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Ficción hispanoamericana

Pasatiempos de escritor

Un cuento de Claudia Ulloa Donoso

Tomado de Pajarito (Laurel Editores), el libro chileno llega a Argentina vía Big Sur. Su autora, nacida en Lima en 1979, publicó también libros como El pez que aprendió a caminar y Séptima madrugada.

Por Claudia Ulloa Donoso.

 

He decidido dejar de escribir. Desde que mis libros están en todas las librerías del país vivo solo y me emborracho; mi comida sale siempre de una lata y fumo más que nunca. Algunos creen que este tipo de vida que llevo me hace bohemio, más atractivo y hasta me ayuda a vender más libros, pero la verdad es que soy solo un miserable. Quiero volver a mis aficiones de antes, las que dejé de lado por la escritura; coleccionar tornillos, por ejemplo.

Hasta ahora tengo más de trescientos tornillos de diferentes materiales —algunos hasta de plástico—, agrupados y clasificados por fecha y lugar donde los encontré. No son simples tornillos comprados en ferreterías, no. Estos son especiales, casi como las personas; al menos así los considero yo. El hecho de encontrarlos en la calle, solos y aislados, me hace pensar que escaparon de sus destinos de estar fijos en un solo lugar: ser uno más soportando una carga eterna. A veces se oxidan, pero al final eso es mejor que estar inmóvil para siempre en la prótesis de cadera de algún impedido físico o en los dientes falsos de alguna vieja avara que se queja de las palomas que anidan en su balcón. Porque de ese tipo de tornillos también tengo; los he encontrado en las calles próximas a los hospitales y están en el grupo de los que más valoro.

El tornillo que más aprecio fue uno que encontré en un funeral. Cuando el ataúd descendía a la profundidad de la fosa, de pronto, la puerta mal atornillada se salió de su sitio dejando ver la cara del muerto; pero lo sucedido no fue motivo suficiente para impedir que las veloces palas de los enterradores sepultaran el cadáver ante la indiferencia de todos los presentes. Nadie dijo nada; todos de luto e inmóviles contemplaban con los ojos bien abiertos y sin lágrimas la tierra seca que caía directamente sobre la cara del difunto, como la cocoa cernida sobre la mantequilla para una torta de chocolate, poco a poco, hasta cubrirlo totalmente. Sabía bien que en algún lugar estaría el tornillo zafado esperando por mí y, sí, lo encontré: un tornillo de plata con las iniciales de la funeraria que, coincidentemente, son también las mías.

 

He caminado más de cuatro horas y no he encontrado ningún tornillo. Llego a casa y me encuentro con la consecuencia de mi carrera literaria: soledad y desorden. El gato se ha quedado dormido sobre el lomo cálido del televisor que nunca apago. Hay un olor a rancio en el ambiente. La lucecita del contestador parpadea en rojo. Tengo dos mensajes: el primero, un resoplido, un ruido que denota fastidio y ninguna palabra: un mensaje de ella. En el otro mensaje me puedo escuchar a mí mismo diciendo «comprar champú anticaspa y comida para el gato». Antes me resultaba extraño escuchar mi propia voz, ahora es algo de todos los días.

También hoy he recibido una carta de ella. Parece que la ha escrito con rabia, lo noto en la presión de su escritura sobre el papel; casi la podría leer con el tacto. Me dice que deje de escribirle, sin embargo yo nunca le he escrito ninguna carta; más bien lo que hago es mandarle desde hace algún tiempo recortes de mis artículos, entrevistas que me han hecho, contratapas de mis libros firmadas y sin ninguna dedicatoria especial. Procuro enviarle todo lo que tenga mi nombre o una foto mía, así se le hará difícil olvidarme.

Me pregunto qué es lo que le puede molestar de todo esto. Quizás sea el olor a tabaco que se impregna en todo lo que toco. Seguramente este olor ha invadido su casa dejando una ligera niebla que le molesta en los ojos cuando se pone a bordar, que le ocasiona arcadas a la doméstica y que también hace que su gordo marido sude y se ponga colorado. Entonces ella tendría que mirarlo fijamente, como muestra de preocupación, y lo besaría en la calva grasienta, a pesar de que, muy dentro, lo que verdaderamente siente es asco y soledad; una sensación parecida a la que tengo yo ahora leyendo sus líneas. A lo mejor le molesta mi firma, mi nombre escrito de manera caótica e ilegible, puede que le recuerde a mí. Pero, bueno, seguramente ya no la molestaré más, ahora que ya no voy a ser escritor. Pronto me quedaré sin más cosas que enviarle.

Enciendo un cigarro; la imagen de ella se desvanece junto con la primera bocanada de humo agrio y tibio: una serpiente blanca que avanza desde mi garganta para anidar en mis pulmones. El gato me mira con sus ojos verdes brillando de rabia, porque los chasquidos de mi encendedor, que nunca da fuego a la primera, lo han despertado. Se despereza, tiene los pelos electrizados; sobre el televisor parece un gato falso de pelo sintético. Se relame las patas y luego vuelve a sus sueños, donde seguramente es un felino inmenso que caza elefantes.

Ayer en un bar probé un licor que se llamaba Partner; me gustó mucho. Me pedí entonces diez copas, que fueron suficientes para llenar una botella vacía de gaseosa Concordia de medio litro que aún conservaba en mi gabardina. Hoy busqué el licor por todo el supermercado y en algunas tiendas pero no lo encontré. Sorbo del pico de la botellita y el sabor del licor no ha cambiado a pesar del plástico y de quizás, también, algún resto de gaseosa.

Ayer también pasé por una librería recién inaugurada que se llama Neón. Su nombre se debe a que todos los estantes están iluminados con este tipo de luz. No me gusta mucho el neón para una librería, ya que lo relaciono con restaurantes de mala muerte donde más de una vez he cogido salmonella, con casinos donde me he jugado hasta el reloj y con esos prostíbulos de moda que son todo un bloque con la fachada de restaurante-discoteca-hostal.

En aquella librería permanecí casi una hora ojeando lo que fuera y mirando el aspecto de mi piel bajo el neón. Empecé a mirar las fotos de las contratapas de algunos escritores conocidos y otros extraños. A algunos, como a mí, les sentaba bien este tipo de luz fosforescente; a otros, se les veía de un color pútrido. Encontré uno de mis libros en una edición de bolsillo, y en mi foto de contratapa, aunque pequeña, se me veía más joven y con el rostro más limpio. Seguramente estaba retocada.

Me gustó la foto y pensé en enviársela a ella porque probablemente no la tendría. Entonces cogí el libro y lo escondí dentro de mi gabardina. No sé bien por qué lo hice, si tenía dinero suficiente para pagarlo.

Cuando crucé la puerta de salida, no me esperaba oír el pitido antirrobo, porque estoy acostumbrado a frecuentar librerías de segunda mano, iluminadas por luz blanca de focos ahorradores, donde todo, incluyendo a los vendedores, huele a añejo. En esas librerías no vale la pena usar tal sistema de seguridad, porque sería como inventariar y poner precintos de seguridad al polvo y al pasado ajeno. Sentí que me ruborizaba, pero con desparpajo seguí caminando tranquilo y lentamente.

Afuera el vigilante me detuvo con buenas maneras y palpó con timidez los bultos en mi gabardina. Descubrió mi botella y el libro. Miró la contratapa y me reconoció. Entonces el vigilante, gordo y bajito, me mostró sus dientes disparejos en una amplia sonrisa y me dio un fuerte apretón de manos. Me pidió que le firmara un libro, pero no el que yo había robado, sino uno que él guardaba en el bolsillo, donde el protagonista era un respetado vigilante de banco, exitoso con las mujeres, poderoso e inmortal con su revólver y chaleco antibalas. Dejó que me fuera con el libro, luego volvió a entrar a la librería y le dijo algo a la cajera; ella sonrió e hizo un movimiento con la mano en señal de despedida y de que podía irme sin problemas. Yo les sonreí ligeramente y me limpié el sudor que había dejado el vigilante en mi mano.

Me fui.

Ya en la calle y, a través de la ventana de la librería, pude ver al vigilante que volvía a su puesto acariciando su revólver con cara de satisfacción. Le hizo un guiño a la cajera, y ella, indiferente, siguió limándose las uñas y haciendo globos de goma de mascar rosada.

 

El gato me ha despertado con un arañazo en la cara. Se esconde entre los periódicos y no me da tiempo a vengarme; solo me queda maldecir. Estoy un poco alterado, el último cigarro que me queda está por acabarse. Bebo los restos de Partner que hay en la botella de Concordia.

Recorto la contratapa con mi fotografía del libro que robé ayer y busco entre mis papeles un pedazo de cartulina que le sirva de fondo. Encuentro una perfecta: color azul neón. Antes de pegar la foto, me doy cuenta de que el chip antirrobo está ahí, justo en el lado opuesto de la contratapa. Imagino que si ella cargase esta foto en su cartera, el pitido se activaría si en caso fuese a ver algunos libros a Neón. Y ojalá que suceda estando acompañada de su marido: el vigilante la detendría y ella, con miedo, abriría su bolso donde guarda mi foto retocada, en la que se me ve muy bien con ese fondo azul fosforescente. El vigilante se sentiría como un héroe que ha descubierto la traición; el marido, idiota y engañado; ella, la astuta e infiel; la cajera, una mosca en la oreja que echa más leña al fuego; y yo, el guapo entre todos esos personajillos baratos.

Luego se daría una gran discusión entre ellos, y de fondo, el chillido molesto e interminable de la alarma.

El sobre me espera con las estampillas puestas, y antes de pegar mi foto sobre la cartulina observo ese chip de seguridad, que no es otra cosa que una calcomanía plateada. La miro con más cuidado: si la muevo, aparecen unas rayitas de colores metálicos; esto me hace recordar esos hologramas que venían como sorpresa en los chocolates de mi infancia.

Experimento casi la misma desesperación e impaciencia que sentía de chico cuando trataba de encontrar a mis superhéroes en esos hologramas. Puede que en este encuentre el nombre de la librería o las caras de los trabajadores, o quizás hasta mi propia cara.

 

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