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Poesía

Anne Carson: "Uso muy poco la palabra mujer"

Así comienza Solo por la emoción

Bikini Ninja acaba de publicar Solo por la emoción, un ensayo sobre las diferencias entre mujeres y hombres de la autora Premio Princesa de Asturias. Estas son sus primeras palabras.

Por Anne Carson. Traducción de Patricio Grinberg.

 

 

 

 

 

 

El agua es mejor.
Pindaro

La memoria pertenece al pasado.
Aristóteles

No, esa no es ella.
Mi padre 

 

 

 

Seguramente el mundo esté lleno de verdades que pueden descubrirse haciendo preguntas claras y anotando las respuestas. “¿Quién es esa mujer?” escuché a mi padre preguntarle a mi madre una noche cuando yo bajaba la escalera hacia la cocina. Tardé un rato en darme cuenta de que estaba preguntando por mí: no porque no supiera que estaba perdiendo la cabeza, lo que era obvio por otras cosas, sino porque había usado la palabra mujer

 

Yo no era “mujer” para él. Me quedé a mitad de la escalera. Me hizo recordar una noche cuando tenía doce o trece años. Bajando por esa misma escalera, lo escuché hablar en la cocina con mi madre. “¡No!, no va a ser como ellas”, decía con una especie de brillo en su voz. Fue la última vez que escuché ese brillo. Porque poco después empecé, para mi desgracia, a ser como ellas: como dice el proverbio chino: “Había sangre en el agua ya desde la mañana temprano”.

 

No soy una persona que se sienta cómoda hablando de sangre o de deseo. Uso muy poco la palabra mujer. Pero cosas como esas constituyen la naturaleza de lo que somos, supongo que tenemos que seguir estas señales en la lucha interminable contra el olvido. La verdad es que pasé mi adolescencia sintiendo la falta de aprobación de mi padre. Pero descubrí que se preocuparía menos si yo no tenía género. La furia lo aburría. Hice mi cuerpo tan duro y plano como la armadura de Atenea. Ningún secreto bajo mi piel, ninguna gota que me delate al principio. Y con el tiempo entendí –debido, de hecho, a las austeridades del peregrinaje– que podía suprimir por completo la naturaleza de “mujer”. Y lo hice. Por desgracia su mente ya estaba demasiado ida como para que le importara. 

 

Viví sola durante mucho tiempo. 

 

Lo que me pasó después de eso tiene la forma de una historia de amor, no muy diferente de otras historias de amor, solo que mejor documentada. El amor, se sabe, es un acontecimiento desgarrador. Creí que debía enfocarlo antropológicamente. 

 

Incluso ahora me cuesta admitir cómo el amor me golpeó. Había vivido una vida a prueba de sorpresas, y ahora de repente era una rueda corriendo barranca abajo, una luz arrojada contra la pared, un papel tirado en una zanja. Estaba separada de mi lengua y mis costumbres. La primera vez que vino a mi casa fue directo a la habitación y salió diciendo: “Tenés una cama muy angosta”. ¡Así no más! Tuve que reírme. Apenas lo conocía. Quería decirle: de donde vengo, la gente no habla de camas, salvo de las de los chicos o los enfermos. Pero no. Los humanos enamorados son terribles. Se los ve desesperados el uno por el otro como lobos prehistóricos, se ve algo entre ellos que lucha por la vida como una raíz o un alma que resplandece por un segundo, después lo aplastan. La diferencia entre ellos aplasta los huesos. Huesos tan delicados. “Sí, es muy angosta”, respondí. Y justo en ese instante, sentí que algo resbalaba entre mis piernas. Hacía trece años que no sangraba. 

 

El amor es una historia que se cuenta sola, por suerte. No me gusta el romance y no tengo talento para las efusiones líricas, y sin embargo, durante los días de esa historia de amor, estuve llenando muchos cuadernos con información. Había algo que necesitaba explicarme a mí misma. Lo recorrí como si fuera un país extranjero, anoté sus comportamientos, transcribí sus expresiones, anduve como si fuera una antropóloga en busca de un raro y desprolijo sistema de parentesco. Pero el parentesco saltó a la vista como pata de rana, después se apagó. Descubrí que el parentesco entre un hombre y una mujer puede ser algo lleno de lenguaje, abrupto, pleno, maravilloso. Y al mismo tiempo puede quedarse sin palabras. ¿Tiene sentido? 

 

Una noche –el primer invierno que mi padre empezó a tener problemas mentales– yo estaba sentada en la mesa de la cocina envolviendo los regalos de Navidad. Lo vi bajar la escalera muy despacio, con las manos extendidas. En sus manos había lengua y habla, disociados, y cuando empezó a hablar, se le cayeron y rodaron por el suelo como si fueran cascabeles. “¿Qué te pasó a mí a quién? Había un ciervo. Eso no es lo que yo. ¿Cuántos había? No. ¿Cómo? ¿Qué hiciste con las cosas que derramaste no derramaste cómo? Tenías una cuenta y uno se voló. No es eso. ¿No? Yo. No. ¿Cómo? ¿Cómo?”. De repente se sentó en el último escalón y me miró, obviamente sin tener ni la más mínima idea de quién era yo, ni de cómo había llegado ahí conmigo, ni de qué debería pasar después. Nunca vi a un ser humano tan desnudo. Su cara era la cara de un pichón, en qué borde de la tarde infantil se fue, en qué intacto terror quedó envuelto.

 

A veces llegás a un límite que simplemente se rompe. 

 

El hombre que dijo que mi cama era angosta era una persona callada, pero hacía buenas preguntas. “Supongo que me amás, a tu manera”, le dije una noche cerca del amanecer mientras nos acostábamos en la cama angosta. “¿Y de qué otra manera debería amarte, a tu manera?”, preguntó. Todavía sigo pensando en eso.

 

El hombre es esto y la mujer es esto otro, los hombres hacen esto y las mujeres hacen otras cosas, la mujer quiere algo y el hombre quiere algo más y nadie a lo largo de los siglos parece haber entendido cómo debería funcionar. “Todos los días volvía del campo y tiraba su sombrero mugriento sobre mi mantel limpio donde íbamos a comer… ¡con la parte sudada hacia abajo!”, dice mi madre, todavía furiosa, ¿y hace ya cuánto que murió? Años.

 

 

 

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