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La pesadilla de la historia argentina

Pedro Mairal habla de El año del desierto (Emecé): “La literatura ya casi no interviene políticamente”, dice.

Por Patricio Zunini.

pedro mairal

Con El año del desierto, Emecé comienza a reeditar las novelas de Pedro Mairal; en los próximos meses saldrán Una noche con Sabrina Love y Salvatierra. Publicada en 2005, El año del desierto tiene como protagonista a María Valdés Neylan, recepcionista de una financiera cuando “la intemeperie” avanza sobre la ciudad y va erosionando la realidad. En medio de un ambiente claustrofóbico y pesadillesco, ella es la testigo a quien seguimos durante un año, tiempo en que la marcha de la historia argentina retrocede 500. Si Tulio Halperín Donghi hablaba de una Nación para el desierto, la novela de Mairal, que está directamente relacionada con la crisis del 2001, habla del cliima de esa época en la que parecía que sólo quedaban los despojos. La semana pasada, con la reedición como excusa, invitamos a Pedro Mairal a una entrevista pública a la librería.

 

En 2008, Alejandra Laurencich te trajo a la librería para participar del ciclo que ella hacía. Hablaron de El año del desierto y vos le dijiste: “Me creía un sobreviviente, no me fui”. ¿Podemos empezar por ahí? Quería pedirte si podés ahondar en eso.

—Qué raro eso que dije. ¿“No me fui” dije? Bueno, en 2002, cuando estaba todo tan complicado — porque en el 2001 se cayó todo pero el 2002 fue lo complicado— me ofrecieron ir a Barcelona y, en una de esas noches en que no podés dormir y tenés todos los miedos al alcance de la mano, me pareció que si iba me iba a morir. No físicamente: la persona que yo era se iba a morir. Tenía que adaptarme a otra ciudad, con un hijo acá. Sentía que Buenos Aires iba a dejar de existir para mí. Es como una idea primitiva. Infantil, tal vez. Yo tengo una relación visceral con la ciudad. Se ve que ahí ya había una pequeña semilla de la idea de una ciudad que desaparece. No sé qué quise decir con que era un sobreviviente, fue una exageración del momento. No me hago cargo. ¿Eso fue en 2008? Cada siete años no hay una célula de tu cuerpo que sea la misma: materialmente no sos la misma persona. Siempre me impresiona que la memoria siga vigente en un cuerpo que cambia. No entiendo bien cómo trabaja el cerebro, cómo se regraba la info. Habría que preguntarle a Facundo Manes.

El año del desierto salió casi al comienzo del gobierno de Kirchner y se reedita ahora cerrando el de Cristina. ¿Cómo la ves a esta reedición en relación al kirchnerismo?

—Me voy a hacer un poco el olímpico pero no lo veo relacionado. Desgraciadamente el deterioro civilizatorio de la novela trasciende lo argentino. La novela se leyó mucho en Grecia como una especie de manual de lo que les iba a pasar y les pasó. La sensación de que la barbarie está a un pasito no es privativo de lo argentino. Por supuesto que en la Argentina hay una sensación de que cada gobierno que llega tira abajo lo que hizo el anterior. Siempre hay una precariedad de tu estatus, de tu trabajo, del colegio de tus hijos, de tus ahorros. Pero me parece que está en todos lados. Lo digo por cómo se leyó en otros países.

Bueno, para amar la entrevista leí muchas reseñas españolas.

—Los españoles me dijeron una frase temible: "El futuro es primitivo". La idea es no dar por sentado la luz, el agua corriente, el supermercado, tu plata en el banco, tu circulación. Puede fallar. Además, me parece que ese deterioro ya le pasó a alguna gente. Fabián Casas cuenta que estaba comiendo en un restaurant y leía La Carretera, de Cormac McCarthy, que es una novela de un tipo que va con el hijo empujando un carrito de supermercado cuando se terminó el mundo, y Fabián mira por la ventana y ve un tipo "en situación de calle", como dicen, empujando un carrito y piensa: “A ese tipo ya le sucedió el apocalipsis”. Los que tenemos un buen pasar, los que compramos libros, somos una franjita finita. Te podés caer de ahí. No leo El año del desierto con una idea del kirchnerismo. Y esta década de pausa tuvo que ver con cosas muy personales, con meterme con editoriales independientes, con no escribir una novela nueva. Los agentes siempre te piden una novela nueva para después reeditar los libros anteriores y yo, por pura bronca contra el mercado, no quise escribir una novela nueva para que me reediten. No tiene lógica, no me funcionan así las ganas de escribir. Estos diez años de no reeditar el libro, que me lo venían pidieron de varios lados, fue por una cosa muy personal.

El año del desierto es una novela política. De hecho lo has dicho más de una vez; y también la vinculabas a la enfermedad de tu mamá. Pero en cuanto política: ¿es una novela de intervención o de temática política?

—Nunca es mi intención intervenir políticamente. Mi intención es generar una historia que te interpele, que te sacuda, que te conmueva, que te haga sentir lo raro de estar vivo en este momento del mundo. Ahora, si eso interviene políticamente... La literatura ya casi no interviene políticamente. ¿Hay algún escritor al que lo llamen de las radios para que opine a las ocho de la mañana? Es un trabajo invisible que va paralelamente con los medios. Lo político que tiene el libro, en todo caso, es una lectura de la historia. Pero también es una lectura rara porque es la historia argentina contada hacia atrás: las causas y consecuencias no tienen ninguna lógica. Lo veo más como la pesadilla de la historia argentina que como la historia argentina, la pesadilla de la política argentina que como la política. Sobre todo cómo la historia se mete con tu cuerpo, cómo se mete con tu cabeza, con tu inconsciente, con tu consciente y con tu cuerpo.
Pero claro, como dijiste, yo pensé que estaba escribiendo sobre lo que se había desatado en 2001, esa aceleración de historias que hubo de cinco presidentes en un día y la sensación de rebobinado de mis amigos, nietos o bisnietos de inmigrantes, que se iban a Europa a buscar trabajo. Pensé que estaba escribiendo eso, pero en realidad estaba escribiendo otra cosa sin darme cuenta. Un día un amigo me preguntó cómo estaba mi madre, que sufría una enfermedad degenerativa, y le conté que estaba perdiendo el lenguaje, que se estaba quedando muda, que la enfermedad avanzaba y ella tenía un retroceso hacia su infancia. Y como el tema era pesado, él me dijo “Qué estás escribiendo” y le conté que estaba terminado esta novela, donde la intemperie avanza y va borrando la ciudad. Y él me dijo que estaba escribiendo sobre lo que le estaba pasando a mi mamá. Yo no me había dado cuenta. Por suerte.

¿Por qué por suerte?

—No sé cómo hubiera repercutido. Me cayó un fichón de golpe. De hecho, en un momento había pensado ponerle el nombre de mi madre al personaje. Después me pareció que se superponía mucho; no es la historia de ella. A lo que voy es que uno cree que está escribiendo algo y en realidad está haciendo otra cosa. Hay unos ríos subterráneos, unas energías que no sabés bien qué son. Hay una parte que, por suerte, uno no controla.

Quiero recuperar otra entrevista de hace varios años, que hicimos en Radio Palermo. Esa vez me dijiste que había dos tipos de escritores: los que primero piensan al personaje y luego lo someten a una serie de peripecias y los que parten de las peripecias y luego piensan qué personaje le cae mejor. Eso lo hablamos en relación al protagonista de Una noche con Sabrina Love. Pero: ¿cómo llegaste a María Valdés Neylan?

—Hay una escritura que es más psicológica: invento un perfil psicológico y a ese personaje lo someto a una serie de situaciones que demuestran cómo es. A mí, en cambio, me gusta primero inventar las situaciones y ver qué personaje le conviene a esas situaciones, probablemente para que sufra más. Un poco como Cervantes maltrata al Quijote. En Una noche con Sabrina Love alguien se gana una noche con una actriz porno: lo mejor es que sea un adolescente virgen que vive lejos, en una provincia, si era un canchero de 30 años que vive a tres cuadras del lugar donde sucede no hay historia. En El año del desierto la historia va hacia atrás. Si el protagonista es un hombre se muere en la primera guerra civil. Y es más interesante ver cómo cambió la vida de las mujeres en el siglo XX. Les cambió mucho más la vida que la de los hombres. Las mujeres se morían dando a luz, esa era la principal causa de muerte. Los hombres morían en la guerra. Si mi personaje era una mujer que lograba no quedarse embarazada en ese tiempo, entonces podía ir pasando por esta serie de situaciones y peripecias. Tenía que ir adaptándose y de alguna manera iba a ir perdiendo los privilegios... Perdón: los derechos.

En la desgrabación ponemos derechos.

—No, dejalo porque me parece interesante el furcio. Todos los derechos que lograron tener las mujeres en el siglo XX.

En un momento no la dejan votar.

—Sí, me interesó mucho descubrir por qué las mujeres no podían votar: necesitabas libreta de enrolamiento del ejército. Ese era el truco machista sobre por qué las mujeres no podían votar. “Si vos peleás por tu país, podés votar”. Si no me equivoco, las enfermeras que trabajaban para el ejército, podían votar. Entonces en un momento ella quiere ir a votar, pero como no tiene la libreta de enrolamiento no puede. Tenía que darse naturalmente, por eso me interesaba la textura de la pesadilla, del sueño, que las transformaciones se dieran con transiciones medio imperceptibles.

La novela tiene una relación muy grande con la literatura canónica argentina: Borges, Cortázar, en la entrevista que te mencioné me hablaste de muchas "Cautivas" excepto de la de Echeverría. Es curioso que al mezclar toda la literatura argentina dé como resultado una pesadilla.

—Es una literatura muy violenta. Viñas dice que la literatura argentina se inicia con una violación. En El matadero agarran a un tipo, lo desnudan, lo empiezan a azotar y hay una alusión de que lo van a violar y el tipo revienta como un sapo. Una literatura fundada así viene pesada. Lo que me interesaba era sobre todo el espacio de la literatura argentina. Vos leés El matadero y hay un espacio: era por Barracas. Hay un Palermo borgiano. Se va mapeando el espacio literariamente. Hay momentos en que el personaje de María pasa por determinada cuadra que es donde matan al Rufián Melancólico en la novela de Arlt. Quizá la idea era esa: pasar por una sintaxis espacial. Hay una Buenos Aires sintáctica, literaria. Cuando va por un camino lateral de tierra se encuentra con los hermanos Nielsen que mataron a la chica con la que convivían en el cuento "La intrusa", de Borges. Está lleno de guiños, pero, por supuesto, si no se perciben no importa. Por lo menos lo escribí para que no fueran importantes. Se entiende el espacio sintáctico como una Buenos Aires hecha por la literatura. Era un juego y era una manera de trabajar con ese corpus, esa gran acumulación que es la literatura argentina.

¿Por qué le pusiste María Valdés Neylan? ¿Hay algún anagrama, una clave?

—Quería que tuviera un origen irlandés. Estoy contando todos los truquitos del libro... Bueno, diez años después lo puedo hacer. Hay un cuento de Joyce que se llama “Evelyn Hill”. Es una chica que se está por escapar con un marinero, que la va a llevar a Buenos Aires. En 1910, Buenos Aires era un destino bravo, había mucha trata de blancas. Si una chica caía en desgracia, las posibilidades de terminar en los prostíbulos del Bajo eran muy grandes. Por eso Joyce pone Buenos Aires. Era como para nosotros hablar de Tijuana. Hay un borde ahí. Esa chica es la bisabuela de María; y ella no sabe bien qué hizo. Sabe que vino, que fue enfermera y que conoció a un hombre con quien tuvieron a su abuela Rose. Y Rose la tiene a su mamá, que es profesora de inglés, y ella va pasando en el libro por esas vidas pasadas. En un momento enseña inglés, medio involuntariamente trabaja de enfermera como la abuela, y después termina en esos prostíbulos. Se va volviendo más pelirroja, yo digo que es por el óxido del agua, pero quizá es porque se va remontando en la sangre de su abuela irlandesa. No sé qué provocará esto a la gente que no leyó el libro.

Te saco un poco del argumento. Me contaste que para la primera edición lo trabajaste con Damián Ríos (en ese momento editor de Interzona) y le sacaste 30 páginas. ¿Cómo fue el trabajo de edición?

—Investigué mucho para este libro. Como el tiempo va para atrás y los inventos se van abandonando, en el capítulo del hospital investigué cómo fueron los avances médicos para ver en qué momento se dieron cuenta que se tenían que lavar las manos. O cuándo empieza a haber vacunas y antibióticos. En el libro, por una cuestión de emergencia, iba a dejar de haber vacunas y antibióticos, iban a abandonar la asepsia. Investigué los cambios en la vida cotidiana: cómo se prendía el fuego cuando no había encendedores y fósforos, porque en el libro en un momento también deja de haber eso. Cómo eran los baños, las cloacas, los pozos. Me entusiasmé muchísimo. Escribía a la mañana y a la tarde trataba de investigar. Ya había internet, pero iba al Archivo General de la Nación y sobre todo miraba fotos: hay fotos de 1850, 1860. Hay unas de los gomeros de la Recoleta que están en una especie de montañita y no hay nada más, no está ni la iglesia. Ver esas fotos, ver a la gente viva en las fotos, me sirvió mucho. En esas fotos la gente está respirando, te mira a los ojos. Pero me entusiasmé mucho investigando y por ahí no era tan necesario poner algún dato. La investigación sirve en la medida en que no se note, cuando se nota que hiciste mucha investigación tiene un aire medio a Wikipedia. Entonces ahí empezó el trabajo de pulido, para que hubiera cierta naturalidad en la manera en que va apareciendo la info, la transición. Ese fue el trabajo con Damián Ríos. Fue como una erosión entrerriana, de río de la mesopotamia. Nos juntábamos a hablar y él no me decía tanto, pero yo me iba dando cuenta. Hubo muchos anillados, muchas versiones que se iban adelgazando. Terminé la novela en diciembre de 2003 y estuvimos trabajando casi todo el 2004. Un trabajo de edición que casi no existe hoy en día, casi no hay tiempo. Es difícil conseguir que alguien lea tan a conciencia un texto. Fue muy interesante trabajar con él. Tiene muy buen ojo y le debo el hecho de que la novela sea más legible. Esto no hay que decirlo si uno quiere vender libros, pero es una novela densa y bastante barroca. La primera mitad es angustiante, claustrofóbica. Me considero un tipo de textos cortos, trabajo desde el poema, del cuento. Para escribir una novela larga necesito un tirón muy fuerte y esta estructura era muy grande arquitectónicamente. Necesitaba la ayuda, por eso no se la di a una editorial grande.

¿Cuando ganaste el Premio Clarín con Una noche con Sabrina Love tuviste tiempo de trabajarla con el editor?

—Mínimamente, porque fue muy rápido. Antes de una semana estaba el libro. A la mañana siguiente del premio vino Fernando Estévez a mi casa a buscar... en esa época todavía había diskettes. Trabajé algunas frases con una editora, pero fue una tarde. Me parece que Sabrina Love no necesitaba mucha edición. De hecho la terminé en febrero y la trabajé medio año, hasta que un amigo me pasó las bases del premio. Yo pensé que no iba a ganar, pero había una cláusula —no sé si era la 9— que decía que algunos libros podían no ganar pero que le podían interesar a los editores. Yo apunté a eso y pasó todo lo otro: el premio, después la película. Salvatierra la trabajé bastante con Santiago Llach, que en ese momento estaba trabajando para Emecé, pero también estaba bastante terminada. El libro con el que necesité ayuda, porque estaba bastante desbordado, fue El año del desierto. Sin la ayuda de Damián Ríos habría salido una versión más larga, exageradamente cargada de detalles que no hacían a la historia y hubieran complicado la lectura.

Recién lo decías en una respuesta: desde 2008 no tenés nuevas novelas (siempre que consideremos El gran surubí como un poema y no una novela en verso). ¿Por qué?

—Me puse a trabajar escribiendo, me puse a ganar plata con textos para los medios. De alguna manera eso me comió la energía de escritura. Escribí a pedido y tengo que decir que me sirvió mucho. Me sacó de mí mismo. Es buenísimo escribir con consignas. Sobre todo las revistas latinoamericanas: "¿Pedro, te animas a escribir sobre tal cosa? 400 dólares". Sí, me animo. Algunas salían bien y otras no. Las que no salen bien las dejo para que se las coma el olvido, pero las otras las voy recopilando y ahora va a salir un libro que editó Leila Guerriero en la UDP: se llama Maniobras de evasión y son crónicas latinoamericanas, de esos viajes de escritor ridículo en los que te emborrachás y hacés un papelón o vas en combis suicidas. Son textos que me demandaron mucha energía; le pongo la misma pólvora que a lo literario, no los considero géneros menores. Por eso me absorbieron y me sirvieron para salirme de mí mismo, porque te sacan, te obligan a adaptarte. La longitud de un texto es una gimnasia muy importante. Volver a una narrativa donde todo está permitido, donde no hay reglas, no hay contención, nadie te está llamando para decirte que tenés que entregar, nadie está esperando un texto tuyo... ¿Por qué voy a escribir?

Hubo una época que firmabas como mujer.

—Sí, en El señor de abajo. Y hay una antología de literatura femenina en donde estoy. En una época empecé a usar seudónimos; en realidad muchos escritores lo hacen. Si pensás en el final de Ulises, está Molly Bloom en la cama pensando: está increíblemente bien hecho ese personaje femenino. Quizá estamos más acostumbrados a que las mujeres escriban como hombres, es más común. Pensá en las cantantes, cuando una mujer dice “No ves que estoy piantao”, pasa. Pero cuando un hombre dice “Estoy loca de amor” da un poquito trans. El truco en el blog era que no se sabía que era yo, entonces tenía que sostener esa ilusión. Adriana Battu era un miembro del blog y escribía cosas que le pasaban sobre tipos. Y por ahí me escribían tipos que me querían conocer —a Adriana Battu— y yo, histérica, contestaba un poquitito. Pero era interesante mantener eso. Había amigas que sabían y que me corregían cosas. En uno de los textos hablaba de esos tipos que a las tres de la mañana, medio borrachos, te mandan un mensaje. Y uno le decía: “Creo que sos el amor de mi vida”. Mal, una frase pésima. Y ella decía: “Son raros los hombres”. Una amiga me escribió: “No: son boludos los hombres”. Esa era la frase. Yo probaba esas cosas, eran como un ejercicio de ilusión que me demandaban mucha energía de pensar, pero me divertía mucho salir de mí mismo. Si no, estás como atrapado, tenés un nombre, un sexo, una condición social, una época, un rol. Escribir te permite salirte de eso, saltar por eso, ser otras cosas. Tener la impunidad de un personaje que dice cosas horrendas. Es una mordaza estar atrapado en la corrección política. Los personajes son importantes, son liberadores. Me preocupan los cómicos de stand up de hoy día que están con mucha corrección política, debe ser agotador. Por eso es una catarsis inventar un personaje que dice cosas horrendas, que dice cosas que no se deben decir. Y los seudónimos me sirvieron para eso, para salirme un poco.

Emecé viene a reeditar todas tus novelas, pero con lo que decís, no hay nueva novela.

—Sí, el año que viene va a salir algo que estoy escribiendo y de lo que no puedo decir nada porque cuando cuento algo se le va el gas. Además es un momento muy vulnerable cuando estoy escribiendo, es como si estuviera armando un castillo de naipes. Lo tengo que terminar y después lo muestro. Son raras las energías que empujan para distintos lados un texto. Cuando estás escribiendo es un momento de mucha permeabilidad. Estás en un taxi y suena un tango y escuchás la letra y decís: “¡Esto me viene perfecto!” Eso me pasó con Sabrina Love: estaba en un taxi y empezó a sonar “Cicatrices”: “cicatrices imborrables de una herida que me ha dejado la vida en su triste batallar”. ¡Perfecto! Cuando al personaje lo están cosiendo porque le pegaron un golpe en la ceja, el médico en la guardia tararea esa canción. Entonces hay una especie de imán que tenés prendido, no sabés por qué se te pegan cosas. Por eso prefiero resguardarlo.

La última pregunta tiene que ver con algo que siempre me llama la atención. Desde que te conozco das la imagen de ser alguien maduro, centrado. Otros escritores de nuestra misma edad pierden tiempo y energía en peleas, pero vos estás más centrado. ¿Tiene que ver con tu carácter o fue que arrancaste desde muy joven y esas peleas ya las tuviste antes?

—Un poco me hago el superado; y respuesta más superada que esta no existe. Estoy más metido en las guerras intestinas de lo que parece. Pero es verdad que lo que me pasó a los 28, con la exposición tan fuerte del Premio Clarín fue algo muy bueno, pero que también me atacaron mucho. En ese momento quedé en un fuego cruzado. Mi cara salió dos veces seguidas en el suplemento del domingo: seguramente a mucha gente le cayó mal. Hay una usina de envidia muy fuerte cuando ganás un premio; de hecho, nunca volví a mandar nada a un concurso, porque es bueno ganar, pero también tiene una carga pesada. Y además se le pone una especie de cucarda a tu libro que influye en la lectura. Me vi metido en una cosa de recepción muy grande, pero también de cierta hostilidad y quedé vacunado. Estos silencios que hago son parte de eso también. Tengo una relación muy histérica con eso. Me encantaría hacerme el Salinger, pero los libros necesitan que estés. Además Salinger perdía mucho tiempo mental peleándose con todos, eso te demanda una energía enorme. Es mejor fluir con el mundo editorial. Es raro el trabajo paralelo de que además de escribir un libro tenés que aprender a opinar sobre él. Yo lo aprendí a hacer y, al haber estudiado letras, más o menos me defiendo. Pero hay poetas que escriben muy instintivamente y después tienen que explicar… Una vez le preguntaron a Neruda que opinaba del libro que Amado Alonso había escrito sobre Residencia en la tierra y dijo: “Es como que lo miren a uno hacer la digestión”.

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