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"Hay aventura apenas uno sale en busca de algo”

Ph Rafael Ferro

Edgardo Cozarinsky, escritor y cineasta

"En general, los personajes, como las anécdotas, se me van delineando a medida que avanza la escritura. Escribo sin plan, me dejo llevar por las palabras", dice en esta entrevista con Gonzalo León el autor de En el último trago nos vamos (Tusquets). "El 'viaje alrededor de mi cuarto' no es lo mío", agrega, entre otras cosas.

Por Gonzalo León.

En el último trago nos vamos es el último libro de Edgardo Cozarinsky y se trata de relatos que perfectamente podrían haber formado una unidad mayor, porque la pulsión que está detrás de ellos es la escritura transformada en instinto vital. En el último tiempo las publicaciones de Cozarinsky se han multiplicado: no ficción, cuento, novela, y no sólo en una sino en varias editoriales. Podría decirse que se ha puesto al día, ya que, como bien se sabe, antes se dedicó con idéntica pasión al cine. Con Vudú Urbano, elogioso, inclasificable y tardío debut, abordó el regreso a un país –regreso ficcional y debut literario–, en el que con los ojos del extrañamiento, el narrador iba descubriendo en lo que se había convertido Argentina. Su mirada es aguda, y ya ahí podemos observar un concepto de ficción que, transcurridos treinta años, parece desarrollar en este último libro. En una parte de este libro se refiere a las “ficciones abiertas”, que son esas ficciones que se cruzan en nuestro camino y da un ejemplo: “Humilde, minuciosa, como la hiedra o una mancha de humedad, prolifera en diseños intrincados, insignificantes, personajes disponibles, transeúntes que ignoran la trama en que los enredas”.

Un transeúnte desconoce la trama en la que un escritor lo puede enredar. Y es este concepto de ficción que retoma en el primer relato, cuando luego de narrar la muerte y resurrección del protagonista lo muestra siguiendo la vida tal cual, o quizá no tal cual, sino como es cuando uno muere: “Observó ese espectáculo como si se tratase de una representación teatral, hasta entender que efectivamente se trataba de una ficción”. Cozarinsky extiende el concepto de ficción abierta hacia la muerte. La ficción como manto que lo abarca todo, incluso más allá. Por otro lado, como la pulsión por escribir, no sólo está en el autor, sino en sus personajes –en varios relatos hay escritores o traductores, que están escribiendo o anotando ideas para futuras ficciones–, como si la única posibilidad fuera estar pendiente de ese mundo ficcional o como si, en definitiva, se viviera para escribir. Esto le da una evidente vitalidad al libro, que además está atravesado por el viaje: viajes externos e interiores, a Camboya, a la muerte o a Paraguay, pero también a lugares del propio carácter de los personajes. Cozarinsky pareciera creer que escribiendo y leyendo se consigue entender el mundo y la existencia o, como planteó Ezra Pound en sus Ensayos literarios, la literatura es más útil para conocer la naturaleza humana que cualquier ciencia o filosofía. En este sentido siempre está un paso adelante, no porque él pretenda estar adelante, sino porque su literatura se lo pide.

La entrevista fue pauteada en un punto donde se juntan cuatro barrios: Montserrat, Constitución, San Cristóbal y Balvanera. En un bar de la intersección de Independencia y avenida Entre Ríos, cerca de donde Cozarinsky vivió de niño. Como su narrativa también es urbana y posee un profundo conocimiento de Buenos Aires, le comento que en la biografía de José Salas Subirat, que hizo Lucas Petersen, hay un interesante análisis del Grupo Boedo, al que pertenecía el primer traductor del Ulises, de James Joyce; allí Petersen establece, contrario a lo que se cree, que los integrantes de este grupo no sólo no vivían en San Cristóbal o los inicios de Constitución, sino que transitaban habitualmente por avenida Entre Ríos.

 

–Es curioso. Me confirma que el nombre de Boedo era como un talismán, más allá de su ubicación geográfica, para los escritores asociados con ese grupo. Este es el barrio de mi primera infancia. Mis padres vivían en Estados Unidos al 1600. Hace unos años visité esa cuadra una noche de verano. Reconocí el edificio. También existe, enfrente, una casa vieja que tenía una ventana siempre abierta a la calle; al volver de la escuela me detenía para mirar a la planchadora que trabajaba escuchando la radio y canturreando tangos. En mi “paseo sentimental” de este milenio, en esa cuadra algunos travestis ofrecían sus servicios y en la esquina oficiaba sin disimulo un dealer.

–En el primer relato de tu último libro, el personaje que resucita vive su cotidianeidad casi como si nada, de hecho en un momento observa “ese espectáculo como si se tratase de una representación teatral, hasta entender que efectivamente se trataba de una ficción”. Sin querer das una definición de ficción.

–Mirá, no quiero generalizar a partir de una observación limitada a un personaje y su situación particular en el relato. Creo, de todos modos, que una mirada, ya sea distanciada, oblicua, o en todo caso no habitual, puede revelar aristas, vínculos, aspectos inesperados en lo más cotidiano. Y de allí surge lo que decía E.M. Forster del only connect, esto es, que para él era el principio de toda ficción: poner en relación lo que no lo estaba y ver qué surge de ese contacto.

–A propósito de Forster, el crítico estadounidense James Wood cita su libro Aspects of the Novel para establecer que hay dos tipos de personajes: planos, que tienden a la comicidad, como el Quijote, y redondos, que tienden a la tragedia, como Madame Bovary. ¿Qué te parece esta división?

–A ver si lo entiendo. No me parece justo. Debe pensar que el Quijote es el mismo del principio al fin del libro, a través de todas sus aventuras, y que Madame Bovary va definiendo gradualmente la frustración de sus ilusiones. Si es así, entiendo su argumento pero no me toca: vuelvo a menudo al Quijote, a cualquier capítulo, y siempre encuentro algo que no recordaba, o que me dice algo distinto de lo que recordaba. En Flaubert puedo admirar la prosa, pero no logro interesarme en lo que cuenta, ni en su triste personaje.

–¿Cuál es tu concepción de personaje literario?

–Creo que no la tengo. En general, los personajes, como las anécdotas, se me van delineando a medida que avanza la escritura. Hay sí, un punto de partida, diría una partícula elemental, una situación, un episodio minúsculo que se va definiendo y desarrollando por el contacto, por el choque diría, con otras situaciones y personajes. Escribo sin plan, me dejo llevar por las palabras. Les tengo confianza.

–Un personaje de uno de los relatos dice que rechaza la nostalgia. Has dicho que la rechazas también, pero hay una diferencia entre melancolía y nostalgia, y otra más grande entre el Sehnsucht, que en alemán significa añoranza. ¿Cuál de todos los sentimientos de tristeza te provocan más rechazo y por qué?

–La nostalgia me parece un peligro, el quedar ensimismado en la añoranza de algo irremediablemente caduco. Lo siento como algo mórbido, pegajoso. ¿Tal vez porque me acecha y lo rechazo? Me parece en todo caso algo bastante berreta. En las casas de discos norteamericanas había bateas con el rubro Nostalgia… La melancolía tiene mejor prosapia cultural: de la Anatomy of Melancholy de Burton al célebre grabado de Durero. Para mí está ligada al memento mori individual. Hay cierto placer que deriva de la contemplación de ruinas, de comprobar la caducidad de toda empresa humana.

–En varios de los relatos aparece un escritor o un traductor que está anotando algo o que está escribiendo algo. Hay una sensación de que esos personajes no quisieran perderse lo que está pasando y por eso lo escriben.

–Esos personajes tal vez reflejan un hábito mío, el de anotar en una libreta que llevo siempre en el bolsillo algo que me llama la atención, una frase oída, o una idea por desarrollar.

–Salta a la vista que eres un gran lector como también salta a la vista esa escena de la mujer ante el templo que se parece mucho a Ante la ley, ese pequeño cuento de Kafka, en ambos está la potencia de la imagen versus la brevedad de lo que pasa.

–Ahí no te puedo contestar. Se trata de mecanismos que sin duda obran en la memoria pero escapan a la conciencia. Mencionaste a Kafka, un autor que no he vuelto a leer desde la adolescencia. No lo siento cercano, lo admiro a distancia. El lector percibe esas coincidencias o parentescos ocultos mejor que el escritor. O los inventa por asociación libre, que es uno de los legítimos placeres de la lectura.

–En estos relatos y también en otros libros tuyos la ficción aparece vinculada a la aventura.

–Entendámonos. Para mí hay aventura apenas uno sale en busca de algo: respuestas, una persona, alguna experiencia particular. El “viaje alrededor de mi cuarto” no es lo mío. Entiendo que hay escritores que desmenuzan lo narrado con gran sutileza y obtienen una especie de pasamanería verbal. No me interesan. De chico me aficioné a la literatura inglesa porque en el colegio me daban a leer Platero y yo, mientras en las clases de inglés la lectura era La isla del tesoro. No necesité de Borges para hacerme devoto de Stevenson.

–En algunas de tus entrevistas y en la novela En ausencia de guerra asoma tu desconfianza por la noción de “hombre nuevo”, que fue una utopía en el siglo pasado.

–En efecto, siempre sentí una intensa antipatía por la noción de reeducación, que veo surgir con la Revolución Francesa y dejó su primera huella literaria en el Frankenstein, de Mary Shelley. Desde Saint-Just (“la humanidad saldrá regenerada de este baño de sangre”) a Pol-Pot, que liquidó un tercio de los habitantes de Camboya, tanto fascismo como comunismo, Pétain y el Che, acataron esa distopía. A mí sólo me interesa la humanidad en la que veo acumuladas, como napas geológicas, generaciones de historia.

–Aquí, al igual que en la novela Dark, hay un momento en que un narrador se detiene a sentir ese momento del amanecer en que nota un cambio en la luz y en el aire.

–Reconozco que me repito. Pero es algo que vuelve, insiste, no me suelta. Con los años me he hecho menos noctámbulo, pero a fines de la primavera o en verano, con días largos y noches cortas, siempre me gustó detenerme en el momento en que empieza a clarear, aun antes de que salga el sol, y una brisa aparece y alivia el calor. Después, con el sol, ya es de día. Se trata de algo frágil, efímero, que traté de captar en los versos que cierran mi novela La tercera mañana: “No hay lápiz ni papel para atraparla, /hay que cantarla apenas escuchada /y repetirla sin temor al cambio /pues de ella sólo quedará ese rastro /que vamos a cantar años más tarde”.

 

 

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