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Para que la traducción deje la era de las cavernas

Entrevista a Pablo Ingberg, uno de los impulsores del proyecto de ley que intenta regular la labor de los traductores literarios en la Argentina.

Por Patricio Zunini.

La Ley de Propiedad Intelectual 11.723 equipara la labor del traductor con la del autor: el traductor es dueño de su traducción, es “autor de obra derivada”. Sin embargo, pese a esta consideración, no tienen los mismos derechos que los escritores. Desde hace unos años, un grupo de traductores comenzó a moverse para conseguir una ley específica que regule su labor y les asegure mayor estabilidad. Si bien es cierto que una parte importante de las editoriales argentinas acompañan la iniciativa, lo que se busca es que todas se ajusten a la futura ley.

Pablo Ingberg ha traducido más de 80 libros: de Poe a Joyce pasando por Melville, Conrad, Fitzgerald. En 2014 la Fundación Konex le entregó el “Diploma al Mérito de la Traducción”. Desde hace varios años, es uno de los que le roba tiempo al trabajo y al descanso promoviendo la Ley de Traducción. Actualmente un proyecto está siendo analizado por la Cámara de Cultura de Diputados, pero si este año no se consigue media sanción, todo lo conseguido volverá al punto de partida.

¿En qué se diferencia la ley de traductores a la de propiedad intelectual?

—Más allá de ciertos detalles, lo central apunta a dos cosas: la ley 11.723 permite que se puedan ceder los derechos para siempre y no estipula regalías para los traductores. No las niega, pero no las estipula. En los hechos sucede que los escritores reciben derechos de autor y los traductores no. Los autores históricamente reciben un 10%: estamos pidiendo que el traductor reciba el 1%. Ya hay muchas editoriales que ya lo están haciendo; queremos que lo hagan todas.

¿Qué implica que puedan cederse los derechos?

—Suponete que comprás los derechos para traducir la novela de un escritor inglés: tenés los derechos por 7 años, pero la traducción para la eternidad. En 7 años no te renuevan el contrato con ese escritor y otra editorial compra los derechos, pero ¿quién es el dueño de la traducción? La primera editorial. La segunda editorial debe encargar una nueva traducción, cuando yo, como autor de aquella traducción, podría recuperarla y negociarla con los nuevos. El proyecto busca que se haga lo mismo que en España, en Francia, en casi todo el mundo. Argentina está en la era de las cavernas en materia de este tipo de derechos. El proyecto de ley pretende que el plazo de cesión sea de un máximo de 10 años. Las reediciones que hagas durante ese tiempo están incluidas dentro del contrato. Si querés hacer otra cuando ya se haya vencido, la misma traducción no te va a costar lo que diez años atrás, eso se establecerá con el mercado. De alguna manera se busca algo parecido a lo que sería un sistema impositivo. ¿Cuándo te cobran impuestos? Cuando manifestás capacidad adquisitiva. Esto sería parecido: el editor va a tener que seguir pagando cuando después de los 10 años de plazo siga vendiendo el libro y quiera reeditarlo o cuando supere el anticipo que pagó por la traducción. Supongamos que un libro se va a vender a 200$ y por la traducción pagaste 20.000: recién empezarías a pagar cuando hayas vendido por más de 2 millones; recién a partir del libro 10.001 empezarías a pagar 2$ por ejemplar.

Si son sólo en estos dos casos atípicos: ¿por qué tanta pelea?

—¡Yo me pregunto lo mismo!

Pero también lo digo por los traductores…

—Las tarifas de traducción son muy bajas. En una jornada laboral de 8 horas, dependiendo del nivel de dificultad del trabajo, se puede llegar a traducir alrededor de 1500 palabras. La tarifa promedio es 200-250$ cada mil palabras. Haciendo números redondos se factura 300$ por jornada laboral: la facturación mensual sería de 7.500$. Descontá el monotributo, los gastos, etc., y siempre y cuando tengas trabajo todos los días y no te queden baches en el medio. Eso es lo que cobra un traductor. La verdad es que uno necesitaría facturar el doble o el triple, pero no se le puede pedir eso a una editorial. Entonces, lo que se pide es que en esos pocos casos atípicos, pueda cobrar más. Cuando me jubile voy a cobrar la mínima como monotributista. Si por ahí un 20% de los libros que traduje sigue teniendo valor comercial pueda percibir alguna regalía. Lo que pedimos equivale al salario mínimo vital y móvil y a la jornada laboral de ocho horas.

La objeción de algunos editores con los que hablé es que de esta manera se les sumaría un nuevo gasto en la publicación.

—Estos casos no cambiarían radicalmente la ecuación económica de las editoriales. Lo que les cambiaría a ellos serían créditos a largo plazo y bajo interés o que no tengan que comprar papel de mala calidad al contado. Eso sí tendría una influencia sobre el 100% de los libros; lo que nosotros pedimos influye sobre menos del 5%, y solo cuando ganen plata.

La ley comenzó a trabajarse hace un par de años. ¿Cómo está hasta ahora?

—A principios de 2013 juntamos un par de cables sueltos y pusimos el motor en marcha. Lo más interesante es justamente que se haya puesto en marcha. El gran problema de los traductores es que trabajamos muy aislados. Cada uno pelea lo suyo. No hay aquí como en España una sección de traductores en la Asociación de Escritores. No hay ni en la SADE ni en la SEA.

¿El “Club de Traductores” de Jorge Fondebrider podría cumplir esa función?

—El Club cumple una función muy importante para circular la información, pero no es una entidad gremial. Lo más parecido es la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes (AATI). Pero uno de los detalles de la AATI, como su nombre lo indica, es no sólo reúne a traductores de obras sujetas a derecho de autor, sino también a quienes hacen traducciones técnicas, y también agrupa a los intérpretes. Es una asociación chica que debe andar por los 300 asociados. Digamos que la mitad son traductores de obra sujeta a derecho de autor: respecto de la cantidad que se dedica a eso en la Argentina no debe llegar al 10%. Estamos fomentando a que se asocie más gente porque es muy importante que una entidad nos represente.

¿Por qué no el Colegio de Traductores?

—Es como si te dijera que nosotros nos dedicamos al hockey sobre césped y ellos al hockey sobre hielo. Los dos jugamos al hockey, hay palos, algo parecido a una pelota, un arco y se hacen goles, pero el tipo de formación es totalmente distinto.

¿No es el colegio de traductores uno de los actores que más frenan la ley?

—No, yo creo que viene más por la CAL y por la misma dificultad política nuestra de seguir adelante. Nosotros no somos políticos, no tenemos carrera ni contactos. Los Colegios reúnen a los traductores públicos, que traducen documentos del nivel de, por ejemplo, un título universitario. Ahí es importante la exactitud. Tiene que haber un colegio que valide la responsabilidad del traductor porque es un documento público. Tienen una ley nacional y leyes provinciales. Lo que hacen ellos no está sujeto a derecho de autor; nosotros nos regimos por la ley 11.723 y lo que pretendemos modificar es el régimen de esa ley para los traductores. Los Colegios por ahí están intentando encerrar este nicho en su quintita y pedirle que paguen matrícula a unos tipos que ganan dos mangos. Además obligarían a que se siga la carrera de traductor público, lo que no tiene sentido porque no se necesita estudiar las leyes de Gran Bretaña para traducir a Joyce. Hay traductores de mucha trayectoria que no tienen título de traductor. En Argentina y en todo el mundo, no menos de las tres cuartas partes de las personas que se dedican a las obras sujetas a derechos de autor no tienen título de traductor. Lo que no quiere decir que no tengan formación. Yo, por ejemplo, soy licenciado en letras. Lo que pedimos no modifica la ley de ellos: actualmente yo, que no tengo título de traductor, traduzco y con la nueva ley voy a seguir traduciendo. No cambia nada. Si a ellos les parece necesario tener un título, deberían haber empezado mucho antes.

Un primer proyecto llegó al Congreso en 2013; ahora se está trabajando en otro que se presentó en 2015. ¿Qué pasó en el medio?

—El primer proyecto entró en septiembre de 2013 con la firma de Roy Cortina, que en ese momento era el presidente de la Comisión de Cultura. Pero cuando fueron las elecciones y no lo reeligieron como presidente, nos dejó huérfanos. No nos atendió más el teléfono. Los proyectos de ley caducan a los dos años parlamentarios. Si metés un proyecto de ley el 1 de diciembre, cuando termina ese año parlamentario ya pasó un año. Ese primer proyecto, entonces, venció en febrero de 2015. Ingresar otro en septiembre, que es más o menos el mismo pero con algunas modificaciones a partir de observaciones que recibimos y asesoramientos de abogados especialistas. Cuando entró este segundo proyecto hubo más movilización. Nos apoyaron de instituciones, agrupaciones de graduados, centros de estudiantes. El tema es que todos nosotros tenemos que trabajar y hacemos estas cosas en los ratitos que podemos. Y la verdad es que requiere de una dedicación mayor que no le podríamos dar.

Frente al aprendizaje de la primera experiencia en el Congreso, ¿cuáles van a ser las estrategias para avanzar? ¿Van a hablar con Pablo Avelluto, Ministro de Cultura de la Nación?

—Todavía estamos tratando de digerir lo que pasó. Lo que esperamos es que el motor siga en marcha y que avance de una manera más amplia e inclusiva. Que nosotros pasemos a un segundo plano para que puedan tener un papel más protagónico las instituciones, las agrupaciones y hasta el Club de Traductores Literarios. Sobre todo la AATI, que es lo más parecido a una entidad gremial que tenemos.

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