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"Mis novelas no concluyen nada"

Entrevista a Federico Jeanmaire

“Mis personajes van decidiendo cosas que yo no haría”, dice el autor de Tacos altos (Anagrama) en esta entrevista. Y agrega: “Creo en una literatura más cercana al arte que a lo intelectual”.

Entrevista y foto Valeria Tentoni.

“Los seres humanos pueden plantar bambúes, incluso muchos y todos juntos, pero jamás pueden convertirse ellos mismos en bambúes”, le dice a Su Nuam su abuela mientras dan un paseo bajo los árboles de Sozhou, en la decimoséptima novela de Federico Jeanmaire (Baradero, 1957). La escribió –como hizo con otras, por caso la ganadora del Premio Clarín, Más liviano que el aire– a partir de una noticia: “Un comerciante chino se resistió a un saqueo en Glew y lo mataron”, titulaban. Jeanmaire mantuvo la locación, aunque nunca la visitó. Mantuvo también a ese hombre defendiendo el negocio familiar, mantuvo la plaza en frente –seca, desolada– e ideó y sentó a Su Nuam, una adolescente extranjera, allí, para que se le pasaran por la cabeza cosas como que “la fealdad es triste”.

Jeanmaire habla con una voz suave en lo que llama su “dialecto baraderense”. “Es licenciado en Letras, profesor universitario y especialista en El Quijote”, dice la solapa de Tacos altos, publicada por Anagrama. Pero él dirá que dejó todo eso sin dudarlo un segundo, en 1990, el día que le sonó el teléfono y era Herralde para decirle que le iba a publicar Miguel, aunque no iba a salir primero y quizás tampoco segundo, pero sí finalista, y así lo hacía entrar a ese catálogo de algún modo paralelo, y admirable, compuesto por los libros que casi-ganan-el-Herralde (Bajo este sol tremendo, por ejemplo, está ahí). Desde entonces, Jeanmaire llegó a alcanzar picos de escritura de doce horas diarias, y publicó títulos en una cantidad de sellos impresionante: Sudamericana, Alfaguara, Seix Barral, Emecé, Norma y ahora Edhasa. 

 

—¿Seguís escribiendo esa cantidad de horas por día?

—Ahora no tanto. Desde hace tres o cuatro novelas cambió un poco. Ahora tardo mucho en pensar cómo quiero escribir, hago ejercicios de prueba. En algún momento encuentro la forma que quiero, pero me puede llegar a tomar meses. Antes no. Lo que pasa es que no me quiero repetir. Con Tacos altos creo que estuve unos seis meses buscando la forma y, cuando la encontré, después estuve otro tanto para escribirla. Sigo tardando un año, año y medio por cada novela, pero se pasan de distinta manera.

—¿Y qué hacés con todo lo que descartás en esos ejercicios?

—Lo borro. Lo borro directamente. No queda nada. Es que en lo que yo escribo la forma es todo, o casi todo. Empiezo las novelas con muy poca idea, la forma siempre me va diciendo qué es la novela. Por ejemplo, en Más liviano que el aire la idea que tenía era muy chiquita. Vi una noticia en Telenoche de una señora que le pegaba un escobazo a un chico que le quiso robar y los vecinos defendieron al chico y no a la vieja. Y bueno, con esa idea empecé la novela y terminó siendo cualquier cosa. Con esta novela, la noticia es la del chino en el supermercado, pero también terminó abriéndose para cualquier lado. Ahora estaba con una noticia que hubo hace un montón de años, un gato que cayó de un noveno piso en Caballito y mató a una señora que iba caminando, y a un señor que iba en el auto y vio el cuadro le dio un ataque cardiaco, el auto se le fue hacia la vereda y mató a otro que iba caminando. O sea: tres muertes por un gato cayendo desde un noveno piso. Es tan increíble la realidad que escribir eso es imposible. Y eso me interesa mucho, cómo hacer verosímil algo que no lo es. 

—¿Encontrás un patrón en todas estas noticias que te llaman la atención tanto como para novelarlas?

—Herralde me lo dijo que escribo sobre disparates. Yo tengo una idea de la literatura como de un lugar muy lúdico, muy libre, y creo que eso debe tener que ver. Yo no lo había pensado nunca, pero a mí me cuesta leer o escuchar noticias “serias”, o no sé cómo llamarlas. Por lo general leo los títulos y nunca entro a la noticia, pero si hay una noticia de estas me encanta.

—Tipo Crónica.

—Claro, son historias tremendamente divertidas pero a la vez trágicas. Esta no es divertida, Tacos altos. Es más seria, pero supongo que es porque cada historia te lleva a un lugar distinto. Y yo me dejo llevar. Mis personajes van decidiendo cosas que yo no haría. Cuando lo cuento no me lo creen pero es así: a mí me sorprenden y yo los dejo. Yo creo mucho en los personajes, tengo una cosa cervantina muy fuerte, y siempre he creído que Cervantes no manejaba a sus personajes. El Quijote está lleno de diálogos desopilantes, que si uno supiera hacia dónde van no sé si te salen. Cuando uno sabe a dónde quiere ir los diálogos son muy malos. Ha sido una de las maneras que he tenido de dejar libres a los personajes, porque creo que las novelas son historias de personajes. El cuento es otra cosa, es una idea, y yo escribo muy poco cuento. Solamente cuando me piden y me pagan. Nunca me levanto diciendo: quiero escribir un cuento. En la novela, si te largás a escribir pasan cosas y los personajes van haciendo su camino, van decidiendo. Mi ideal sería llegar al momento en el cual decido cada vez menos y los personajes deciden cada vez más. Yo disfruto de eso, al escribir. De no saber.

—Parece, por cómo hablás, que disfrutás de escribir.

—Sí, claro. Incluso escribí una novela autobiográfica que se llama Papá, muy dolorosa porque mi viejo se estaba muriendo mientras tanto, y la disfruté. Disfruté del dolor, si cabe el oxímoron. Un amigo me decía: por qué no esperás, qué necesidad tenés de sufrir. Yo le decía que quería disfrutar de escribir en medio del dolor, no recordar el dolor un tiempo después. En la vida hago lo mismo, cuando me pasa algo malo disfruto de estar mal. Es así. Escarbo, me encierro hasta que llego a alguna conclusión.

—¿Tu manera de llegar a conclusiones es escribiendo?

—No, no, todo lo contrario. Escribir, escribo sobre cosas que me pregunto, pero de las que no tengo respuesta. Me gusta mucho trabajar en contra de la significación, entonces creo que es todo lo contrario. Mis novelas no concluyen nada. O por lo menos intento que, si hay una conclusión, la ponga el lector. Creo en una literatura más cercana al arte que a lo intelectual, y en eso me parece que me diferencio bastante de muchos escritores.

—¿Cómo sería una literatura más cercana al arte?

—Un poco lo que estoy contando; no saber muy bien qué va a pasar en la novela, no querer significar y, de hecho, dejarle la significación al otro. Para mí sería lo máximo llegar algún día al nivel de los pintores. Hay una entrevista famosa a Picasso en la que va un tipo a verlo al sur de Francia, donde él está viviendo, y le pregunta por el Guernica, le alaba el uso del color rojo como pasión. Entonces Picasso lo mira y le dice: era el único color que me quedaba en el taller. Por eso le puse rojo, si me hubiese quedado de otro color le hubiese puesto otro color. Y bueno, la entrevista termina muy mal porque lo saca a las trompadas. A lo que voy; es esa libertad que tiene el pintor de no ser un intelectual de la que hablo. De no sentirse un pensador. Yo tengo la idea de que la literatura del siglo XX le hizo mucho mal a la literatura en general. No es que la gente no lee ahora porque aparecieron cosas mucho más divertidas para hacer, es porque hubo una literatura bastante complicada. Qué se yo, lo quiero mucho a Saramago, él me dio el Premio Clarín, pero yo no lo puedo leer. Me aburre enormemente. Además, me pasa con todos esos escritores lo siguiente: yo leo el libro, vos leés el libro, y no vamos a poder discutir nada porque los dos vamos a pensar lo mismo, que es lo que pensaba Saramago. A mí me gustan los libros en los cuales el lector tiene que pensar, tiene que decidir si la vieja esta es mala o buena, el chico es malo o bueno, qué se yo, y te encontrás con respuestas complicadas. Tengo una novela, la mas divertida de todas, con la que yo estaba re feliz y la gente no entendía cómo yo estaba feliz. Salió justo antes de la crisis de 2001 y se llamaba Una virgen peronista. No se vendió nada, pero la presenté en la Boutique del libro de San Isidro y había como 80 personas. Cuando me siento, viene el dueño y me dice: vinieron de una unidad básica, ayer, compraron cuatro libros, y están ahí sentados. El público estaba compuesto casi todo por gorilas salvo estos cuatro, y entonces se armó una discusión entre ellos; los gorilas me acusaban de peronista, y los peronistas de gorila. Y yo estaba feliz, había logrado mi cometido, ¡si ni yo sé lo que soy! 

—Un amigo artista plástico, justamente, siempre recomienda producir confusión.

—Es que yo creo que ganaron los locos en el arte plástico. Digamos: si el expresionismo hubiera ganado alguna batalla, el expresionismo alemán, que eran más intelectuales... Pero no. Pintaron muy buenos cuadros, pero perdieron la batalla. Me tocó hace poco compartir un programa como invitados con Guillermo Roux, un pintor buenísimo, y el tipo contestaba cualquier disparate. Y yo pensaba: ¡qué lindo, qué lindo llegar a ese nivel! Porque a vos te invitan a una entrevista como escritor y quieren que digas cosas importantes, y ¡¿por qué voy a decir yo cosas importantes?! Si yo no tengo ni idea. Sí, eso, me encantaría llegar a ese nivel de locura, pero a veces no se puede. Y yo soy Licenciado en Letras, me dediqué a la academia...

—Estuviste en España, investigando.

—Bueno pero cuando estaba en España, justamente, salió Miguel y yo ahí decidí dejar para siempre la carrera académica. Yo estaba haciendo un doctorado sobre Cervantes y mandé el libro al Premio Herralde, lo cual era una locura porque tenía 30 años. Entonces un día estaba en mi casa y me llama Herralde y me dice: no vas a ganar el premio, pero vas a quedar segundo o tercero. Y yo te lo voy a publicar. Y en ese segundo decidí dejarlo todo. También estaba acá con Sarlo, en la cátedra de Literatura Argentina, y renuncié. Creo que volvi dos veces a la facultad, a hablar de alguna cosa que me invitaron, pero nunca más.

—¿Por qué dejaste ese camino?

—Porque yo siempre quise ser escritor. Y qué se yo, en realidad la carrera de escritor, o llegar a publicar en una editorial buena, es difícil, es complicado. Yo no sabía si me iba a pasar a mí o no. Me gustaba la carrera; si no iba a poder publicar, me encantaba hacer la carrera. Pero si Anagrama te dice a los 30 que te va a publicar, chau. Jugate la vida. Y me la jugué, aproveché.

—Empezaste a escribir de chiquito para llamar la atención de tu papá, ¿no?

—Sí.

—¿Y es cierto que aprendiste a leer solo?

—¡Sí!

—¡¿Pero cómo?!

—Y además ¡con qué! Yo empecé a leer con La Nación, que era más complicado de leer que ahora porque tenía unos títulos rarísimos. Yo creo que tenía muchas ganas. No me acuerdo del proceso, porque tenía cuatro años, pero fue con eso porque en mi casa lo que había era el diario La Nación. Y un día le pasé un papelito a mi viejo por abajo de un libro que estaba leyendo. Porque mi viejo era un tipo súper seco, no hablaba, jamás te daba un beso, nada. No existía.

—¿A qué se dedicaba él?

—Y, él fue casi militar, digamos. Abandonó antes de terminar la carrera militar. Pero después fue, en la dictadura de Onganía el intendente de mi pueblo, y en la de Videla también. O sea: tuvimos muchos problemas toda la vida. Pero cuando yo era chico lo amaba perdidamente. Mi libro Papá es un intento de entender el amor como cosa inexplicable, porque no sé si tengo tantas razones para amarlo como lo amé. No es que yo sepa lo que quise escribir con ese libro, empecé a escribir porque no sabía. Ni sé.

—¿Y cuándo te fuiste a España? 

—Me fui en la dictadura y estuve viviendo entre España y Holanda, casi cinco años afuera. Después volví y arranqué Letras.

—¿A qué edad te fuiste?

—A los 21. Porque mi viejo no me dejó irme antes. A principios del 79. En ese momento la patria potestad era hasta los 21. Estudiaba Economía.

—¿Economía?

—Me gusta mucho la matemática, y creo que la literatura tiene muchísimo de matemática. Y de economía también. Por las formas, tengo estudios matemáticos del Quijote. El arte que más ha logrado hacer explícito el trabajo con la matemática es la música, pero la literatura está poblada de matemática. Por ejemplo la redundancia; qué es si no una sumatoria de cosas que no está bien. El ritmo de lo que escribís tiene sus cosas; los silencios, los blancos. A mí me gusta llamarlos blancos.

—Tus páginas tienen muchos espacios. Hay aire, bajadas que son más de la poesía.

—Sí, sí. Yo diseño cada página. Cuando estoy en una editorial pido la caja de diseño para trabajar cada página, una por una. Por eso digo que me siento más cerca del arte. A mí me gusta ver la página. Qué se yo, tipos que para mí son muy importantes quizás no lo sean por las mismas razones que lo son para otros. Un ejemplo: Di Benedetto, fundamental es para mí, pero cuando yo leo lo que escriben otros sobre él no participo para nada. Para mí, lo que hace Di Benedetto es una revolución sobre el papel. O sea, en la década del 50 vos ves cualquier libro y vas a ver todo negro: había una economía de no usar papel de más, o no se qué, y parecía que la densidad del pensamiento estaba en los párrafos. Y él rompe con eso de una forma loca. Vos agarrás los libros de él de la década del 50 y decís: este tipo se adelantó veinte años. Cómo interrumpe los párrafos, es una maravilla. Hace cualquier disparate. Interrumpe preposiciones. Qué se yo, a mí me interesan ese tipo de cosas.

—El manchón negro de Saer en El limonero real.

—Claro, pero Saer es uno de los primeros tipos que se da cuenta de lo que está haciendo Di Benedetto. Es como el caso de Cortázar con Marechal, que es el primero que se da cuenta y hace un montón de trabajo. Bueno, Marechal es fundamental,  lo que pasa es que tiene mala prensa, qué se yo, por esa cosa que tiene la literatura argentina de ensañarse con alguna gente. Pero Marechal es el que rompe la lengua literaria argentina. Los tres primeros libros son una bomba, y después yo creo que gran parte de la literatura argentina pasa por ahí. Si no lo querés reconocer es otra cosa, como por ejemplo con Cortázar pasa. Y Cortázar es una bestia, en ese sentido; después que no te guste, qué se yo, ¡pero cómo no vas a reconocer eso!

—Cortázar también era un escritor muy del "disparate", ¿no? Una palabra que vuelve en esta conversación.

—Sí, para mí Cortázar es fundamental. Pero mi ubicación dentro del campo literario es bastante rara, porque son todas cosas que no se llevan.

—En muchas entrevistas reconocés como maestros a esta gente que escribió hace muchísimos años. ¿Quiénes estarían en tu panteón?

—Y, mi panteón absoluto es Cervantes y Sarmiento. Sarmiento lo mismo. Es el primero que explota la lengua. Si no fuera por Sarmiento nosotros escribiríamos muy distinto. Hay muchas lenguas que tienen como lenguas literarias a unas concretamente distintas a la cotidiana, y Sarmiento es el que rompe con eso acá. De hecho él rompe, pero la literatura sigue por ese camino durante mucho tiempo. Hasta Marechal, creo. Hay un capítulo de la Historia de la Literatura Argentina de Rojas, cuando llega a Sarmiento, empieza ese que le dedica diciendo: no sé si debería incluirlo porque no sé si es buen escritor, porque parece más un hablante que transcribe lo que dice que un escritor. O sea, Rojas lo descubre, pero lo pone por el lado malo, como diciendo ¡mirá qué horror lo que hace este tipo! Pero él lo ve. En la literatura argentina no lo vieron muchos. A Sarmiento vos lo podés oír.

—Decís también que te interesa escribir sin expulsar al lector, que tenés una preocupación por trabajar el registro en ese sentido. Además de Sarmiento en la cabeza, ¿con qué trabajás? ¿Hacés muchas correcciones? ¿Se lo das a gente para que te de opinión?

—A mí no me gusta representar el habla. Es más, creo que nunca lo he hecho en ningún libro. Lo que hago, por lo general, es inventar lengua. Inventar artificialmente formas del habla, eso es quizás un poco Puig, pero llevado al extremo. Lo que hice durante mucho tiempo fue estudiar el habla, cómo habla el porteño. Creo que lo hice justamente porque no soy porteño. Soy de un pueblo que se come las eses, y cuando llegué a Buenos Aires con 17 años la gente me retaba por cómo hablaba. En economía, dando mi primer examen final, que era un muy buen examen, oral, el profesor me terminó poniendo un seis "por lo mal que hablaba". Me llamó aparte y me dijo: primero aprenda a hablar para ir a la universidad. Esa cosa que tiene Buenos Aires, en ese momento me la creí. Entonces hice todo un trabajo para aprender a hablar como un porteño. Cuando me fui a España a vivir descubrí que allá cada zona habla como quiere. Y cuando volvía Argentina, jamas volví a hablar como un porteño. Hablo como se habla en mi pueblo. Es mi dialecto, es mi forma de habla. 

—¿Y cómo hiciste esas investigaciones a las que te referís?

—Me iba a los bares. Los bares porteños tienen un elenco estable y luego un grupo que cambia, gente que entra y sale. En el elenco estable, sobre todo, se da como una pelea de monólogos: todos quieren contar algo, y yo analicé mucho eso. Cómo se consigue el interés del otro. Cómo alguien consigue que el otro se calle y le deje contar lo que quiere contar, porque al porteño no le gusta escuchar a nadie, habla él. Eso está muy metido en mi escritura. Las palabras que usan, no. En ese sentido digo que yo no quiero representar el habla, pero sí quiero representar cómo se habla, la forma del habla. Entonces lo que hago es cortar donde yo quiero, y a veces hago cosas bastante antigramaticales —porque me habilitan Di Benedetto, Cortázar, Sarmiento en algún sentido, digo: un montón de gente trabajó eso antes— pero también porque la gente, cuando va consiguiendo el interés del otro, no para en un punto y aparte significativo. Para en cualquier lado y espera a ver qué pasa, después sigue contando. Para hacer todo eso tenés que trabajar un montón, por ahí parece que no pero yo llevo muchos años trabajando esto, el corte no significativo, digamos. 

—En Tacos altos se tematiza la comunicación. La protagonista está aprendiendo la lengua, y también construye, cuando está narrando, de una manera extraña. ¿Cómo te metiste en esa voz?

—Leí mucho de China, fui a China. Cuando gané el Premio Clarín, con esa plata me fui con mi hijo a China. Fue una cosa muy divertida; yo había terminado el manuscrito de Más liviano que el aire y nos fuimos a pasar unos días a Europa. En el viaje de vuelta le pregunté a dónde le gustaría ir si tuviésemos mucha plata. “A Júpiter”, me dijo. Le expliqué que a Júpiter no se puede. “Entonces a China, porque es lo más parecido a Jupiter, acá”. Quedamos así. Y bueno, a fin de año gané el Clarín y cuando me lo estaban dando me llamó por teléfono al celular, porque había visto por la tele que yo había ganado el premio, y no me dijo ni felicitaciones ni nada, sino directamente “¿Y cuándo nos vamos a la China?” A los dos meses nos fuimos. A mí me encantan los chinos, y a mi hijo también. Sé cosas sobre la lengua, no la hablo pero sí sé cómo está armada y cómo funciona. El chino es una lengua tremendamente simple. Tengo varios libros con eso que yo llamo, dentro de mi dialecto baraderense, "lenguas artificiales"; montones de libros con lenguas artificiales. El primero es Miguel, que está escrito como si fuera en el siglo XVI. Estuve cuatro años para poder hacer eso. O en Mitre, en el que todos los personajes hablan como mis abuelos, que vivían en el campo y se hablaban de usted. 

—¿Cómo armaste al personaje de la chica?

—Probé montones de inicios y de cosas a partir de la noticia. En un momento dado me dije: bueno, este tipo podría tener una hija. El tema de la edad varió un poco, porque cuando empecé a escribir tenía unos 11 o 12 años la chica, y cuando tenía 20 ó 30 páginas me di cuenta que no, que la novela iba a agarrar más carnadura si era adolescente. Tengo la idea de que la adolescencia es el momento de mayor verdad del ser humano. Todo lo que hacés te lo creés, todo es profundo y verdadero, así también trágico. Supongo que la adolescencia es parecida en todos lados; en el momento lo pensé como una dificultad, y después me di cuenta de que no. Me había enamorado del personaje. No tengo ni idea cómo lo construí, no tengo ni idea de cómo se construyen los personajes. Me interesó la imagen de una chica que mirara al mundo desde un lugar fijo, sentada frente a la plaza en Glew. Un mundo que en realidad no te dice absolutamente nada, y entonces no te queda otra que mirarte a vos mismo. Eso creo que fue lo que produjo que cuajara en un personaje.

—¿Cómo armaste el circuito por el que viven? ¿Fuiste a Glew?

—Yo no conozco Glew. No quise ir, estuve a punto de ir. Borges decía que no había que ir a los lugares sobre los que uno iba a escribir. Me queda re cerca, de hecho. Pero no fui. A Sozhou, en China, sí lo conozco. Es una ciudad muy bonita. Me gustó eso también: tendría que ser al revés.

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