Diccionario, sino de aquel autor de múltiples biografías, es decir, biografiar al biógrafo de la época.

Vida de Samuel Johnson pretende contar toda la vida del escritor e intelectual que, entre otras contribuciones, ayudó a poner en el sitial que hoy tiene a Shakespeare. Boswell publicó la biografía con Johnson ya muerto. Es muy exhaustiva y en vida publicó dos versiones, todas con correcciones o precisiones. Antes de aparecer la tercera edición, en 1799, murió inesperadamente. Su rigurosidad se refleja en la obsesión por el detalle y por el intento de retratar a un hombre hasta en sus más insignificantes aspectos. Como dijo Borges: “Boswell resolvió el problema de mostrar manías, rasgos absurdos y hasta desagradables de Johnson, y, al mismo tiempo, persuadirnos de que era un gran hombre, admirable y querible”. Sin embargo, no es tan claro cuando se refiere a la vista de Johnson; en una parte cuenta que tal como estaba acostumbrado en una época, esperó a su criado a la salida del colegio, pero como tardó demasiado, decidió emprender el camino de regreso a su casa solo, “aun cuando era ya entonces tan corto de vista que se veía obligado a agacharse y a ponerse en cuatro patas para echar un vistazo a la acequia antes de aventurarse a saltar por encima”. El propio Johnson escribió una plegaria llamada ‘Cuando recobre la vista del ojo malo’. Sin embargo, en otra parte Boswell afirma que jamás se dio cuenta del defecto de visión y que incluso “cuando recorríamos las dos Tierras Altas de Escocia y le señalé un monte cuya forma parecía la de un cono, corrigió mi imprecisión mostrándome que, en efecto, su cima era puntiaguda, pero que una de las faldas era mayor y más abombada que la contraria”.

Sea como sea, Johnson padecía más de una enfermedad: solía, por ejemplo, sufrir convulsiones en sus miembros. Según un amigo suyo, podía controlarlas, ya que “cuando se le pedía, era capaz de permanecer sentado, inmóvil, igual que otro hombre”. Otro autor ciego de quien Borges hablaba era Benito Pérez Galdós, aunque en su caso no comprendía la atención hacia él y menos hacia su literatura, pero admitía que “algo debía de haber en Galdós”. En sus diarios biografiados, editados por Cecilia García-Huidobro, el escritor chileno José Donoso también se refiere al autor español y, al igual que Borges, no sólo lo hace de forma desfavorable, sino que también coincide con la apreciación de que la literatura española no existía, aunque lo manifiesta de la siguiente manera: “¡Qué lástima que los españoles sean tan malos escritores de novelas!”.

La ceguera nunca ha sido aval de talento literario. Hay ciegos que han sido formidables escritores, pero también hay ciegos que han sido escritores mediocres y ciegos que ni siquiera han intentado escribir. Hace doce años, cuando aún vivía en Chile, acompañé a un grupo de alumnos ciegos de un taller de fotografía a una expedición a un pueblo de artesanías y comidas típicas. ¿Podía haber algo más contradictorio que fotografía y ceguera? En ese tiempo mi respuesta era sí, pero en ese paseo uno de los talleristas me contó que antes de perder la visión no le interesaba la fotografía, pero que a partir de ese momento no sólo se interesó por la fotografía sino por todo el arte. He pensado muchas veces qué pasaría si yo quedara ciego por algún accidente o, como Milton, inexplicablemente, y creo que sería una tragedia de la que sería incapaz de recuperarme. Suficiente tengo con ser corto de vista y usar anteojos. No soy Borges ni Joyce ni Milton, pero además dudo que la ceguera pudiera mejorar mi escritura, sólo me hundiría en una profunda depresión; en consecuencia estoy contra la ceguera.

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