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Ficcion

El regreso

Un cuento de Ngũgĩwa Thiong´o

"Miró al frente, como si en cualquier momento pudiera ver un objeto familiar que lo saludara como un amigo y le dijera que estaba cerca de casa. Pero el camino continuaba". Una de las piezas que componen Minuto de gloria y otros cuentos, de la editorial Empatía: una puerta de entrada a la narrativa contemporánea de África con wa Thiong´o.  

Por Ngũgĩwa Thiong´o. Traducción de Malén Vázquez. Foto de Daniel Anderson.

 

El camino era largo. Cada vez que daba un paso hacia adelante, se levantaban pequeñas nubes de polvo que se arremolinaban detrás de él y luego volvían a asentarse. Pero una delgada capa de polvo quedaba flotando en el aire, moviéndose como el humo. Siguió caminando a pesar de todo, sin prestarles atención al polvo y a la tierra bajo sus pies. Sin embargo, con cada paso parecía cada vez más consciente de la dureza y la aparente hostilidad del camino. Eso no lo hizo bajar la mirada; al contrario, miró al frente, como si en cualquier momento pudiera ver un objeto familiar que lo saludara como un amigo y le dijera que estaba cerca de casa. Pero el camino continuaba.

Dio pasos rápidos y enérgicos, su mano izquierda colgando libre a un costado del abrigo que alguna vez había sido blanco y que ahora estaba roto y gastado. Su mano derecha, flexionada sobre su hombro, sostenía una soga sujeta a un pequeño atado apoyado sobre la espalda ligeramente torcida. El atado, bien envuelto en una tela de algodón estampada con flores que solían ser rojas y que ahora estaban desteñidas, se balanceaba de lado a lado en armonía con el ritmo de sus pasos. El paquete contenía la amargura y las dificultades de los años pasados en los campos de detención. Cada tanto miraba el sol en su viaje de vuelta a casa. A veces les echaba vistazos rápidos a las delgadas tiras de parcelas con cultivos que parecían apestados; el maíz, los porotos y los guisantes se veían igual que todo lo demás: poco amigables. Todo el país se veía sombrío y parecía extenuado. Para Kamau, esto no era nada nuevo. Recordó que, incluso antes de la Emergencia Mau Mau, las tierras cultivadas en exceso de los kikuyu se veían demacradas en comparación con los rebosantes campos verdes de la zona de los asentamientos.

Un camino se ramificaba hacia la izquierda. Dudó por un momento y luego se decidió. Por primera vez, sus ojos brillaron mientras atravesaba el sendero que lo llevaría hacia el valle y luego a la aldea. Al fin el hogar estaba cerca y, consciente de esto, la expresión distante del viajero cansado pareció abandonarlo por un momento. El valle y su vegetación contrastaban con el resto de los campos. Porque aquí crecían arbustos y árboles verdes. Esto solo podría significar una cosa: el río Honia todavía corría. Apresuró el paso, como si le costara creer que fuera cierto, hasta que sus ojos encontraron el río. Estaba allí; seguía corriendo. El Honia, donde tantas veces se había dado un baño sumergiéndose completamente desnudo en sus aguas frescas y animadas, el lugar donde alegraba su corazón observando el serpenteo de la corriente entre las rocas y oyendo sus delicados murmullos. Una dolorosa alegría se apoderó de él y por un momento tuvo nostalgia de esos días. Suspiró. Quizás el río no reconocería en su rostro endurecido al mismo chico para quien estas costas lo eran todo. Aun así, a medida que se fue acercando al Honia se sintió más hermanado con él de lo que se había sentido con ninguna otra cosa desde su liberación.

Un grupo de mujeres recogía agua. Estaba entusiasmado, porque pudo reconocer a una o dos de su aldea. Estaba Wanjiku, de mediana edad, cuyo hijo sordo había sido asesinado por las fuerzas de seguridad justo antes de su arresto. Era querida en la aldea porque andaba siempre con una sonrisa y comida para todos. ¿Lo recibirían? ¿Le darían una “bienvenida de héroe”? Pensó que sí. ¿Acaso él no había sido siempre uno de los favoritos de esas colinas? ¿Acaso no había peleado para defender esas tierras? Quería correr y gritar: “Aquí estoy. He regresado con ustedes”. Pero dudó. Era un hombre.

― ¿Cómo están todas?

Algunas voces respondieron. Las otras mujeres, con expresiones cansadas y avejentadas, lo miraron en silencio, como si su saludo no tuviera importancia. Pero ¡cómo! ¿Tanto tiempo había estado detenido? Con el ánimo por el suelo, preguntó, débilmente:

― ¿No me recuerdan?

Volvieron a observarlo. Sus miradas eran duras y frías; como todo lo demás, parecían estar rechazando deliberadamente la idea de conocerlo o deberle algo. Fue Wanjiku la última en reconocerlo. Pero no hubo calidez ni entusiasmo en su voz cuando dijo:

 ―Oh, ¿eres tú, Kamau? Pensamos que estabas… ―No continuó. Recién entonces él se dio cuenta de que había algo más: ¿Sorpresa? ¿Miedo? No sabía decirlo. Vio cómo lo miraban de reojo y entonces tuvo la certeza de que un secreto del que él había sido excluido las unía a todas.

“¡Quizás ya no soy uno de ellos!”, concluyó con amargura. Pero igual le contaron de la nueva aldea. La vieja aldea de chozas repartidas sobre la cadena montañosa ya no estaba.

Las dejó, sintiéndose amargado y engañado. Su antigua aldea ni siquiera lo había esperado. De pronto sintió una fuerte nostalgia por su viejo hogar, por sus amigos y todo lo que lo había rodeado. Pensó en su padre, en su madre y, y… no se atrevía a pensar en ella. Pero a pesar de todo, Muthoni, tal como era en los viejos tiempos, volvió a aparecerse en su mente. Su corazón latió más rápido. Sintió que lo invadía el deseo y una sensación cálida. Aceleró el paso. Se olvidó de las mujeres de la aldea al recordar a su esposa. Habían vivido juntos apenas dos semanas; luego se lo llevaron las fuerzas coloniales. Como a muchos otros, lo habían revisado rápidamente para después detenerlo sin juicio previo. Y durante todo ese tiempo solo había pensado en la aldea y en su hermosa mujer.

A los demás les había pasado lo mismo que a él. No hablaban de otra cosa que no fuera sus hogares. Un día estaba trabajando junto a otro detenido de Muranga. De pronto, el detenido, Njoroge, dejó de picar piedras. Suspiró apesadumbrado. Su mirada cansada tenía una expresión distante.

― ¿Qué te sucede, amigo? ¿Te pasa algo? ―preguntó Kamau.

― Es mi esposa. Cuando la dejé estaba esperando un bebé. No tengo idea de qué le sucedió.

Otro detenido agregó:

― Yo dejé a mi esposa y a mi bebé. Lo acababa de tener. Todos estábamos felices. Pero ese mismo día me arrestaron…

Y así seguían todas las historias. Todos soñaban con el mismo día: el día del regreso a casa. Luego, la vida comenzaría desde cero.

Kamau había dejado a su esposa sin hijos. Ni siquiera había terminado de pagar el precio de la novia. Pero ahora iría y buscaría trabajo en Nairobi para pagar lo que restaba a los padres de Muthoni. La vida de verdad volvería a empezar. Tendrían un hijo y lo criarían en su propio hogar. Con este panorama ante sus ojos, aceleró el paso. Quería correr, no, volar, para adelantar su regreso. Ahora se acercaba a la cima de la colina. Deseó poder encontrarse en ese momento con sus hermanos y hermanas. ¿Le harían preguntas? Bajo ninguna circunstancia les contaría todo: las golpizas, las inspecciones y el trabajo en los caminos y en las canteras con un askari siempre cerca, listo para golpearlo si se relajaba. Sí. Había sufrido muchas humillaciones y no se había resistido. ¿Con qué necesidad? Pero su alma y todo el vigor de su masculinidad se habían rebelado y habían sangrado con furia y amargura.

¡Un día estos wazungu se irían!

¡Un día su gente sería libre! Y entonces, entonces, no sabía qué iba a hacer. Sin embargo, se aseguró amargamente que nunca se volverían a burlar de su hombría.

Subió la colina y luego se detuvo. Toda la planicie estaba ante sus pies. La nueva aldea se desplegaba ante él: filas y filas compactas de chozas de barro, agazapadas en la llanura bajo el sol, que estaba por ocultarse. Un humo oscuro y azulino se arremolinaba por encima de varias chozas, para formar una bruma oscura que cubría toda la aldea. Más allá, el profundo sol que se ponía, rojo como la sangre, proyectaba rayos de luz como dedos finos, estirándose y fundiéndose con la bruma gris detrás de las colinas lejanas.

En la aldea, se movió de calle en calle, encontrándose con caras nuevas. Hizo preguntas. Encontró su hogar. Se detuvo en la entrada del patio y respiró profundo. Este era el momento del regreso a casa. Su padre estaba acurrucado en una banqueta de tres patas. Había envejecido mucho y Kamau sintió pena por él. Pero todavía estaba vivo, sí, estaba vivo para ver el regreso de su hijo…

―¡Padre!

El viejo no respondió. Solo miró a Kamau con ojos distantes y vacíos. Kamau estaba impaciente. Se sintió molesto e irritado. ¿No lo había visto? ¿O se comportaría como las mujeres con las que se había encontrado en el río?

En la calle, niños desnudos y medio desnudos jugaban, arrojándose polvo unos a otros. El sol ya se había puesto y parecía que iba a haber luz de luna.

―Padre, ¿no me recuerdas?

La esperanza que tenía se estaba desvaneciendo. Se sintió cansado. Luego vio que su padre se movía y comenzaba a temblar como una hoja. Lo vio mirarlo con ojos incrédulos. Se podía distinguir el miedo en esos ojos. Vino su madre y también sus hermanos. Se amontonaron a su alrededor. Su envejecida madre lo abrazó y lloró intensamente.

―Sabía que mi hijo vendría. Sabía que no estaba muerto.

―¿Qué? ¿Quién les dijo que estaba muerto?

―Ese Karanja, hijo de Njogu.

Y entonces Kamau comprendió. Comprendió los temblores de su padre. Comprendió a las mujeres en el río. Pero una cosa lo desorientaba: nunca había estado en el mismo campo de detención que Karanja. De todas formas, había regresado. Ahora quería ver a Muthoni. ¿Por qué no había salido a saludarlo? Quería gritar: “He vuelto, Muthoni, aquí estoy”. Miró a su alrededor. Su madre lo entendió. Rápidamente miró a su hombre y luego solo dijo:

―Muthoni se fue.

Kamau sintió que algo frío invadía su estómago. Miró las chozas de la aldea y los campos sin gracia. Quería hacer muchas preguntas, pero no se atrevió. Todavía no podía creer que Muthoni se hubiera ido. Pero sabía, por la expresión en los rostros de las mujeres en el río, por la expresión en el rostro de sus padres, que no estaba allí.

―Fue una buena hija para nosotros ―explicó su madre―. Te esperó y soportó pacientemente todas las enfermedades de estas tierras. Entonces Karanja vino y dijo que tú estabas muerto. Tu padre le creyó. Ella también le creyó y te lloró durante un mes. Karanja nos visitaba todo el tiempo. Era de tu rika[1], sabes. Y luego ella tuvo un niño. Podríamos haber seguido teniéndola con nosotros. ¿Pero dónde está la tierra? ¿Dónde está la comida? Desde que se consolidaron las tierras, nos quitaron la última seguridad que nos quedaba. Dejamos que Karanja se fuera con ella. Otras mujeres han hecho cosas peores, se han ido al pueblo. Solo los viejos y los enfermos nos quedamos aquí.

No estaba escuchando; el frío en su estómago estaba transformándose, lentamente, en amargura. Amargura por todo, por todas las personas, incluidos su padre y su madre. Lo habían traicionado. Se habían complotado en su contra, Karanja siempre había sido su rival. Cinco años no eran, a las claras, poco tiempo. ¿Pero por qué se fue ella? ¿Por qué permitieron que se fuera? Quería hablar. Sí, hablar y denunciar todo: a las mujeres del río, a la aldea y a las personas que se quedaron allí. Pero no podía. Esa cosa amarga lo estaba ahogando.

―Ustedes… ¿entregaron a los míos? ―susurró.

―Escúchame, niño, niño…

La luna, enorme y amarilla, dominaba el horizonte. Se fue deprisa, amargado y cegado, y solo se detuvo cuando llegó al río Honia.

Parado en la orilla, no vio el río, sino sus esperanzas desvanecidas. El río se movía ligero, con murmullos monótonos. En el bosque, los grillos y otros insectos continuaban con su zumbido incesante. Y en lo alto, la luna brillaba con fuerza. Intentó sacarse el abrigo, y el pequeño atado que había sostenido con tanta firmeza se cayó. Rodó por la orilla y antes de que Kamau se diera cuenta, comenzó a flotar corriente abajo. Durante un momento se paralizó y pensó en recuperarlo. ¿Qué le mostraría a su…? Oh, ¿ya se había olvidado? Su esposa se había ido. Y las pequeñas cosas que tan extrañamente le habían recordado a ella, y que él había guardado durante todos esos años, ¡también se habían ido! No supo por qué, pero de alguna manera se sintió aliviado. La idea de ahogarse desapareció. Comenzó a ponerse el abrigo y murmuró para sus adentros: “¿Por qué tendría que haberme esperado? ¿Por qué todos los cambios deberían haber esperado mi regreso?”.

 


[1] Grupo generacional en la sociedad kikuyu. Todos los jóvenes de una misma rika son circuncidados al mismo tiempo. (N. de la T.)

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