Entrar al laberinto
Retrato de Diane Arbus
30 años sin Borges
Lunes 13 de junio de 2016
¿Cuál fue el primer texto de Borges que tuviste frente a vos? ¿Qué efecto produjo en tu manera de leer y de escribir? Le hicimos esas preguntas a seis escritores argentinos para recordar al autor de Ficciones en el aniversario de su muerte.
"Hay un espejo que me ha visto por última vez": hoy se cumplen 30 años desde que Jorge Luis Borges murió en Ginebra, en 1986, en el segundo piso de la 28 de la Grand Rue de esa ciudad que se sabía de memoria (ahí había estudiado de chico) y que le producía, a la vez, nostalgia de Buenos Aires.
Para recordarlo, le preguntamos a seis escritores cómo recibieron el primer choque con la galaxia Borges: cuál fue el primer texto de su autoría con el que se cruzaron y qué efecto les produjo.
Mario Ortíz
Su obra se reparte en diversos tomos bajo el título general de Cuadernos de lengua y literatura
No sé cuándo comencé a frecuentar la lectura de Borges, pero sí tengo una vaga memoria de cuándo escuché de él por primera vez. Iba a la escuela primaria y recuerdo una conversación en la que mi hermana más grande, que ya cursaba el secundario, le contaba a una tía que estaba enfrascada en un trabajo para Literatura. Debía realizar algún tipo de análisis sobre un cuento muy denso, con referencias cultas, santuarios y sueños. Ese relato era, claro, “Las ruinas circulares”. Por esa misma época, mi hermano mayor tocaba la guitarra y, como a muchos jóvenes de los 70, le pegó fuerte la renovación del folklore y de grupos como “Los Trovadores”, “Los “Huanca Hua” o el “Grupo Vocal Argentino”. Yo era muy chico, y todavía lo recuerdo cuando cantaba la milonga para Jacinto Chiclana, aunque todavía no supiese bien quiénes eran Borges y Piazzolla. A Borges le hubiese gustado eso: que alguien lo conociese a través de las cuerdas de una guitarra. De dos hermanos, me llegaban imágenes distintas: la densidad filosófica y erudita, pero también la voz, la milonga. Todo eso, me di cuenta más tarde, es Borges.
También me doy cuenta ahora que esas dos imágenes tan disímiles y difíciles de conciliar son las que se continúan de algún modo en un texto que para mí es fundamental, que me enseñó casi todo lo poquito que sé de escribir y pensar la literatura: me refiero –lo digo una y otra vez– a la “Historia del guerrero y la cautiva”. Comenzamos el texto en medio de unas referencias muy eruditas (Croce, Pablo Diácono), citas en latín y un contexto histórico muy alejado y específico como las invasiones longobardas a Italia en el siglo VIII d.C. Y de allí, en forma casi inadvertida, saltamos a la pampa argentina, un escenario de fuertes e indios en el siglo XIX que nos ubica en un clima muy afín al Martín Fierro. ¿Qué hizo para llegar ahí?, ¿cómo lo hizo? Y sobre todo: ¿qué es ese texto? ¿Narración, ensayo? Es aquí entonces donde tengo que reconocer otra deuda. No se trata de sólo de su corpus literario, sino del Borges leído por quien quizá es uno de sus críticos más agudos y profundos: El laberinto del Universo. Borges y el pensamiento nominalista de Jaime Rest. Y ahora me doy cuenta de que esto también le habría gustado al viejo: si él reivindicaba la peculiar apropiación del mundo árabe hecha por Edward Fitzgerald, o el Martín Fierro de Martínez Estrada, ¿por qué rechazaría que haya un Borges de Jaime Rest?
María Rosa Lojo
Autora de libros como Todos éramos hijos, Árbol de familia y Una mujer de fin de siglo
Descubrí a Borges en la adolescencia, casi junto a Lucio V. Mansilla. El impacto fue enorme. Me obligaba a pensar toda la realidad desde ángulos insólitos. Sus personajes tenían aventuras extraordinarias desde los espacios cotidianos. Como el Borges de "El Aleph", que desplegaba una visión de la totalidad concentrada en un solo punto cósmico, dentro de un sótano. O el prisionero que buscaba en las rayas del tigre la escritura de Dios. Borges mostraba lo que después fue para mí la "forma oculta del mundo". Nunca dejé de buscarla, en otros libros y desde los míos propios, hasta el día de hoy.
Guillermo Martínez
Autor de libros como La razón literaria, Una felicidad repulsiva y Borges y la matemática
Fue a los doce años, en un cuento de la gran Antología del cuento fantástico, de Roger Caillois, que iba leyendo en un verano de a poco, entre asombro y asombro. En esa antología, veo ahora, hay sólo tres autores iberoamericanos, Rulfo, Cortázar y Borges. Es interesante que Callois, en 1967, incluya –como privilegio inusual o reconocimiento precoz– dos cuentos de Borges: "Las ruinas circulares" y "El espejo de tinta". Recuerdo que "Las ruinas circulares" me causó gran impresión y que traté de copiarlo inmediatamente en los primeros cuentos que escribía en aquella época. De "El espejo de tinta" evidentemente me fascinó la libertad de poder fingir que se escribía en una cultura diferente, con las invocaciones a Alá, que Borges toma de Las mil y una noches y repite en varios otros de sus cuentos. Recuerdo que escribí a los trece un cuento sobre la gran piedra negra de la Meca que abundaba en ciegos y copiaba también estas invocaciones. Pero Borges, en ese tiempo, era para mí sólo el autor de un cuento entre tantos otros autores (muchos más me habían impresionado en esa antología, sin saber nada de ellos). Era la época feliz en que leía sin mirar nombres ni contratapas… Lo reencontré después en varias otras antologías, en ese mundo de imaginación y falsificaciones donde se mezclaban Borges, Cortázar, Denevi, Silvina Ocampo. Sólo bastante más tarde, alrededor de los quince, leí un libro completo de Borges: era Ficciones. Empecé a distinguirlo y a separarlo. Y a reconocerlo, en todas las acepciones de la palabra.
Gabriela Cabezón Cámara
Es autora de Romance de la negra rubia, La virgen cabeza y Le viste la cara a Dios
No recuerdo exactamente qué edad tenía, sé que era chica, seguro tenía menos de 12, tal vez 10, que me había llegado, en una caja llena de libros que mis vecinos descartaban, un ejemplar de Ficciones, una edición de tapa bordó. No sé qué pude haber entendido de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius o de Pierre Menard, autor del Quijote: tal vez algo del juego como parte de la literatura, una dimensión de lo lúdico. No creo que mucho más. "La muerte y la brújula" y "Funes, el memorioso" me habrán resultado un poco más transparentes. De hecho, siempre he tenido la certeza de que es imposible recordarlo todo; la debo haber sacado de ahí. Seguramente los asesinatos, el enigma y algo de las alusiones a textos sagrados judíos y a la mitología griega de La muerte y la brújula debo haber captado también. Los incorporé para mis propias producciones que se empezaron a poblar de dioses y asesinos; algo de la libertad de meterse con lo sagrado aprendí ahí, creo. Sabía que estaba leyendo a una especie de prócer, El escritor argentino, lo leí con el aura brillante, me llegó así, enorme, incuestionable. Todavía mandaba la dictadura y en un hogar obrero entraba lo que ponía la tele: escritores eran Borges y Sabato.
Jorge Aulicino
Su obra poética está reunida en los libros La poesia era un bello país y Estación Finlandia
Lo primero que leí hace muchos años, de modo que el contexto no lo recuerdo, fue el cuento "El Aleph", que sigo admirando. No se inauguró nada con eso, sino que se afirmó un modo de escribir el castellano que mis compañeros de generación y yo veníamos buscando. Esto es que lo leí en los tiempos jóvenes. Primeros años setenta. Este es el contexto, entonces.
Ricardo Romero
Autor de libros como La habitación del presidente, Historia de Roque Rey y Tantas noches como sean necesarias
La verdad es que no recuerdo cuándo leí por primera vez a Borges, ni qué fue lo que leí. Seguro no fue una gran experiencia (las primeras veces, a edad temprana, rara vez lo son). Sí me recuerdo más tarde preguntándome y preguntando, en pleno fervor adolescente, qué podía significar ser “revolucionario”. No es que uno haya querido serlo, pero es una de esas preguntas que la adolescencia no puede evitar hacerse, y uno con ella, en largas discusiones que nunca llegaban a ningún lado. Y ahí sí me acuerdo de Borges. Porque su figura, sugerente y desconcertante, estaba ahí. Trastocando toda mirada, a pesar de uno mismo, cuando uno quería ser más como Henry Miller que como él. Pero pensando ahora en esa primera lectura, me pregunto, ¿habrá una última? Se me ocurre que no. Junto con la siesta y la muerte, pensar de tarde en tarde en Borges es una de las buenas costumbres que nos quedan.