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Entrevistas

"La literatura es un camino de descubrimiento"

Samanta Schweblin

Samanta Schweblin habla de Siete casas vacías (Páginas de espuma): “Un texto es una pista de indicaciones para hacer determinado recorrido sentimental”, dice.

Por Patricio Zunini.
Foto: Alejandra López.

Samanta Schweblin fue noticia este año cuando ganó el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, dotado en 50mil euros, en el que participaron más de 850 textos enviados desde 32 países con Siete casas vacías. No es la primera vez que recibe un premio importante, e intuimos que no será la última: con El núcleo del disturbio había conseguido el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes (2001) y con Pájaros en la boca el Premio Casa de las Américas (2008). También ganó el Premio Juan Rulfo en 2012 con el cuento “Un hombre sin suerte”, incluido en este nuevo volumen. Escritora de formas breves, pero con una labor de fondista, Schweblin se toma mucho tiempo para darle forma a cada libro: Siete casas vacías fue un trabajo de cuatro años. En estos siete cuentos/casas inquietantes deja expuestos a personajes y lectores por igual en una caída inexorable hacia el terror y la locura que se esconde en lo cotidiano. Como un maestro de artes marciales que usa la fuerza del oponente, Schweblin aprovecha la fuerza de los miedos del lector.

¿Por qué, si ya tenés un nombre y una cantidad de libros publicados, seguís mandando libros a concursos?

—Decido mandarlos casi cuando están terminados. No escribo para un concurso, si no que hay una logística entre el tiempo que creés que estás terminando el libro y las fechas de cierre de los concursos.

Alguna vez dijiste que no podés escribir con deadlines. En ese sentido, lo que decís tiene lógica.

—No puedo escribir con deadline cuando es una cuestión contractual que implica un compromiso, pero hay algo del deadline del concurso que sí me ayuda. Esta es una de las razones por las que todos los libros de cuentos terminaron en concursos. Me cuesta mucho soltarlos porque siempre está la posibilidad de mejorar el texto. Pero una fecha me ayuda a soltar. Y también está el tema económico. Si por alguna de esas arbitrarias casualidades ganás el premio, de alguna manera te están pagando por escribir, que es un poco el sueño de todos los que nos dedicamos a esto: que nos paguen por hacer lo que creemos que sabemos hacer. Algo tan simple que exige el médico y el carnicero, pero que a nosotros nos cuenta mucho conseguir. Es un pago en diferido, retroactivo, medio extraño. Si bien es bastante dinero, yo creo que sería más saludable para un escritor tener un sueldo básico y austero todos los meses que asegure cierto ritmo de trabajo, cierta continuidad. Es muy gratificante que te paguen por lo que hacés, no que te premien. Y además, se premia a uno, no le pagan a los 900 que se presentaron. No me quejo del premio, estoy feliz, pero hay algo para repensar con respecto a los premios. Y luego, un premio ayuda a darle visibilidad a los libros, que es otra cosa que es bastante difícil. Como yo soy un poco reacia a la prensa, es otra manera de hacerlo.

Desde hace unos años estás viviendo en Berlín. Pero estos cuentos, si bien no todos están precisamente localizados, tienen un ambiente porteño.

—Mi mundo literario sigue siendo este. Berlín como espacio de ficción no me interesa. A no ser que en algún momento surja una excusa muy específica que lo amerite, mi mundo literario sigue siendo Buenos Aires. Pero a la vez una Buenos Aires que tiene mucho que ver con Hurlingham, que era mi barrio de la infancia y la adolescencia, bastante distinto a Capital. Me acuerdo que con Pájaros en la boca algunos me decían que geográficamente era un espacio parecido al de la literatura norteamericana, por esto que vos podías pasar de jardín a jardín, y yo tardé un tiempo en darme cuenta de que en realidad eso era Hurlingham. Cuando yo era chica, Hurlingham era un espacio bien interesante porque en una esquina estaba la farmacia y el Disco, todo bien iluminado, y en la otra esquina tenías un potrero y una vaca atada. Y te levantabas a la mañana con el canto del gallo, los conejos del vecino de al lado se te metían en tu jardín y el colectivo pasaba por la puerta. Era una mezcolanza entre lo que es el campo y la ciudad muy interesante.

En la presentación de tu libro, Pedro Mairal te preguntó acerca de cómo trabajás a los narradores.

—Lo que me dijo fue que, salvo que fuera un personaje, era muy difícil encontrar al narrador. Cuando el narrador no es personaje me gusta que el lector esté solo con la historia. Es como la sensación de mirar hacia un jardín a través de una tela mosquitera: la tela molesta, te quita visibilidad, pero si acercás los ojos lo suficiente, la tela desaparece y es como si no estuviera ahí. Eso intento hacer con el narrador. Después hago un trabajo para tratar de entender qué puede estar pasando en la cabeza del lector a medida que hace el recorrido del cuento. Yo creo que hay cosas que uno escribe sobre el papel, pero también hay cosas que debería poder programar en la cabeza del lector: ciertos descubrimientos, ciertos silencios, ciertas modulaciones. Para que eso suceda en la cabeza del lector, ese espacio tiene que estar creado en el texto. Un texto es una pista de indicaciones para hacer determinado recorrido sentimental.

¿Aunque sean tres páginas?

—¡Por supuesto! Ahí más que nunca porque hay que hacerlo todo mucho más rápido y más efectivo.

Hay un tema que aparece en todos los libros. Una… No me sale la palabra.

—¡Bienvenido a mi mundo!

Voy a decir "perversión", pero no es la palabra que busco. Todos tus cuentos tienen cierta oscuridad. ¿Te imaginás escribiendo en un tono diferente a este, que, además, te identifica?

—Es difícil de contestar porque sería planificar a muy largo plazo un recorrido literario. En el hoy por hoy me parece que no. Ese es mi mundo, pero además marca el tipo de literatura que me interesa, lo que yo leo. Es un espacio muy amplio donde puedo saltar del drama al horror. Es una literatura que siempre tiene detrás algo de verdad profunda y existencial. Es todo lo contrario al hermetismo, a lo complejo, a lo intelectual: estoy hablando de algo mucho más carnal, que siempre te devuelve alguna pista sobre los tema que vale la pena pensar, los temas más existenciales y oscuros y de los que tenemos menos información como la muerte, por qué nos duele tanto la pérdida, que es lo que perdemos cuando de verdad perdemos gente, qué tan vivos o muertos estamos cuando tomamos decisiones.

¿Qué escritores sentís que comparten tus preocupaciones?

—Este año descubrí a dos autoras norteamericanas exactamente en mi línea. Fue un descubrimiento extraordinario porque en general yo nombro más libros que autores, porque no siempre un autor cumple con esto de punta a punta. Son Kelly Lynk y Aimee Bender. De hecho hay muy poco de ellas en español, según tengo entendido. Las alineo totalmente en la tradición en la que me gustaría enmarcarme. Primero, siguen la línea norteamericana que más me gusta: control absoluto de lo que quieren decir, precisión, un relato con mucha tensión de principio a fin que te atrapa y no te suelta y te deja hecho un bollito, híper realista en su descripción pero con un trasfondo fantástico que casi sucede en la cabeza del lector. Un autor que me gusta muchísimo es Colm Tóibím, que no tiene nada que ver con la literatura fantástica, pero en sus novelas tiene una oscuridad bienintencionada, nada morbosa. Otro gran descubrimiento del año pasado fue Amy Hempel: cuando leí su cuento "La cosecha", que circula en internet traducido y es muy fácil de encontrar, me tuve que sentar en el sillón a pensar cómo iba a seguir de ahí en adelante.

Muchos te preguntaban, muchos te preguntábamos, después de El núcleo del disturbio y Pájaros en la boca, cuándo ibas a escribir una novela. Y vos, que siempre fuiste una militante del cuento, y que de hecho volvés ahora al género con Siete casas vacías, escribiste la nouvelle Distancia de rescate. Quería preguntarte por ese salto.

—No siento que haya dado un salto verdadero del cuento a la novela porque Distancia de rescate tiene una dimensión intermedia. Hay cosas sobre esa escritura que me hicieron sentir incluso mejor que el mundo del cuento. Me pasa algo —y supongo que le pasará a muchos cuentistas— que es la sentada del cuento: ese momento en que finalmente entendés lo que querés contar. Te sentás a escribir, lo terminaste y te levantás. Sin contar que hace dos meses estás pensando el cuento y que después lo tenés que reescribir tres o cuatro veces, ese período de gracia dura dos o tres días. Es muy rápido y está muy bien que sea así y mis mejores cuentos siempre son de una o dos sentadas porque hay energía, espontaneidad, una iluminación que uno puede agarrar y poner en un papel. En Distancia de rescate esos dos días se convirtieron en tres o cuatro meses. Fue la primera vez que de verdad yo me sentía escritora. Me levantaba todas las mañanas y sabía que iba a escribir cuatro, cinco, seis horas. Sabía qué iba a escribir, sabía hasta dónde iba a llegar.

¿Tenías un plan?

—No era un plan muy exacto, pero tenía algunos puntos por los que necesitaba pasar, tenía muy clara la historia. Yo no anoto porque creo que todo lo que me olvido debe ser olvidado, pero tengo una idea en la cabeza. Fue muy gratificante, fue una experiencia completamente nueva para mí.

¿Sabías que iba a ser una novela?

—No. A mi cabeza de cuentista le llevó bastante tiempo darse cuenta de que el cuento no estaba funcionando porque tenía un problema de extensión. Lo que quería contar no se podía contar en 20 páginas, como estoy acostumbrada. Me llevó tiempo hacer ese clic. Reconozco que en vez de leerlo como una oportunidad me empeciné en que tenía que ser un cuento hasta que prácticamente lo abandoné. Pero cuando encontré la voz de David, todos los problemas que estaba teniendo con el cuento se solucionaron.

Me gusta la frase "mi cabeza de cuentista".

—Es que hay un punto en que realmente me pregunto qué tanto juega a favor o en contra: si es que escribo cuentos porque estoy acostumbrada a esa distancia y entonces las ideas surgen para esa distancia, o si de verdad hay un verdadero interés por esa distancia y estoy encasillando las historias en eso.

En Distancia de rescate hay un trasfondo político con el glifosato, en Siete casas vacías está el cuento "40 cm cuadrados" con unos argentinos que se fueron a España, fracasaron y volvieron. ¿Cuánto te interesa, cuánta potencia narrativa le ves a la cuestión política?

—Me interesa mucho como ciudadana argentina. No me interesa nada en formato panfletario en la literatura. Sobre todo en el cuento, que le da muy poco espacio a ese tipo de cosas. En una novela podría ser, pero hasta ahí no más. Me parece que hablar explícitamente de eso en una novela o en un cuento es un poco didáctico y adoctrinador. Ya de por sí es explicativo y uno en la literatura no debe explicar nada. La literatura es un camino de descubrimiento.

Pero hay escritores que ponen su ideología y no necesariamente los hace paternalistas.

—Sí, por supuesto. En Distancia de rescate yo tenía muy claro que el problema era el glifosato y de hecho hay algunas versiones donde estaba la palabra. Pero no funcionaba. Me parece más interesante que un texto como Distancia de rescate pueda atemorizarte, hacerte tomar una conciencia más amplia de que en verdad estás en peligro, que cuando te sentís seguro en tu casa y estás a punto de cenar quizás estás tomando una muy mala decisión. Es posible que ese miedo te lleve a averiguar lo que está pasando.

¿Cuánto investigás para los cuentos? Pienso que el narrador tiene un conocimiento mayor de los temas y voluntariamente decide no volcarlo todo en el cuento.

—Depende. Si no sé nada del tema, como pasó con Distancia de rescate, investigo mucho y después se lo doy a leer a gente que sabe mucho del tema. Antes de publicarla se la di a un biólogo amigo mío que sabe mucho del tema. Porque había que trabajar con un montón de cuestiones y síntomas, que muchos asocian con cuestiones fantásticas, como el aborto espontáneo, las deformaciones... Y es lo que está pasando hoy en el campo argentino. Hay otras veces que salen de manera espontánea. También hay algunos cuentos que surgen de anécdotas que me cuentan. Pregunto mucho sobre las anécdotas: Samanta significa “la que escucha”, no me acuerdo en qué idioma. Me interesa mucho escuchar a la gente, sacarlas de su speech más común. Incluso la persona más aburrida, en cuanto empezás a hacerle preguntas dando un paso al costado de lo que está contando se convierte en un personaje impresionante.

¿Te preocupa tu imagen ante el lector? Me refiero a vos como escritora, no al narrador de los cuentos. Por ejemplo, en "Un hombre sin suerte" yo pensaba qué perversión me estabas haciendo leer.

—No me parece que haya maldad en lo que hago. Todo lo contrario. A veces expongo mucho, pero es una exposición que creo o intento que esté cuidada. Y que, sobre todo, esté justificada. En el cine, cuando la violencia es injustificada y no me están cuidando —no me están explicando por qué me exponen, no me están dando a entender qué es lo que aprendo a cambio, es sólo violencia por violencia— no me la banco, me levanto y me voy. Me siento abusada, siento que me están haciendo perder el tiempo. Pero cuando la violencia me lleva a algo, cuando la violencia me ayuda a pensar cosas que antes no había pensado, a sentir cosas nuevas, a cruzas ciertas oscuridades que no sabía que existían, cuando me da todo eso a cambio soy capaz de atravesar batallas espartanas. No me molesta. Es un precio a pagar. Espero poder estar haciendo lo mismo en los textos. En “Un hombre sin suerte” una de las cosas que intento demostrar es como la perversidad está primero en mi cabeza, porque lo escribí, pero también en la del lector porque sin su perversidad, ese texto no funciona.

***

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