La bella doliente
Miércoles 22 de mayo de 2013
Sobre Beya, de Gabriela Cabezón Cámara e Iñaki Echeverría: "el puticlub es el campo de concentración por otros medios".
Por María Moreno.
Lo primero que sobresalta de Beya, le viste la cara a Dios es la segunda persona. Tú es el pronombre del rezo, de la orden y de la poesía pero también del objeto cuyo paradigma es la mujer. “Poesía eres tú” en buen Cayetano feminista significa “si sos la poesía para qué querés ser poeta”.
Pero en Beya la segunda persona pone en la misma conjugación del texto su leitmotiv: la bilocación que permite en el límite de la esclavitud no estar allí donde la propia carne es para el suplicio. Pase sorprendente de la mística conventual a la chupada parapolicial: “Si el fin del torturador/es convocar la presencia/total del que tiene atado/con la fuerza del dolor/lo que quiere el torturado/es tomarse bien el palo/partir del cuerpo que pierde/el aliento en manos de otro”, es una frase emblemática y punto de partida de los versos e imágenes con que Gabriela Cabezón Cámara e Iñaki Echeverría cuentan el vía crucis de Beya.
El libro tiene el siguiente acápite: “Aparición con vida de todas las mujeres y nenas desaparecidas en manos de las redes de prostitución y juicio y castigo a los culpables.” Pero Beya no es un mensaje sobre la trata ni la prostitución y si lo es, lo es por añadidura. Claro que la casi homologación en el texto de tortura y prostitución inducida bajo amenaza de muerte propone una tesis audaz: el puticlub es el campo de concentración por otros medios: mantiene su estructura y tabicamiento, la avenencia de las diversas fuerzas del Poder bajo la figura del cliente, el sojuzgamiento total del recluido, sin límite en el tiempo y en el espacio.
El texto de Gabriela se puede leer solo, lo mismo que las imágenes de Iñaki como una historieta muda, sin embargo no hay uno sin la otra. Como en la estampita de San Jorge y el dragón en poder de Beya hay dos caras, una para leer, otra para mirar.
Admito el prejuicio con que abrí esta Beya, le viste la cara a Dios temiendo encontrar el titanismo graso aunque estilizado y puesto a raya de una Valentina o de una Sol de Noche, ni hablar de esa Cachorra de cara Cromagnon cuyo cráneo es menor que cada una de sus tetas. Pero me equivocaba. Iñaki Echeverría no erotiza a Beya, al contrario, la diseña sin subrayados y señala, aunque sin aspavientos, las huellas en su carne mancillada con estilizados pliegues, moretones y ojeras. Su encuadre hace recortes, permite atisbos, nunca un morbo inoportuno con que a menudo el relato o la imagen de la tortura asalta a las buenas conciencias que sólo querían informarse. Ni aun vencedora en su traje de master y su capa robada a la virgen de Luján, Beya se yergue en mujer maravilla. Cada cuadrito en plano corto atrapa rejas y armas, cada pleno de tinta evoca el tabicamiento y la noche oscura del alma.
Es como si Iñaki Echeverría hubiera impedido piadosamente al lector el lugar del voyeur, del cafisho, del cliente pero dejándolo espiar el suplicio para someterlo a la responsabilidad del testigo.
Gauchita
“En el contexto de la literatura argentina –dice Daniel Link– cada movimiento estético supone necesariamente dos pasos: ignorar el escritor canónico y volver a la gauchesca. Borges escribe como si no hubiera existido Lugones, pero vuelve a la gauchesca; Lamborghini y Zelarayán escriben como si no hubiera existido Borges, pero vuelven a la gauchesca; Copi escribe como si no hubiera existido Borges, pero vuelve a la gauchesca”. Las mujeres que escriben suelen ignorar al escritor canónico o al menos, por estar afuera de la pulsión genealógica patriarcal pueden filiarse en una mujer infértil (Alejandra), en otra que parió fuera de la ley (Alfonsina) o escribir guachas para volver a la gauchesca, “gauchita” inventó fino Ariel Schettini para esta Beya. La gauchita es a la gauchezca, propongo por si alguien quiere agarrar la sortija, lo que el neobarroso perlonguiano es al neobarroco. La gauchita reemplaza el desierto de la pampa arada de los fugitivos por la ciudad de los aguantaderos narco y de las glebas escondidas entre muros de quilombos y puticlubs; sus campos son los clandestinos y sus postas los altares populares donde los santos sin iglesia juntan rezos paraevangélicos con palabras coladas de la llamada subversión como éste dedicado a San Jorge: “que sea el brillo de tu espada/la luz que corte lo oscuro/del puticlub de Lanús/general de mil batallas/ahora te estoy invocando /hasta la victoria siempre/amén".
En la gauchita el crimen puede liberar a la asesina y a la asesinada. Porque Beya no es un alma bella acepta un arma del patrón cafisho y ejecuta a otra cautiva que denunció ingenua ante un juez cliente y fue dejada al borde de la muerte por la paliza. Tentaría, por más aplicada que sea su ausencia de sí, su bilocación involuntaria y sin embargo estratégica, hacerla cómplice del crimen. Sin embargo, ¿matar lo ya muriente por manos otras es todavía matar? ¿O es decir “ni un minuto más de dolor para una ya no vida”?
Extraña solidaridad de esclavas, feminismo negro que encamina a una al bien mayor de su libertad y a la otra al mal menor; la libertad mediante la muerte.
Miniaturas, talismanes, exvotos
Al defender el uso de los muñecos Playmóvil para representar un secuestro y desaparición, en la película Los rubios de Albertina Carri, Gonzalo Aguilar respondió a las críticas señalando la función de la miniatura como preservación y domesticación de una memoria amenazada. Cabría señalar que poner en miniatura es también una práctica con que se hace circular información en cautiverio. Reducir en “caramelo” –según la jerga carcelaria– permite esconder el mensaje entre compañeros, llevarlo en el propio cuerpo, en la boca, en los genitales. Lo reducido favorece el escondite, el tener en el límite de no tener cuando hay que arreglárselas para vivir con propietario y una nada de propio. Entonces la miniatura se convierte en otra cosa: como la estampita de San Jorge que el teniente López Arancibia le regala a la Beya cautiva. Lo que para él es prenda de amor, para ella es talismán político, el que vela la misma mano que ejecutará la venganza. Eso del lado de adentro. Del lado de afuera la miniatura es el exvoto de los que piden por ella, por eso Beya peregrina: la línea final del libro dice “y te pasás cada día/en una iglesia distinta /para ver si así lográs /volver a tener unidas /todas las partes de vos”. Pero cuántos exvotos se necesita haber colgado en los altares para librar a Beya, tal vez una iglesia entera de exvotos de hojalata –hígado, páncreas, matriz, pulmones, mamas, labios inferiores, córneas, isquiones, todo el cuerpo del secuestro. Un altar hecho con esos brillos baratos y de buril precario podría ser el de Santa Beya de los puticlus, seguramente prohibidísimo por Francisco I y este libro con imágenes su larga oración.