“Las cosas no están donde yo las veo”
Federico Falco
Miércoles 18 de mayo de 2016
Con Cementerio perfecto, Falco revisita el relato largo en cinco piezas en las que el paisaje juega un papel fundamental. El resultado es un ecosistema de personajes solitarios, sobre el que la luz cae texturada por una visión enrarecida.
Entrevista y foto Valeria Tentoni.
“Las palabras son algo totalmente aparte de lo que sucede, están separadas para siempre de lo que sucede”, escribió Federico Falco en su arte poética para Las afinidades electivas. No se acuerda de eso pero, promediando la entrevista, dirá algo que se le parece o lo continúa. Por esos días, por ejemplo, todavía no había publicado libros como 222 patitos ni había sido seleccionado por Granta como uno de los mejores narradores jóvenes en español, y vivía en Córdoba.
Desde principios de 2013 está radicado en Buenos Aires, más precisamente en Colegiales, una zona arbolada. Verde, como los paisajes de sus libros y como el pulóver que uno de los personajes de Un cementerio perfecto, el viejo Wutrich, pide le tejan. Como los lugares donde Falco rendía exámenes de botánica, antes de abandonar sus estudios de Agronomía y pasarse a Comunicación, no a Letras, haciendo caso al editor de un diario al que fue a pedir trabajo. No había trabajo, pero sí una sugerencia. "Nunca supe si fue un buen consejo o no".
Falco nació en General Cabrera, a pocos kilómetros de Río Cuarto y a muchos menos de Deheza, ese pueblo que en el cuento que le da nombre al libro llevan a sus muertos los pobladores de Coronel Isabeta. Esa última localidad, sin embargo, no existe en los mapas. No existe en ningún otro lado más que en el último libro de cuentos de Falco, donde conviven de varios modos más lo real y cierta otra cosa. Algo apenas trastocado, lo suficiente como para convertirse en otra cosa. Esa convivencia rasposa en sus cuentos produce un efecto de extrañeza que Beatriz Sarlo catalogó, al leer La hora de los monos, con un: “Podría decirse que son 'fantásticos', pero que no están escritos según las reglas de ese género”.
—Hay un tratamiento de las texturas de la luz y de los colores que es muy particular. Tenés un problema en un ojo, ¿no?
—No veo, soy muy miope de un ojo.
—¿Y creés que eso se te fue para ahí?
—Es muy psicoanalítico pensarlo así, pero sí; yo nací con esto. Cuando era chico veía perfecto de mi ojo izquierdo, y del derecho ya veía muy poco. En una época me tapaban uno. Nunca fue un tema, nunca me sentí mal. Sí era molesto, porque estaba en segundo grado y usaba lentes, esos lentes horribles de la década del 80. En una época me ponían de contacto, de los primeros, que eran rígidos, y se me hinchaba el ojo y me daba alergia y tenía que correr 60 kilómetros a Río Cuarto a que me los sacaran. Cuando empecé a manejar, entendí que las cosas no están donde yo las veo. Que todo está corrido. Eso no tienen tanto que ver con la miopía sino con no ver de un ojo. Cuando empezaron las películas en 3D, y los lentes eran azules y rojos; bueno, yo no podía verlas. Veía todo azul o todo rojo. No puedo ver en 3D. Tal vez todo eso sí me hizo pensar en cómo ver, en qué es ver. En cómo se arma lo que vemos.
—Enseñás a escribir en talleres literarios…
—No sé si diría que enseño. Coordino talleres. La gente se enseña sola.
—¿Qué es lo que les proponés alrededor de la mirada, a qué los alentás?
—A mirar, justamente. Cuando hay alguien que está empezando a escribir me parece importante aprender a prestar atención a lo que vemos. Hay un límite del lenguaje, y una de las vías posibles de encarar la escritura es asumiendo que el lenguaje no puede dar cuenta de las cosas. Pero, por otro lado, escribir es tratar de dar cuenta de las cosas. Así que lo que les propongo es que traten de tensar el lenguaje al límite. Buscar qué palabra, qué adjetivo, qué imagen podría dar cuenta de eso, sabiendo que es una empresa perdida. No importa. La mirada siempre tiene que estar atenta a llamar a las cosas de una manera. Después vienen la imaginación y un montón de procedimientos posibles, pero enfrentarse con lo real y tratar de nombrarlo siempre me pareció un desafío a la hora de escribir, es como el precalentamiento. Tal vez esa pregunta que tenía cuando era más chico, la de si veo igual que el resto o no, fue evolucionando y me llevó a pensar en este tipo de cosas.
—La pregunta por lo verdadero en la literatura siempre es problemática.
—No sé si es una pregunta que me interese. Me interesa lo que llega antes. Ir hasta el límite, hasta las cercanías de la pregunta, pero no hacerla. En algún punto es una pregunta un poco agotada, o bien inagotable. También creo que paraliza un poco.
—En este libro hay un trabajo intenso sobre la flora. Hay cantidad de árboles, plantas, arbustos distintos. ¿El interés por lo vegetal viene de tus años de estudiante de agronomía o hay un trabajo de investigación específico?
—Uno de los recuerdos más lindos de agronomía tiene que ver con el descubrimiento de la botánica, y una de las cosas que me llevó a dejar la carrera fue empezar a entender que en algún punto había que estudiar agroquímicos, cosas que podían llegar a matar ciertas plantas. Una parte del examen de botánica era salir a caminar por el campus con el profesor, que era un tipo asombrosamente genial, un ecologista de los primeros. Te señalaba especies y vos tenías que decir el nombre científico, los usos. Era un examen muy arduo, pero hermoso. Muchas cosas que aparecen en este libro salen de ahí, si bien el interés por lo vegetal estaba desde antes. Tiene que ver con el lugar donde nací, con cómo relacionarse con el paisaje. También con cierta forma de ser: siempre fui tranquilo. Toda mi familia, por todos lados, son campesinos. Está esa cosa de cultivar la tierra; mis dos abuelas tenían quinta, mis dos abuelos trabajaban en el campo. El tema de conversación en casa siempre fue la lluvia, el clima.
—¿Cuándo fueron escritos los cuentos que aparecen acá?
—Fueron escritos por partes, a lo largo de mucho tiempo. “La actividad forestal” fue una de las primeras cosas que empecé a escribir después de haber publicado 00, en el 2005, por ahí. Me acuerdo porque una de las imágenes centrales que me movía era la del cultivo de flores, la de haber ido a visitar un cultivo en Córdoba. De todo eso no queda absolutamente nada. Tuvo muchas versiones a lo largo del tiempo. Y una versión previa de “Un cementerio perfecto” casi entra en La hora de los monos pero no me terminaba de convencer. Estaba el mismo personaje que iba a un pueblo a diseñar un cementerio, pero pasaban otras cosas que volaron.
—¿Ese personaje tiene algo que ver con Francisco Salamone?
—No, no. No lo conozco más que muy de oídas a Salamone. Lo del cementerio no sé muy bien de dónde sale. Sí está esto del paisaje, de lo vegetal, cierta estética del paisaje. Córdoba tiene esa cosa muy rara y fuerte de que por un lado hay áreas muy extensas de mucha monotonía que no se cultivan, porque hay suelo salino. De golpe parecen todas iguales, pero cada yuyito es distinto. Esa particularización conforma este plano general medio uniforme, pero es una uniformidad aparente. Por otro lado, cuando pienso lo del monocultivo también pienso en un uso solamente productivo del paisaje. El paisaje produce, es exprimido al máximo, y todo se vuelve monótono y pierde cierta belleza. Y la belleza, entonces, extrañamente, aparece en los cementerios parque. Justo entre Cabrera y Deheza forestaron mucho cuando yo era chico, pero en general no hay mucha forestación. Hay esta cosa de la chatura, o si hay algo son eucaliptus o paraísos, y muchos pueblos tienen estas plazas secas, embaldosadas con un par de cipreses y nada más. En algún momento se pusieron de moda los cementerios parque por la zona, un paisaje más o menos bonito pero más o menos armado. Esa imagen me parecía fuerte, permitirse un goce estético solamente en relación a la muerte. En el resto del paisaje es como si no se permitiera o no se pudiera. Y lo de la tala, esa es otra Córdoba, la de las sierras, Calamuchita; los pinares que hay están en esta zona, que es una de mis favoritas. Ahí, justamente, surgió 222 patitos. Son pinares hermosos de ver y recorrer, pero son cultivos.
—Una belleza productiva, como decías.
—Alguien los plantó y cada cierto tiempo los talan, si no se incendian antes y se queman. Mi familia está marcada, como toda familia de la pampa gringa productiva, por el ciclo de las cosechas. El año no empieza en enero, sino en agosto, y termina en marzo, abril. Más que años, la gente más grande, sobre todo, recuerda cosechas. Eso está en el libro, quizás no muy explícito. Me gustaba pensarlo como una música de las cosechas, una temporalidad cíclica.
—Son relatos largos con descripciones demoradas. No es una literatura apurada: combina un poco con esa lógica vegetal de los escenarios que elegís.
—Eso, en algún punto, es buscado. Quería que fueran simples, que no hubiera fuegos artificiales con narradores que van y vienen en el tiempo o que se desdoblan; quería que fuera lo mas simple y llano posible, y que se notara el paso del tiempo. Que en la extensión apareciera eso.
—A la vez son textos que tardaste años en escribir, hablás de ideas originarias de 2004 ó 2003, y te definís como alguien tranquilo, que trabaja lento. En una entrevista decís algo así como que decidiste no ser ese tipo de autor que produce un relato por semana porque lo llaman de acá o de allá.
—No es una decisión, no puedo serlo. No me sale. Yo necesito tiempo. También es cierto que estos últimos años fueron de muchos cambios, con mudanzas de ciudad, de país, y es cierto que estos cuentos se volvieron mi territorio. Por ahí tardé un poco más porque no quería cortarlos. Los pienso como pequeños munditos, zonas a las que yo me escapaba y las volvía mi lugar y, en algún punto, me gustaba pasar tiempo ahí. Esa cosa de la literatura como escape me interesaba mucho en este libro. Yo siento que cada vez somos más freaks los que leemos. A mí me impresiona mucho ver adolescentes leyendo, me parece que ahí hay una actitud... Yo, cuando era chico, leía porque no había otra. En casa había un televisor que transmitía solo dos canales, de aire, y para cambiar de canal había que mover la antena y solo la sabía ubicar bien mi papá así que había que esperarlo. Dibujitos animados había por una hora, a la tarde. Todo el mundo leía en casa, se leía el diario, así que yo estaba acostumbrado a ver a los demás leer y hacerlo, para mí fue un paso natural. Pero ahora, con todo lo que tienen a disposición, medio como que leer es…
—¿Punk?
—No sé si tanto como punk, pero sí marginal. Creo que hay que tener mucha valentía, animarse a estar solo. Estás ahí en tu propio mundo, tenés que cortar amarras, entregarte completamente, aislarte. En ese sentido, todos los personajes del libro también son un poco marginales. Tienen la capacidad de aislarse, de estar solos o de buscar una forma propia de ser lo que les toca ser.
—¿Escribir es tu manera de estar solo?
—No necesariamente. Es mi forma de procesar ciertas cosas, de entenderlas. De tomar distancia y mirarlas desde otro lugar. Es mi forma también de entretenerme, y de jugar. Escribir es más, para mí, tratar de construir algo a partir de lo que hay, de ver. Puede tener algo de eso que hace el chico que juega solo y se inventa personajes y hace hablar a los soldaditos, sí. Pero me parece que, más que estar solo, es estar conmigo.