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A una novela que no le sobra algo, algo le falta

Ricardo Romero participó del último encuentro del ciclo “Secretos del oficio” que llevó durante un año Nacho Damiano en la librería: “En la novela hay que desconfiar de la idea de perfección”, dijo.

Entrevista: Nacho Damiano.

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Foto: Victoria Rodriguez Lacrout.

Durante 2014 y 2015, Nacho Damiano llevó adelante el ciclo de entrevistas públicas “Secretos del oficio” en donde diferentes escritores contaron sus experiencias con la lectura y la escritura, como una suerte de “taller literario” en vivo. El invitado que cerró el ciclo fue Ricardo Romero, autor de varias novelas, como El síndrome de Rasputín e Historia de Roque Rey, entre otras. Presentamos aquí la desgrabación de esta extensa entrevista con la recomendación de que la lean con atención y el deseo de que la disfruten tanto como nosotros.

 

A lo largo del ciclo “Secretos del oficio” detecté que, si bien es bastante naif, un buen punto de partida (que sirve mucho para detectar el pathos del entrevistado) es empezar preguntando ¿por qué escribís?

—Así en frío, te puedo responder que uno escribe para averiguar por qué escribe, por qué tiene la pulsión de la escritura. Porque en realidad, lo que la escritura me produce, o lo que significa la escritura para mí, podría tener otras formas de canalizarse. Tiene que ver más que nada con la lectura y con ciertas imágenes que uno tiene en momentos determinantes de la infancia, en donde los libros se vuelven un objeto mágico.

Pero no todo lector es un escritor.

—Sí, y ahí es donde eso se une a la pulsión que uno tiene de querer participar de algo. Yo jugué mucho tiempo al básquet, en la adolescencia. Y me acuerdo de que notaba que había un compromiso y una entrega de mis compañeros con respecto al equipo y al básquet en general que yo no compartía, y el único lugar donde sí sentía esa entrega y ese compromiso siempre tuvo que ver con la escritura, incluso en momentos donde no escribía.

¿Sentías una pulsión que no estabas satisfaciendo?

—Claro, porque hasta que uno entiende cómo funciona esa pulsión pasa un tiempo. Hasta los veintipico de años mi relación con la escritura fue traumática, no en el sentido de “sufriente” sino de poco fluida, por lo menos no fluía de la manera en que yo quería que fluyera. Desde problemáticas prácticas y tontas de “cómo hago para escribir a máquina si no sé escribir a máquina” hasta cosas más complejas. Hablando de esto, tengo un recuerdo preciso (que parece inventado pero no lo es) que es un cuaderno papel araña, azul, en el que yo “jugaba a escribir”. Me acuerdo, incluso, de que ponía cara de “estar escribiendo”, dibujaba, hacía como electrocardiogramas, garabatos, que eran mis letras. Esa imagen la tengo muy grabada. Y después, cuando aprendí a escribir, hacía listas de libros que iba a escribir cuando fuera grande. Cosas del estilo de King Kong contra Robocop.

Habría que revisar esas listas, quizá hay buenas ideas.

—Puede ser, eh. No lo descartemos. Después obviamente apareció la poesía, y con ella la dificultad de dar cierre a las cosas. Me acuerdo que empezaba muchos textos que nunca lograba terminar, hasta que encontré cómo contar las historias que quería contar, cómo ubicarse en un lugar específico que me permitió encontrar una voz. Pero vuelvo a la primera respuesta: escribo para saber por qué escribo, por qué me pasa esto con la escritura, por qué cuando estoy escribiendo soy tan feliz y me siento tan de acuerdo con el mundo. Además, la escritura me da mucha libertad y me permite desprenderme de los bombardeos discursivos que uno sufre constantemente. Cuando quiero dejar de pensar boludeces, lo mejor que puedo hacer es sentarme a escribir. Incluso, una de las mejores maneras que he encontrado de anular los egos que surgen con la escritura, es la escritura misma. Para no estar pensando en cómo le está yendo al libro que se acaba de editar, me pongo a escribir: es lo que evita que me ponga a pensar. Obviamente, a uno le gusta que lo que escribe se edite y circule, pero hay que tener mucho cuidado con eso. Y el mejor remedio es la escritura misma.

Recién mencionabas la felicidad que te produce escribir. A lo largo de este ciclo me di cuenta de que existen dos tipologías de escritores (que creo que se nota en los textos que cada uno produce): los que disfrutan escribir y los que disfrutan haber escrito. Vos estás entre los primeros.

—Disfruto muchísimo de la escritura. Muchísimo. Incluso, cuando tengo días malos digo “es un día malo, mañana será mejor”, y al día siguiente me vuelvo a sentar con la misma alegría. Pero para eso es fundamental no sobrecargar de sentido el momento en el que te vas a sentar a escribir. El sentido aparece en la escritura misma.

Claro, no volverlo un ritual metafísico para no tenerle miedo. No obligarte a “estar a la altura de las circunstancias”.

—Exacto. Es eso, no obligarse a nada. Claro que es más fácil cuando ya estoy comprometido con una historia, cuando mi cabeza no para de conectar situaciones o escenas. Porque cuando estoy metido en algo, todo el día estoy pensando en eso. Ahora, por ejemplo, tengo una novela por la mitad y decidí frenar un poco porque estoy con mucho laburo. Cuando estoy en proceso de escritura, todo lo demás queda en segundo plano. Todo.

Y hay que pagar las expensas.

—Y hay que pagar las expensas. Además, tengo una relación con la escritura en la que llega un momento en el que todo agarra un ritmo muy vertiginoso y me di cuenta de que quiero experimentar la escritura de otra manera, para probar, para ver qué pasa con la historia en el “mientras tanto” y así poder disfrutarlo de otra manera. No sólo no quedarme con el disfrute que ya conozco sino además ver qué pasa con el texto, si esa forma distinta de composición también trae un resultado distinto.

Recién hablábamos de cuándo y cómo empezaste a escribir, pero no toda persona que escribe es un escritor. ¿Cuándo dejaste de ser un pibe que escribía para pensarte como un escritor? ¿Con qué tiene que ver esa diferencia?

—En un principio yo tenía la idea pudorosa, muy onettiana, de que uno simplemente es alguien que escribe, de que la “entidad” de escritor viene de afuera, originada en cómo el resto lo ve a uno. Después me di cuenta de que no, de que cada uno lo vive como puede o como quiere. Pero hay algo que sí responde a esta pregunta: yo estaba en Córdoba estudiando, tenía más o menos veinte años y estaba escribiendo una novela, o intentando, en realidad tomaba apuntes para una novela que finalmente escribí y cajoneé porque es malísima, impublicable. Bueno, estábamos en una reunión con amigos y en un momento alguien cuenta una anécdota personal terrible —que no voy a contar para que no me la roben porque me sigue pareciendo muy buena—. Y lo que noté ahí es que yo no la tomaba como el resto, no me impactaba como lo hacía con mis amigos, a mí me interesaba porque me parecía que era muy buen material para escribirlo. Ahí me di cuenta de que en definitiva el escritor es un tipo jodido que anda cosechando o manoteando historias ajenas, con una curiosidad casi morbosa por la potencia de esas historias, por lo que hay detrás de cada cosa que le cuentan. Porque para un escritor todo es material narrable, obviamente desde la propia perspectiva, la propia voz. Hay una idea que ya es casi una muletilla pero en la que creo sinceramente: uno escribe (o intenta escribir) los libros que le gustaría leer. Con esa premisa todo se vuelve material narrable en la medida en que pueda adaptarse a los mundos o libros que a quien escribe le gustaría leer.

Saer dijo en una entrevista que cuando se enteró de la gran inundación de Santa Fe (él vivía en París), se apenó por no estar allí, no para ayudar ni para estar con su gente sino para vivir la inundación y con eso poder escribir algo.

Me pasa lo mismo. Cuando me contaron esa historia, me di cuenta de que lo que en definitiva te convierte en escritor es tener una manera particular de estar frente al mundo, de sentir y procesar lo que te pasa, lo que te cuentan, incluso lo que leés. Quizás por eso nunca me torturo cuando atravieso momentos de no escritura, porque sé que sigo conectado con el mundo de una manera determinada, particular. Volviendo a la pregunta, yo no le doy tanta importancia a la idea de “ser un escritor”, creo que Onetti, por la forma que tenía de entenderlo, le daba demasiada importancia, le adjudicaba una carga de solemnidad que yo no le adjudico. Para mí un escritor es nada más y nada menos que un tipo que escribe, que se relaciona con un oficio. Además, ser escritor de ninguna manera habla de la calidad: yo digo “soy escritor” pero eso no implica que sea bueno o malo, es simplemente mi manera de relacionarme de forma saludable con el mundo, es lo que me mantiene en equilibrio.

¿Y cómo se relaciona eso con la cuestión laboral, más llana, de ganarse el mango?

—Yo trabajo de editor. Soy escritor, pero trabajo de editor, y si bien lo disfruto, podría trabajar de otras cosas. Eso se nota cuando te encontrás con editores de raza, que no “trabajan” de editores sino que “son” editores, siento esa diferencia. Yo sé que puedo trabajar muy bien un texto con un autor, pero toda la pasión de la salida del libro, de acompañarlo, la cuestión de la prensa, son aspectos en los que quizás soy más rengo, porque soy egoísta.

¿Qué fue lo primero que escribiste, ya no como diletante sino con la sensación de que tenías algo bueno entre manos?

Ninguna parte, que es la novela que después terminé publicando. El hito de esa novela es que fue lo primero que terminé. En ese momento vivía en Paraná y escribía para un semanario de humor político. Tenía una serie de notas que eran supuestamente deportivas, pero que trataban de un periodista deportivo que nunca llegaba a los eventos, siempre se perdía en algún recoveco. Me acuerdo de una nota dedicada a los Juegos Olímpicos Militares en China, que incluían la disciplina de “lanzamiento de granadas” (estas olimpíadas existen en serio en China). Bueno, en determinado momento hice un viaje al sur y me llevé los textos para tratar de ver si podía armar un libro de cuentos, y ahí apareció la novela.

Te cambio de tema: ¿juega algún rol el lector en el momento de escribir? ¿Pensás en eso?

—Sí. Creo que inevitablemente aparece la idea del lector, que va y viene, hay momentos en los que está más presente que en otros. A la larga es un juego, como una especie de escritura paralela, mientras voy contando la historia se me va armando la idea de la lectura, de quién va a recibir lo que estoy haciendo y cómo lo va a recibir. Incluso a veces me aparecen nombres propios “esto le va a gustar a Pepito”. Pero no modifica lo que hago, la libertad que siento a la hora de escribir me permite, incluso te diría que me obliga, a ir a donde vaya surgiendo, y a veces ni siquiera saber a dónde estoy yendo. Creo que ése es uno de los motores de mi escritura, por eso casi no escribo cuentos, porque el cuento requiere tener una noción más clara de lo que estás haciendo y hacia dónde estás yendo, y yo en ese sentido prefiero la novela, que tiene algo más ligado a la búsqueda: hay algunos puntos a los que sabés que querés llegar pero no tenés idea de cómo va a ser ese recorrido. Eso me parece lo más rico de escribir cualquier cosa.

Sin embargo, tenés novelas de género (que de algún modo te obligan a encuadrarte un poco más) y hasta tenés sagas. Ahí sí hay una estructura, me imagino.

—En la saga hay una estructura previa. Yo me planteé esas novelas con la estructura de 27 capítulos divididos en tres partes y un epílogo. De hecho, ahora que lo pienso, es muy estructurado. Pero en su momento me pareció necesario para contenerme, porque si no iba a terminar como Historia de Roque Rey, me iba a desmadrar. Pero si bien está esa cuestión de la estructura, siempre me permití jugar mucho. Por ejemplo, en El síndrome de Rasputín aparece un personaje al que lo tiran de un edificio y va a parar a un hospital público. En ese hospital, necesitaba que tenga un compañero de habitación. Pero de repente, ese personaje que en un principio sólo me servía de “compañero de habitación”, cobró una dimensión enorme, se transformó casi en fundamental para todo el libro. Eso no estaba pensado. Lo que quiero decir es que si bien tenía una estructura bastante rígida, me permitía ir acomodando las fichas como mejor me pareciera en cada momento. En Historia… me pasó todo lo contrario: tenía un principio, una piedra fundamental, que era un personaje que usaba los zapatos de los muertos. Ahí apareció el comienzo: la escena en la que Roque se va con los zapatos del tío, pero no sabía cómo iba a hacer para que ese personaje termine usando los zapatos de los muertos. Y en el medio, pasa la escritura. Empezaron a aparecer personajes y situaciones, por ejemplo, toda la parte de “Los espectros”, que se me había ocurrido pero no sabía cómo encararla o cómo hacerla encajar con el resto de la novela. Lo mismo con la historia de la casa de Gallardo: mientras estaba escribiendo, a mí me pasó exactamente eso: me tuve que ir a vivir un mes a la casa de mis suegros, mi casa era un desastre. Esa experiencia traumática, incómoda, yo la canalicé con la escritura. Pero no estaba planificado de ninguna manera, simplemente me pasó en la “vida real”. Lo que me llama muchísimo la atención es que es la parte más luminosa de la novela, y quizás tenga que ver con lo que hablábamos antes (que incluso las cosas que me pasan a mí las tomo con la mirada del escritor), lo que recuerdo de esa época, más allá de las incomodidades, es que todas las mañanas me sentaba a escribir en un bar y era un momento muy placentero, muy gozoso. Volviendo a lo de las estructuras, creo que la trilogía es la que está en el medio rompiendo algo, no es la forma en la que habitualmente escribo, de alguna manera me corrió un poco de lo que estaba acostumbrado a hacer. Y, por otro lado, fue una experiencia de aprendizaje, todo lo que escribí después sin dudas se vio enriquecido por la experiencia de escribir la trilogía.

Me quedé pensando en lo que decías de que lo que determina la diferencia entre un escritor y alguien que escribe es esa cuestión de estar atento a lo que pasa para convertirlo en ficción. Supongo que se te ocurren un montón de ideas que finalmente no terminás usando. ¿Cómo funciona ese filtro que establece qué es material narrable y qué no?

—Creo que ahí actúa mucho el azar. Pero además, trato de evitar tomar apuntes, porque me ha pasado muchas veces que cuando traslado una idea a un papel en forma de notas, después no puedo volver a eso, como que de algún modo se cristaliza, pierde el eco que tenía originalmente en mi cabeza. Mientras es una idea, a veces casi una sensación te diría, es algo fluctuante, vivo. Por eso tampoco le cuento a nadie lo que estoy escribiendo, es contraproducente. Y otra cosa fundamental es que tengo muy buena memoria (ojalá me dure), por lo que ciertas ideas siempre están presentes, siempre vuelven, entonces sólo tengo que esperar a encontrar la mejor manera de contarlas. Como no escribo cuentos, esas ideas siempre terminan formando parte —lateral— de algo más grande.

Una especie de darwinismo de ideas, la que vuelve es la que termina escrita.

—Claro que a veces vuelve transformada, pero a la larga, las obsesiones que uno tiene son siempre las mismas. Quiero aclarar que yo no pienso tanto en términos de ideas, a mí se me ocurren personajes o ambientes, y después lo que hago es perseguirlos para ver de dónde vienen esos personajes, cuál es su historia, y ahí se va armando el relato. A veces es el personaje en una situación, a lo sumo una escena en particular. También, muchas veces, el puntapié inicial es un clima, una atmósfera.

Bueno: alguien que usa los zapatos de los muertos es un buen ejemplo de esto.

—Claro, en Historia… apareció esa escena. En un principio, imaginate: no tenía idea de qué significaba eso. Pero no escribo a partir de ideas, no me pongo a pensar y digo “bueno, voy a escribir acerca de cómo funciona la sociedad y cuáles son las diferencias respecto a cómo funcionaba antes”, a mí no me sirve eso. Otros escritores sí parten de ahí y lo hacen muy bien y terminan escribiendo cosas buenísimas, pero a mí no me estimula, lo mío nace de un lugar más difuso, que me resulta más interesante justamente porque no sé bien qué es lo que quiero decir y hacia dónde voy. Hay días en los que más o menos sé qué es lo que voy a escribir al día siguiente, hay días en los que pensaba que sabía y cuando al día siguiente me pongo a escribir noto que salió algo completamente distinto, y hay días en los que, cuando la novela ya está caminando, simplemente me siento a ver en qué puedo avanzar. A veces, claro, me salen dos oraciones, un parrafito y veo que no le encuentro la vuelta. Pero cuando veo que lo que escribí camina, es una sensación impresionante, sentís que te entra el aire a los pulmones de una manera totalmente especial.

¿Completamente inexplicable, carece de método, simplemente sucedió?

—No te creas, hay un método: insistir. La voluntad de sentarte a escribir pase lo que pase, sin pensar demasiado en lo que eso significa y sobre todo sin esperar que eso signifique algo para nadie más que vos. Es la experiencia misma de la escritura. Acompañar a un personaje como Roque durante cuarenta años de su vida para mí fue algo completamente nuevo, experimental, no sé cómo lo va a vivir quien lo lea, pero para mí fue una experiencia nueva que me formó como escritor, fue algo muy intenso. Es muchísimo tiempo en el doble sentido de la idea: mucho tiempo en la vida de Roque y mucho tiempo de escritura, estuve un año y medio con esa novela.

Ahí hay algo nuevo, ¿no? Como lector me parece que tus textos anteriores tienen algo de lo inmediato, de lo veloz.

—Sí, sobre todo el primer libro está escrito en muy poco tiempo.

¿Pero eso es bueno o malo? Te estás como disculpando.

—No, tampoco disculpando, pero antes lo decía y algunos se escandalizaban, entonces ahora no me quiero mostrar demasiado orgulloso de esa velocidad. El tema es que hay un momento en el que la escritura se me impone, incluso —o en especial— con Historia…, porque quizás escribía una parte y por ahí pasaban dos meses en los que no escribía nada hasta que volvía a conectar. Es un poco lo que me pasa ahora, durante un tiempo escribí mucho y ahora paré hasta que pueda retomar y conectarme de nuevo. Tiene que ver con cómo le funciona el músculo a cada uno, cuáles son los resortes de la imaginación. Pero a la larga creo que todo es una cuestión de si podés conectar o no con el universo de lo que estás escribiendo. Cuando por equis motivo te desconectás un tiempo, después volver no es fácil, te ponés a releer y en la relectura corregís, todo se vuelve más arduo hasta que un día entraste de nuevo y sale más fácil y después más fácil todavía. Pero cuando ya estás adentro de nuevo podés tener días difíciles, pero todo fluye mucho más, llega un punto en el que sentís que avanza casi sin tener que empujar.

O sea que si tuvieras que dar un consejo sería “tratar de estar lo más frecuentemente dentro del mundo que estás narrando”.

—Sí, conviviendo con ese universo donde transcurre lo que estás queriendo contar.

Volvemos a cambiar de tema: ¿qué lugar ocupa la publicación en lo que estás escribiendo? Salvo los textos del principio, ¿publicás todo lo que escribís?

—He tenido suerte y eso ha permitido que casi todo lo que he escrito haya sido publicado, menos esas cosas del principio.

¿Eso influye en tu forma de trabajar? ¿Te lanzarías a escribir algo si no estuvieras seguro de que se va a publicar?

—Sí, claro, y es lo mejor que te puede pasar. Mirá, te doy un ejemplo: con la trilogía yo ya tenía pactada la publicación de las tres novelas, por lo que sabía que salvo que fueran un desastre, iban a ser publicadas. Pero a Historia de Roque Rey le dediqué un año y medio sin tener la menor idea de si alguien me la iba a querer publicar. Es una novela de 500 páginas de un autor poco conocido, que venía de hacer algo completamente distinto. Lo mismo con lo que estoy escribiendo ahora. Obviamente, una vez que uno va teniendo más libros publicados y más prensa y esas cosas, todo se va haciendo más fácil, pero justamente lo que te permite es probar, aunque siempre está la duda acerca de si lo que estás haciendo le va a gustar a los editores, si me van a seguir publicando si no venden el libro anterior, etc. Pero el momento de la escritura tiene que estar al margen de eso, es el momento que te permite no pensar en absolutamente nada más que en lo que estás haciendo, una instancia de puro presente, donde sos vos y la escritura y nada más. Igual, está bien la pregunta porque cuando uno va teniendo una carrera tiene que plantearse eso, porque es un momento peligroso. Uno tiene que ser muy consciente de si está escribiendo lo que esperan que uno escriba o lo que realmente quiere escribir, por eso es complejo vender obras de antemano. Creo que el equilibrio ideal es saber que va a haber editores interesados en lo que hagas pero sin deberle nada a nadie, ni vos a ellos ni ellos a vos, ni vos comprometido a entregarles nada ni ellos comprometidos a editar cualquier cosa que les lleves. Lo que eso te garantiza es la certeza de que cuando ofrezcas algo va a ser pura y exclusivamente lo que querías escribir. Este año, por ejemplo, va a salir una novela muy chiquita que no tiene nada que ver con nada de lo que haya escrito, y me salió así. Quizás esta sí nació de una idea, de un planteo. Hay un orden natural de las cosas, por llamarlo así, de cómo funciona el mundo en el que vivimos. Y me interesa mucho cómo funciona todo cuando se elimina o se agrega alguno de esos factores. Es algo que en general funciona en los géneros: en el fantástico, en la ciencia ficción, en el terror, esos textos en los que cambia la naturaleza de las relaciones del hombre con su entorno, con el mundo. Y si bien eso que cambia me atrae, con la idea sola no podía hacer nada, hasta que no apareció una voz y un personaje, no tenía un texto, tenía, justamente, una idea. Además, rompía con casi todo lo que había escrito: está narrado en primera y yo casi siempre escribo en tercera, es fragmentario, es corto; yo pensaba: ¿quién va a editar esto? Pero eso no me impidió seguir, y ahora se publica. Esa satisfacción es enorme, es el equilibrio que uno tiene que ir buscando.

Bueno, pero cambiás mucho con respecto a lo que venías haciendo. Ninguna parte no tiene nada que ver con la trilogía que a la vez no tiene nada que ver con Historia… y que a la vez me decís que lo nuevo es distinto a todo lo que venías haciendo. Evidentemente te gusta mucho esa experimentación.

—Tiene que ver con las búsquedas, que a veces no se agotan en un libro y a veces sí. Por ejemplo, lo que estoy trabajando ahora de algún modo retoma cosas que me interesaban cuando empecé a escribir la trilogía y que terminé dejando de lado porque la trilogía me llevó a otro lugar.

Te cambio drásticamente de tema una vez más: ¿cómo trabajás la corección?

—Corrijo mucho durante la escritura, en el mismo momento escribo y corrijo. A la vez, al día siguiente, reviso lo que hice la jornada anterior, no sólo para corregir sino porque me ayuda a entrar de nuevo en el texto. Ahí acomodo, retoco, modifico algunas cosas. No tengo la idea de “borrador”, yo trabajo con versiones porque cuando llego al punto final no hay cosas irresueltas en el medio. He intentado escribir una historia por momentos, empezando por el medio, etc. Perros de la lluvia, por ejemplo, era ideal para hacer eso: podría haber escrito primero una historia, después la otra y al final mezclar todo, pero no puedo trabajar así. Así que incluso esa, que se prestaba mucho, fue escrita exactamente en el orden en el que está publicado. Así me sale. Creo que hay algo de partitura, de ritmo, de sonido, incluso creo que a veces abuso de eso y en algún momento debería empezar a vivirlo de otra manera.

¿En qué sentido decís que abusás?

—En que esa cuestión de musicalidad me lleva a que las cosas lleguen a un punto y terminen “donde tienen que terminar”, como una lógica de “escenas”. En algún momento quiero escribir 50 páginas de corrido, sin espacios ni salto de capítulos, con menos estructura, más desbordado. Pero bueno, serán experiencias que vendrán.

Volvamos al proceso: terminás la primera versión, ahí releés y corregís todo.

—Sí, lo corrijo entero, generalmente dos veces, hasta que no puedo leerlo más, llega un punto en el que tengo que dejarlo. En ese punto se lo doy a Victoria [la mujer] y a algunos amigos para que lo lean, porque muchas veces me quedan dudas pero nunca sé si son producto de tanto leer y pensar. Porque para mí, y esto es una fuerte convicción, hay que desconfiar de la idea de perfección. Buscar la perfección no funciona. La perfección tiene que ver con la idea de artefacto, y a mí me interesa la literatura como algo orgánico, como algo vivo. En el artefacto todo “funciona”, pero prefiero el error, el exceso, incluso la falta, el defecto, cierta disonancia o discordancia pero que la cuerda esté vibrando. Trabajando de editor uno termina teniendo cierta mirada de lo “redondo”, pero en el rol de editor también intento evitarlo y respetar el impulso y la pulsión que ese narrador tuvo al escribir lo que escribió. Y eso me pasa a mí también: trato de respetar al otro que fui cuando escribí lo que escribí, corrigiendo y ajustando lo que haya que ajustar, pero sin perder nunca la idea de la organicidad. Para mí eso es fundamental, me atrae mucho el exceso: Bolaño y su 2666, Kusturica, Paul Thomas Anderson en Magnolia. Al mismo tiempo, obvio, esto no quiere decir que tenga que ir siempre por ese lado. Pero sí me parece importante no intentar borrar todas las huellas y obsesiones y pulsiones que el texto tuvo originalmente.

Que a la larga es lo que le da la personalidad.

—Claro, eso es el estilo. Yo creo que una novela a la que no le sobra algo, le falta algo. Hay novelas que son perfectas, son artefactos maravillosos, pero que sin embargo no me emocionan ni me comprometen en su lectura como otras en donde las cosas están más desordenadas. Un ejemplo muy claro es El origen de la tristeza y La ley de la ferocidad, ambas de Pablo Ramos. El origen de la tristeza me parece un artefacto perfecto, pero no me perturbó ni me convocó ni me invadió como La ley de la ferocidad, que es una novela que te pasa por encima, justamente por el desborde. Si hubiera buscado la perfección, seguro que Ramos podría haberla trabajado más, haberla limado más, haber buscado los silencios, etc. Pero esa novela funciona así, y justamente por eso te pasa por encima. En ese sentido me parece que es un principio casi arltiano, Los siete locos y Los lanzallamas es repetitivo, tedioso, pero es una experiencia de lectura única y esa confianza del autor en su propia voz es lo que hace la diferencia. Como decía Bolaño, los libros que valen la pena son los que te llevan hacia lo desconocido, y un libro perfecto difícilmente te lleve a lo desconocido. La perfección es algo demasiado limpio, es un artefacto, no tiene vida.

¿Te modificó la forma de escribir el hecho de trabajar como editor?

—La verdad que no estoy muy seguro, pero sí creo que influyó sobre todo en lo que tiene que ver con la corrección. También es innegable que en el momento de escribir, uno ya tiene el ojo entrenado para ciertas cosas. Al mismo tiempo, el laburo de editor me devolvió lecturas, es paradójico esto porque muchas veces ese oficio te quita la frescura a la hora de sentarte a leer, e incluso las ganas de leer por fuera del laburo, pero trabajar con la colección de clásicos de Gárgola, volver a leer Sherlock Holmes por ejemplo, o El fantasma de la ópera, me devolvió el origen de la pasión, el origen de la relación con la lectura. Y para mí eso fue fundamental. Quizás la carrera de Letras te lleva hacia lecturas más exigentes o más sofisticadas, y volver a esa relación primigenia con la lectura me generó un equilibrio fundamental. Tengo terror, más que a dejar de escribir, a dejar de disfrutar de la lectura.

¿El trabajo de editor es lo que puede llevarte a que dejes de disfrutar la lectura?

—No creo, porque no se lo voy a permitir. Pero como imagen me da terror, quizá porque siento que nunca voy a dejar de escribir, aunque sea con esta idea de escribir sin escribir, esa forma de ver el mundo de la que hablábamos antes. Pero cuando no sé qué leer, cuando entro a una librería y no logro entusiasmarme con nada, me da un desasosiego terrible, una angustia mucho más fuerte que la idea de la página en blanco. Nada me perturba más que pensar que no encuentro un libro que me entusiasme ni me sorprenda. Y para eso es importante, creo, leer más, investigar más, no quedarse en el canon, en Saer o en Aira. Es aburrido sólo quedarse en Saer o Aira, ninguno de los dos me convoca demasiado. Pero sí en algún momento las novelas Abelardo Castillo, o las de Daniel Moyano, o Haroldo Conti. Sin ir más lejos, Intemperie, de Roger Pla, una novela espectacular de la década del 70, editada por la Universidad de Rosario, me marcó muchísimo. Esa novela es mi Ulises.

¿Tenés rituales a la hora de sentarte a escribir? ¿Necesitás meterte dentro de algún tipo de atmósfera o te sentás y arrancás?

—El ruido ambiente de los bares me sirve, a veces me perturba el silencio total de mi casa. Tener una mesa con una ventana donde levantar un poco la vista es importante, aunque también me gusta tener mi biblioteca a mano, más que para consultarla para mirarla, para sentirme acobijado. Más que rituales tengo ciertos mimos que me hago a mí mismo: el cafecito, esas cosas. Ahora estoy dejando el café porque tomaba muchísimo, estoy más con el mate. En general escribo a la mañana, una o dos horas antes de irme a trabajar. Pero sí, más que rituales son cosas que tienen que ver con la rutina, con la conexión con el texto siempre más o menos en las mismas condiciones, porque me ayuda a conectarme con lo que estoy escribiendo.

¿Qué consejo de oficio le darías a alguien que está empezando a escribir?

—La voluntad. Insistir me parece fundamental, perderle el miedo al momento de sentarse a escribir, incluso te diría ser irresponsable al momento de sentarse a escribir. Es importante tener muy claro que nadie está esperando que escribas, de hecho no tiene mucho sentido que lo hagas si lo ponés a jugar con lo que pasa en el mundo “real”, más si escribís ficción. El tema es que la ficción es una válvula de escape por la que se piensan muchas cosas que están demasiado presionadas en el universo de los otros discursos. Por eso es fundamental no perder la capacidad de asombro ni el entusiasmo por la lectura. El cine y la televisión (me refiero más que nada a las series) también me van alimentando constantemente, y en un momento se arma algo y surge la escritura. Y cuando surge, no pensar “no sé qué decir, no sé cómo escribir esto”. No: hay que olvidarse de eso, sentate a escribir, y mañana sentate de vuelta y pasado mañana volvé a sentarte. Seguramente al principio no va a salir bien, bueno, no hay que preocuparse, lo importante es que salga algo. En algún momento vas a sentir que empezás a encontrar tu voz, vas estando más cómodo con lo que vas haciendo. Nunca hay que olvidarse de que no le tenés que rendir examen a nadie porque nadie está esperando que escribas. La responsabilidad es para con uno mismo. Si sale algo muy malo, no importa, lo que realmente importa es decir “lo hice”. Si no es muy bueno, a seguir insistiendo. Como dijo Beckett, “fracasar de nuevo, fracasar mejor”. Esa es mi relación con la escritura, aún hoy en día. Por eso me interesan más los talleres de lectura que los de escritura, hay gente que quizás necesita la consigna, eso puede servirle de motor. Para mí el motor siempre fue la lectura y mirar películas y series de televisión, en especial series malas, porque por la forma que tienen queman historias constantemente, aparecen personajes nuevos y desaparecen enseguida, no hay desarrollo de nada, entonces la cantidad de situaciones narrativas con las que trabajan es enorme. Queman historias todo el tiempo, es una picadora de carne, hacen hamburguesas con ideas, pero si frenás un poco y las desarmás, hay cosas que están buenas, que se pueden desarrollar, y me parece que en eso hay algo muy valioso. Después, claro, también hay series muy buenas, pero siempre necesito una mala.

La última. ¿Por qué deberías ser leído? ¿Qué es lo mejor de la literatura de Ricardo Romero?

—Es muy difícil esa pregunta. Lo que puedo responder es que soy honesto con mis pulsiones, mis limitaciones, mis obsesiones. Dejo todo en la cancha. Quizás a algunos les sirva, a otros no tanto. Lo que puedo decir es que siempre hice lo mejor que pude, y no sólo en el sentido de la capacidad, sino, y especialmente, en el ético. No mezquiné, no regulé, no dejé nada para después. Todo lo que podía hacer está ahí. En la próxima novela renaceré o moriré, pero no dejé nada para después. No especulo. En mi literatura no hay especulación.

Muchísimas gracias Ricardo. Gracias a todos por venir.

[Aplausos]

 

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Por Marc Augé

Viernes 01 de abril de 2016
Las tres vanguardias
El seminario que cambió la forma de leer la literatura argentina del siglo XX por primera vez en librerías. Este volumen reúne las once clases del seminario que dictó Ricardo Piglia en la Universidad de Buenos Aires en 1990.
Un ensayo de Ricardo Piglia
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