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"A mí me tocó vivir mucho"

Hugo Mujica

Fue obrero en una fábrica de vidrio, pintor en Nueva York, hippie en Woodstock. Compartió gurú con Allen Ginsberg, hizo voto de silencio en un monasterio por siete años y contempló el mar Egeo desde Monte Athos. Ni Olga Orozco, quien le tiró la carta natal, podría haber presagiado completa la vida de este poeta buceador de lo profundo, capaz de hace levitar palabras en el vacío.

Entrevista y foto Valeria Tentoni.

"Hay sólo un atajo: perderse", se lee en un poema que Hugo Mujica escribió hace más de treinta años. ¿Fue antes o después de escribirlo que le hizo caso? Hermano del medio, hijo de padres anarquistas, se pasó la adolescencia trabajando en una fábrica de vasos y botellas, en Avellaneda. Vio el vidrio antes de ser vidrio: la lava urgida de forma. Decidió que era pintor y que tenía que irse. Partió y fue pintor. Aterrizó en Nueva York en plena década del sesenta: no hablaba una gota de inglés. Fue lavaplatos en el Greenwich Village, explorador del LSD con Timothy Leary, activista en las avenidas. Compartió gurú con Allen Ginsberg, vivió en comunidad y fue uno de los miles de hippies que poblaron Woodstock. Recuerda que después de eso, y antes de entrar en el silencio de un Monasterio Trapense por siete años, sentía un enorme desprecio. Un desprecio inexplicable hasta que una epifanía al final de un túnel de luz en un viaje lisérgico le reveló su próxima estación.

Olga Orozco le leyó el destino en una carta natal, pero eso fue mucho tiempo después. En el medio vivió en Francia, recorrió Europa en autos de alquiler, miró desde Monte Athos el mar Egeo como se miraría el universo si cupiera en una ventana.

Viajero incansable, lo primero que hace al llegar a un lugar nuevo, si lo tiene cerca, es acercarse al mar. “Para mirarlo”. Puede hablar del Mar Muerto, "un mar casi seco". Puede hablar del Mar de Galilea, del que predica es plano. "Así", dice, y con la mano empareja una línea imaginaria a la altura de su pecho. "Igual, el paisaje que más sentí fue la pampa. Lo chato, la llanura. Viví diez meses en una estancia y pasé todo al comedor, porque el comedor tenía un gran ventanal y daba hacia lo abierto, el infinito", dice. Hace tiempo ya que vive en Buenos Aires, aunque en esta ciudad casi no se pueda ver el horizonte (¿desespera más eso que no poder ver el cielo?): "Vivimos entre paredes y eso encierra mucho, porque el mundo se vuelve humano y nada más que humano: estás convencido de que todo lo hicimos nosotros. Pero yo amo Buenos Aires, mi país es Buenos Aires”.

Su voz es grave y en su garganta las palabras apenas cobran volumen antes volver a recostarse. Con esa misma voz, Hugo Mujica celebra la misa todos los domingos: además de ser el autor de una veintena de libros de poesía, ensayo y narrativa (narrativa empezó a escribir porque Pipo Pescador, después de escucharle una historia, lo mandó a escribirla “así como se la había contado a él”), es sacerdote. Ya no vive en la iglesia, sino en su casa, rodeado de una prolija biblioteca de tres mil volúmenes que llega hasta el techo. Una biblioteca frente a la que está desde la mañana, como en un bosque frondoso de cuatro metros de altura, pensando en que los lomos son como troncos y las páginas como hojas.

Acaba de llegar de Rumania, donde le entregaron un premio por su trayectoria poética. En Buenos Aires, mientras tanto, El hilo de Ariadna acaba de publicar Al alba los pájaros, antología que recorre sus libros entre 1983 y 2016.

 

Pasaste diez años en Estados Unidos en los sesenta. Eras pintor por entonces, ¿no?

Sí, tenía 19 años cuando me fui y a esa edad no te hacés muchas preguntas. Se me ocurrió que me tenía que ir y punto. Cuando llegué a Estados Unidos no hablaba una palabra de inglés, así que lo aprendí en la calle.

¿Y a pintar cómo se te ocurrió?

No, eso de chico me venía, pintar era connatural para mí. Agarrar un papel, un lápiz, escribir. En la primaria hacía dibujos, recibía premios.

¿En tu casa había libros?

Mis padres eran obreros, ambos. Y esa generación más o menos socialista anarquista de Avellaneda compraba libros para los hijos, libros que iban a leer sus hijos, pero no ellos. Compraban más bien enciclopedias, esos libros que vendían por las casas. Los compraban porque el saber era libertad, tenían esa idea. Y yo de chico leía lo que me llegaba. En la fábrica, mi madre tenía un trabajo que le daban solo a las mujeres, el de envolver cada pieza en papel. Así que recibían gran cantidad de papeles, para millones de vasos, y parte de ellos eran pliegues abiertos de libros, de gran tamaño. Y mi madre los cortaba y armaba libros, les hacía portadas. Eran obras clásicas; ahí leí Los tres mosqueteros, La dama de las camelias, todas esas novelas que se vendían. Se ve que sobraban y los usaban ahí.

¿Eran anarquistas los dos?

Mi madre no sé si tanto, pero mi padre sí lo era. Él quedó ciego cuando yo tenía seis años, así que eso trastocó bastante las cosas, y a los trece años yo ya trabajaba de obrero en la fábrica, en la misma en que trabajaban todos. Yo no tuve tanta infancia, por así decirlo. Al menos no la recuerdo, ni intento tampoco. Trabajaba a la mañana y a la noche iba a la escuela secundaria, que era no sé si el primer o segundo año que había nocturna, cosa que no había antes. Había que ser mayor de 21 años para ir, e iban todos los hombres que habían abandonado la escuela y ahora podían retomar. Como yo era sostén de hogar por mi padre jubilado tenía permiso para ir. Era un especialista en sexualidad, porque todos pensaban que me tenían que explicar las cosas; además estaba esa visión de que si el padre no ve tampoco puede hablar, esa simplificación, y me volví algo así como el hijo de toda la escuela.

¿Qué tareas hacías en la fábrica?

Lo que hacíamos los chicos era ir al horno, con una varilla, y como si fuera caramelo tomábamos el vidrio y se lo llevábamos al que iba a soplar y a armar las botellas, los vasos, lo que fuera. Ahora todo eso lo hace una máquina. Era lindo. Algo que yo me acuerdo es del horno. Algo poderoso. El vidrio al fuego se vuelve rojo, y tienen que darle forma antes de que se endurezca: el tiempo te lo da la materia ahí.

Para los 19 entonces habías terminado el secundario y te fuiste.

A los 18 empecé con la fantasía de viajar, de irme. Me asfixiaba en el mundo en que vivía. Lo sentía estrecho. Viajar siempre fue constitutivo para mí. Pero yo me iba de Argentina desertando del servicio militar, entonces me acuerdo que el avión, que era un avión de morondaga, paraba en Rosario, Lima y después llegaba a Miami. Y que cuando paró en Rosario yo estaba convencido de que habían parado para agarrarme. Por supuesto no fue así. Así que llegué a Miami. Ahí tenía el contacto de una revista, una amiga mía me había escrito: "I want to go to New York". ¡Y a mí nunca se me ocurrió que me iban a contestar también en inglés! Pero era todo así, esa cosa maravillosa que hacés de joven, no existe el peligro. Lo peor es que es verdad, no existe. Después se asusta uno.

¿Lo conociste ahí a Allen Ginsberg?

Sí, lo conocí un tiempo después. Éramos muy del barrio, del Lower East Side. Yo todavía no escribía, pero sí pintaba; de todos modos, a los pintores no los conocía, estaba más vinculado con escritores que con pintores, ahora que lo pienso.

¿Estuviste en Woodstock?

Sí. En ese tiempo yo ya tenía un gurú, Ginsberg lo trajo a Nueva York y ahí yo me conecté con él. En la película de Woodstock, de hecho, aparece mi gurú bendiciendo el festival. Fue maravilloso. Para el 67, 68, los sesenta se habían podrido. Mis amigos o bien morían en un pulmotor, por drogas o volvían al sistema, al cual yo nunca había pertenecido. O aparecía esta vertiente, estos gurúes que empezaban a llegar a Estados Unidos; hombres maravillosos vestidos de azafrán. Yo quería ser como ellos. Era plausible engancharte en la religión a través de eso, más que a través de la iglesia tal y como la conocemos. Además todo el hippismo fue muy mítico. En ese contexto apareció este oriental.

Lo estás contando rápido, pero cada uno de estos momentos es enorme.

Sí, pero también es como que después construís. Siempre cuento la misma anécdota: yo quería tener amigos hippies, me parecía lo más ser hippie. Era lo que había que ser. Y una vez alguien, hablando conmigo, de pronto me dice: "Porque ustedes, los hippies...", y ahí me di cuenta de que ya lo era. Usaba la misma ropa: la camisa azul con charretera, me había hecho hacer las sandalias.

¿Y de qué vivías en esa época?

Y, trabajé de lavaplatos, de mozo, lo típico. Y después empecé a tener trabajos mejores. Fui fotógrafo de una galería, por ejemplo.

¿Llegaste a exponer tus obras como artista plástico en Nueva York?

Sí, hice una sola exposición. El día que se inauguraba fue el famoso apagón, el día del black out en Nueva York, que se cortó la luz en toda la ciudad. Yo estaba convencido de que era contra mí. Pero fue un día lindo igual.

¿Cómo eran tus obras? No encontré imágenes de ellas.

Y, no, porque casi no existen. Hay solamente en un libro algunas fotos. Es que después yo me fui a la Trapa y eso quedó todo ahí; tengo dos detectadas, nada más. Tampoco tenía un nombre como para que todo eso sobreviviera.

¿Te quedaste con alguna?

No. Eran obras de expresionismo abstracto; según ellos decían era más latino, qué se yo.

¿Y poesía cuándo empezaste a leer?

Digamos que durante un tiempo la leía, pero no me tocaba. Yo diría que el primer libro que me tocó fue uno de Ungaretti. Tuve la impresión de suspensión, de quedarme ahí. De asombro de lo que podía suceder ahí.

Pero recién escribiste en el Monasterio Trapense.

Claro. El gurú mío fue a dar una conferencia a un monasterio trapense y ahí ya me quedé. Siete años. Antes de eso vivíamos en las afueras de Nueva York, en formación en el sentido de maestro-discípulo. Y los maestros espirituales no me dejaban leer, porque la idea era que si vos leés, cuando te pasa algo, lo interpretás. Entonces primero te tiene que pasar, y después buscás quién hablaba ya de eso. Era la idea de que lo que te pase, que te pase, y después viene la cabeza. Si tenés primero la cabeza informada, lo que te pasa no te pasa, porque lo atajás en seguida con lo que ya sabés. Después, en la formación en la Trapa, lo que más me movió fue el silencio. Los dos primeros años, el que me guiaba a mí me dijo: “Bueno, ahora todas las tardes andá al bosque”. El lugar era maravilloso. Yo le pregunté: “¿Y qué hago en el bosque?” “Nada”, me dijo. “Y no reces, porque rezar es seguir sacando cuentas”. Y era aprender a nada, dejar ese nerviosismo que llevás, esa funcionalidad de hacer algo, de invertir.

Y lo del silencio, ¿era un voto que tenían que hacer?

Claro, no se habla. Nadie se habla con nadie.

¿La voz no la usás en ningún momento del día?

Sí la usás, porque tenés la misa y cantás salmos, los oficios. Y el silencio ese me quedó, desde el silencio escribo. Me doy cuenta de que la gente lo escucha, cuando leo.

También tuviste experiencias con el LSD.

Sí, en los 60 yo trabajaba con Timothy Leary, el doctor de Harvard que experimentaba con los alumnos hasta que lo echaron. Y después él se volvió una especie de gurú, después fue candidato a gobernador, y después lo encontré en televisión un día; era como un freak, un gurú de la computación. Decía que la computación venía a expandir la mente; lo que antes decía que hacía el LSD, ahora lo iba a hacer el mundo de las computadoras. Él y Ralph Metzner fueron quienes trabajaron en el hacer química del peyote. Esa experiencia fue muy buena, porque la droga todavía no era de consumo, tenía otro contexto. LSD era la League for Spiritual Discovery: era una búsqueda. Ahora es más bien una evasión, pero por entonces era la pregunta por qué te pasaba cuando se abría la cabeza.

¿Y qué te pasaba cuando se abría la cabeza?

Depende. A mí siempre me fue muy bien. Lo que te pasaba, básicamente, era relativizar la escenografía que construimos dentro de la cual nos creemos que somos el personaje principal. La solidez no existe. Pero, en medio de todo eso, te das cuenta de que está bien así. Que no hay por qué tener miedo. Que está todo bien. Te da eso: dimensión. Que vos te inventaste que eso o aquello está mal.

Y esa conciencia ¿te queda? ¿Es algo que perdura?

No: la droga te muestra pero no te da. Pero sí te muestra qué podés buscar. Y vos seguís. Por un momento se enciende el mundo. Después se apaga, pero entonces ya sabés y empezás a vivir en función de que eso se vuelva real y no solamente artificial, a través de la droga. Eso si sos inteligente, si no te quedás en la repetición, más y más drogas. Pero llega un momento en que te das cuenta de que la droga te lleva hasta ahí, más no da.

Las ideas en tu poesía y en tus ensayos alrededor de Dios tienen que ver con lo creativo, ¿verdad?

Sí, yo no separo a Dios de lo creativo. No son dos cosas. Para mí, lo que llamamos Dios, y eso lo digo en Lo naciente, lo que nosotros inventamos es que Dios es el creador, en base a que nos parece que el acto creador es lo más esencial que podemos descubrir de la realidad, desde donde todo está apareciendo. Eso a lo que no podemos acceder, eso es lo que llamamos Dios. Pero es la manifestación, el no ser del ser que está siendo; no está separado, como nosotros no podemos separar la vida del estar viviendo.

¿Recordás cuando te encontraste con esa conciencia de Dios?

Primero me encontré con mil imágenes de Dios. Recuerdo que el primer flash que tuve, así, de lo sagrado. Fue estando en drogas que se me apareció un túnel de luz y en la punta estaba la estatua del buda. Por esos días yo estaba como despreciando todo, y hablando con un amigo me di cuenta de que era porque yo quería estar ahí. Todo lo demás me molestaba. Ahí tendría unos 25 años. A los 30 recién entré en el monasterio.

¿Y tuviste que dejar todas tus cosas?

Sí, pero eso ya estaba, no era tanto; todavía uno no era un burgués. Yo divido la vida en tres nacimientos: el que nací, y me dieron mi nacimiento y me dieron un lenguaje. Después, cuando me fui, que me tuve que nacer a mí mismo, darme yo el nacimiento, y conquistar mi propio lenguaje. Y después cuando fui a la Trapa, que yo diría que nací a lo abierto, y a la vez recibí de nuevo un lenguaje, que fue el silencio.

¿Actualmente sos sacerdote?

Sí, también.

¿Das misa?

Sí, sí.

¿Y tenés que vivir en la iglesia?

No, no, yo vivo en mi casa. Y doy misa los domingos. Para mí lo religioso es el mundo de los planteos posibles de la existencia.

¿Y cómo se encuentran en vos todas las búsquedas que hiciste con el catolicismo?

Yo creo en todo. La iglesia es lo que hacés vos. Cada uno instaura su iglesia, de alguna forma. En unas fiestas yo estaba predicando y decía bueno ¿qué es Dios? Es eso que no sabemos. Y es como que estamos todos parados ante un abismo, ahí, y el hindú cuenta lo que le parece es eso, el japonés a su turno desde el zen, y nosotros desde acá… Jugaba con la idea de qué conocimos cada uno de Dios, ¿no? Yo decía que bueno, nosotros solo conocimos la humanidad de Dios, y los budistas la serenidad de Dios. En el fondo, estamos todos contando la misma historia, que es la de lo que no se puede contar.

Y la poesía entra ahí.

La poesía entra ahí. Diría la creatividad, es ese lugar que toca eso que no se puede decir.

De algún modo, ¿sentís que es también como un sermón, en el sentido de canto de iluminación, tu poesía?

Sí, es compartir experiencia de vida. A mí me tocó vivir mucho. Me tocó. La vida se me fue desplegando.

¿Pero vos creés que sos inocente en ese desplegarse, o que fuiste activo ante tu destino?

Si yo tengo que pensar en algo que yo hice, de lo que me fue pasando, fue solo el darme cuenta cuando las cosas se terminaban. Eso sí. Siempre le fui fiel a eso. Me equivoqué mil veces, claro, pero fui fiel cada vez que sentí que ya estaba, desde que sentí que era momento de irme cuando vivía con mis padres hasta hoy –y eso que en esa época no existía el irse a vivir solo-. Yo suelo decir: cuando una forma de la vida que viví ya no dispensa vida, ya te tenés que conformar con complicarla adentro. Y yo siempre sentí cuando venía otra cosa. Después creí que iba a ser pintor para siempre, y cuando me di cuenta que yo no estaba más en lo que hacía ahí lo dejé. Después creí que iba a ser monje para siempre. Después escritor. Bueno, ahora viene la muerte, que no es poco.

¿Qué imaginás que hay ahí?

Nada.

¿Nada?

No nada en el sentido de Nada. Digo: no me da la imaginación. Lo que me pone muy contento, porque me parece que la muerte es de una densidad creativa tal que no tenemos acceso imaginario. Eso me parece bueno.

En tu ensayo sobre Georg Trakl hablás de la angustia del nonato en su poesía. ¿Qué te imaginás que hay antes de la vida?

Antes... No sé. Antes no sé. Yo creo que precisamente el origen es eso a lo que no tenemos acceso y más nos intriga. No sé. Es ese misterio del empezar.

Tenés un buen vínculo con el misterio: no te intranquiliza, ¿no? Más bien parece que en tu poesía siempre lo estás persiguiendo.

Sí, no me intranquiliza; al contrario, me parece lo más rico que hay. A mí me aburre lo ya sabido. El misterio me parece el gran don. Es todo lo que no es, pero como potencialidad de que sea.

¿Para qué dirías que escribís?

No tengo un para qué. No podría no hacerlo. No en el sentido dramático, pero es algo con lo que soy muy feliz, soy muy feliz ahí. Yo digo que es mi droga. Ese momento de crear, yo estoy con el cuerpo, estoy entero ahí. Es mi hilo de Ariadna, el nudo ese con la creatividad. Es el aparecer algo y lo seguís y empieza a tomar forma; todo eso es precioso.

¿Cómo es el proceso de moldeado, en tu caso?

Corrijo mucho, además tengo no diría el problema sino la opción de que diagramo también los poemas, y eso me lleva muchísimo trabajo, a veces más que lo escrito. Yo parto de que lo primero que contactamos es la página, visualmente. Y eso va a predisponer totalmente la lectura. Para mí el espacio de la página es una forma de puntuación. Entonces lo primero que tienen que ver es eso: que hay un vacío, y dentro de ese vacío estamos diciendo algo. Y lo decimos abajo, y estamos sostenidos para abajo pero abiertos hacia arriba. Todo eso es el dibujo de la página.

En tu ensayo Dioniso, también publicado por El hilo de Ariadna, trabajás la idea de la vida como algo que vive a través de nosotros, no a la inversa. Probablemente lo estoy citando mal, ¿podrías ahondar en el concepto?

Siempre tenemos la idea de la vida por un lado y nosotros por el otro.

De nosotros viviendo la vida.

Claro, pero voy a pensar en la vida viviéndonos. Es la vida la que nos vive, nosotros somos ella. Yo cada vez estoy más impresionado por esa idea. Este último libro se llama Al alba los pájaros, y sale de un verso que dice que al alba no cantan los pájaros, es el alba que los canta. Después me doy cuenta de que empiezo a fundir más esa idea de que todos nos estamos creando, y todos somos esa vida, y veo cómo se van aboliendo las separaciones.

Le das, además de en la hoja, en los textos, un lugar al vacío, al silencio, a los huecos.

A lo abierto, podríamos decir. En la portada de esta antología hay un cuadro de Franz Kline que a mí me gusta muchísimo. Ese cuadro es medio excepcional en su obra, porque él siempre pinta en blanco y negro. Y él dice: “Cuando me preguntan por las líneas, nadie me pregunta por el blanco. Y yo también pinto el blanco. Incluso cuando es el blanco de la tela, nada más”.

Puede haber versiones del silencio.

Y, sí. Yo creo que Rothko, por ejemplo, es una versión del silencio. O Morandi. Morandi es impresionante.

Iba a preguntar por influencias poéticas, pero quizás tomaste más poética de la pintura, ¿no?

Mi creación depende en primer lugar de la música.

¿La de quiénes?

De Bach, y de ahí para abajo, con esta imagen de que el único argumento de la existencia de Dios es La pasión según San Mateo de Bach. Y si no hay Dios, eso es dios. Música y después la pintura. Siempre digo que quiero escribir como pintó Morandi. He ido dos veces a Bologna, a su museo. He ido a Texas a ver la capilla de Rothko. Y el cine me influenció muchísimo. Yo creo que a lo que más me expongo es al cine.

¿Y quiénes son tus directores predilectos?

Los que no tienen nada que ver conmigo. Por ejemplo, Lars von Trier me interesa muchísimo. Me interesa todo aquél que abre un mundo que todavía no habíamos habitado, y él abre ese mundo donde la locura y el amor son lo mismo. Y de literatura leo prácticamente nada más que ensayo y poesía, salvo que descubra un autor y ahí me meto mucho. Porque el pensamiento, aunque no estés de acuerdo, te hace responderle. Te hace pensar. En cambio una novela, si es mala, más si es larga, no te das cuenta y le seguís dando una chance y termina y sentís que perdiste el tiempo. En cambio un ensayo no. Y la poesía es muy fácil, en el sentido de que abrís y enseguida sabés si es connatural a vos o no, si te conmueve.

Hay una entrevista hermosa a Rubinstein, a sus 90 años, que se empieza a quedar ciego y se lamenta del tiempo que perdió leyendo libros malos.

Porque los clásicos van con una edad, y en la última edad de la vida decís eso, ¿por qué no fui a lo seguro? ¡Si ya me habían avisado que El Fausto era un monumento!

¿Cuáles son los clásicos que te marcaron?

El Fausto, sí. La montaña mágica: la leí de la primera a la última página y la tuve que empezar de nuevo, no podés creer que alguien hizo esa catedral ahí. La guerra y la paz. Son esos lugares donde te perdés adentro del libro. Todo Dostoievski. Leí varias veces Los hermanos Karamazov. Yo quería volver a mi casa no para leer el libro sino para estar con Aliosha. Se te vuelven gente. Siempre digo: Madame Bovary es más real que mi mamá.

Escribís ensayo, pero ensayo y poesía en vos están muy hermanados, ¿por qué o para qué buscás el ensayo, por qué la poesía?

La poesía es distinto porque se va escribiendo de a un poema, es una cosa mucho más suelta, después se va configurando un cuerpo. En cambio el ensayo partís de una idea, y de una forma, sea con el lenguaje que sea la vas desarrollando. Hay una cierta interferencia de la cabeza, qué se quiere decir. En el poema no sabés para nada qué querés decir, te lo dice el poema. Lo que pasa es que después lo que va independizándose es el lenguaje: aunque vos quieras decir tal cosa, la tenés que decir de acuerdo al lenguaje que se te va imponiendo.

Además de los silencios en el monasterio, ¿recordás otros silencios en tu vida que hayan sido epifánicos?

Yo creo que antes de la Trapa no lo podía soportar al silencio. En Nueva York hay mucho ruido. Pero después, cuando dejé de pintar, ahí tuve un período, no depresión, pero quedé como colgado. De repente lo que imaginaste era tu vida, eso sobre lo que te sostenías, se fue. Y ahí creo que entré en una cosa que después me abrió a lo trascendente, a lo místico. Pero fueron como diez meses en los que no sabía qué hacer; en realidad no tenía nada que hacer. No era que pintara todo el día antes, pero era donde estaba la cabeza, la intencionalidad. Ahí hubo como un vacío, todavía yo le diría vacío. Y después viví como diez meses en el campo.

¿En la Trapa, decís?

No, cuando salí de la Trapa, yo estaba en Europa y me quedé. En realidad me fui a Monte Athos, que es un país que hay adentro de Grecia, como el Vaticano es un país dentro de Italia. Es un monte impresionante en el que viven nada más que monjes, y que nunca pisó ninguna mujer. Cuando yo fui, fui con la intención de pasar Navidad, y ellos andaban por otra época, ¡si tienen otro calendario! Es un mundo muy raro, son monasterios que son como pueblitos. Tienen seis o siete iglesias dentro de cada monasterio. Todos trabajan más que nada los olivos, la vid. En ese tiempo estaba bastante vacío, porque todavía no había caído la cortina de hierro. Pero fue una experiencia impresionante.

¿Pero cómo llegaste a ese lugar, alguien te llevó?

Yo sabía de todo eso, y antes de salir del monasterio el abad me dio instrucciones, y en ese ínterin había un amigo mío que estaba en Europa, Javier Margulis, director de teatro. Y él me fue a buscar, me acuerdo, con un autito que habían alquilado con otros amigos. Me acuerdo que habíamos comprado cinta, de esa que se usa para moños, y nos la cruzamos en el pecho, simulábamos, porque no podíamos pasar, para que no nos frenaran. Íbamos a ir a Israel, creo, y no pudimos, nos quedamos en Turquía y ahí nos disolvimos y yo me fui con él al Monte Athos. Llegás a un lugar y tenés que esperar un barquito que te lleva, que es el que usan ellos cuando van a hacer compras. Y ahí entrás a este lugar impresionante que estás dos días en cada monasterio; a la mañana te traen café, dulce, y eso quiere decir que ya tenés que irte. Maravilloso.

¿Pero eso es pago?

No, no. Igual ahora ya no puede entrar nadie. No hay luz, no hay nada. Pero yo me acuerdo, y me acordaré siempre, que estaba a cientos de metros de alto, porque es una roca, y las paredes eran anchísimas y que había una ventana sobre la que me sentaba y veía todo el mar Egeo, lo más transparente que he visto en mi vida.

¿Cómo te llevás con las traducciones? ¿Estás sobre ellas, las trabajás con los traductores?

Si conozco el idioma, sí. Estoy mucho. Cuando tradujeron al inglés en Estados Unidos vino la traductora dos meses a vivir a Buenos Aires. Me acuerdo que nos peleábamos y ella me decía: “Está muy bien que nos peleemos, de eso va a salir el trabajo”. Pero cuando no sé, no sé. A veces hay curiosidades. Ahora se publica un libro mío en maya, entonces me llamaban y me decían que en un poema que dice “Cae la nieve” ellos tenían que poner "Cae la lluvia", porque en maya no nieva, entonces no hay palabra para eso.

¿Qué vínculo mantenés entre la vida y la poesía?

Y, no lo separo para nada. Estoy contando lo que vivo.

¿No te molesta esa exposición?

Pero me va bien, me refiero a que nadie vino a pegarme o algo así. Al contrario. Recibo mucha gratitud. Estarán los que no, pero no se te acercan. Yo diría que exponerme no me lastima, al contrario.

¿Hay algo pendiente sobre lo que quieras trabajar?

Si se me ocurriera iría a casa, ahora no sé qué escribir, que terminé el ensayo. Pendiente no hay, porque cuando pesco eso ya empiezo. Estoy como a la escucha, tratando de ver dónde aparece, pero más bien se te impone el tema. En un momento te hace el click, no es que lo buscás vos. Podría decir que hasta la noche estoy ahí, hasta que no me da más la cabeza. Leyendo, corrigiendo, estoy sentado, esperando, desde la mañana; son distintas actitudes pero siempre ahí, en torno. En el fondo es una forma de espera de que aparezca la poesía. Porque la poesía aparece, no podés forzarla.

 

 

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