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"Yo soy una cazadora solitaria"

Se acaba de publicar Zona de obras (Anagrama), libro que reúne conferencias, columnas y ensayos de Leila Guerriero: un compilado de sus textos, hasta hoy desparramados, alrededor de la escritura periodística.

Por Valeria Tentoni.
Foto de Emanuel Zerbos.

Leila Guerriero

Zona de obras, que acaba de salir por Anagrama para Latinoamérica en su colección de crónicas, fue originalmente publicado como libro en España, en 2014, por Círculo de Tiza. Allí se reúnen las columnas, conferencias, charlas, ensayos y notas alrededor de la escritura periodística que Leila Guerriero fue publicando entre 2006 y 2014. No todas, pero, porque se tomó el trabajo de seleccionar los elementos que pudieran complementarse y potenciarse entre sí. Ni en orden cronológico, tampoco –orden que le parece “el más fácil” en estos casos, pero no por eso el que mejor funciona. Guerriero, quien trabaja como editora en Gatopardo y que se desempeña en ese rol, por caso, también en el sello de la Universidad Diego Portales (donde se publicó recientemente la compilación de retratos Los malditos), es astuta y generosa al organizar las piezas de eso que construyó como un rompecabezas y que nosotros recibimos como un sistema de engranajes, valores, trucos, reflexiones y notas de trabajo, utilísimos para cualquiera que esté interesado (y dispuesto) a poner en estado de pregunta el oficio.

La autora de Una historia sencilla ha limpiado, una por una, con esfuerzo y delicadeza, sus armas. Las ha dispuesto, relucientes, sobre este gran tablón de madera. Ahora nos mira, los brazos en jarra, y dice: así lo hice. No estoy diciendo que así se haga, estoy diciendo que así lo hice yo. Y que puede que mañana ya no lo haga de esta manera. ¿Por qué se llenan los salones, las aulas y las ferias cuando habla Leila Guerriero, esa mujer delgada y enérgica, vestida de negro, amable y ciudadosa, que extraña a su compañero en decenas de ciudades distintas por año, mientras otros compran souvenirs? ¿Por qué se leen y se estudian sus columnas y crónicas en las escuelas de periodismo? ¿Por qué la persiguen los alumnos, por qué la filman sin que lo autorice mientras da sus charlas y después lo suben a YouTube como quien trafica un secreto demasiado jugoso como para dejarlo quieto? ¿Por qué se le acercan para preguntarle de dónde saca sus ideas? Ella jamás ha dicho que tenga un saber acerca de cómo hace lo que hace. "Leila Guerriero enseña, efectivamente enseña, pero otra cosa", como advirtió Kohan al presentar este tomo hace unos días.

Hacia el final de esta conversación, Guerriero recitará un largo poema involuntario (que por su velocidad y su contextura resuena como “Nena”, de Jamaica Kincaid) al responder sobre las salidas de cacería con su padre y sus hermanos, durante su infancia en Junín. Dirá que no le parece que tengan tanto que ver las preceptivas que recibía en esas excursiones nocturnas con su manera de escribir, aunque sea tan tentador calcar ese párrafo sobre las líneas que encontramos en este libro. Líneas como “Solo si una prosa intenta tener vida, tener nervio y sangre, un entusiasmo, quien lea o escuche podrá sentir vida, el nervio y la sangre”. Líneas como: “Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten”, entre otras.

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—El libro, que tiene elementos escritos en distintos momentos, está ensamblado de modo muy preciso; hay líneas internas, continuidades, ¿cómo lo trabajaste?

—Es un tipo de texto con reflexiones, más ensayístico. Me pasé tiempo largo escribiendo sobre el periodismo, y hubo una época, sobre todo, en que me convocaron para dar varias conferencias sobre el tema, y me pareció buena idea reunirlo porque los textos dispersos no dicen lo mismo que de este modo, todos juntos. Traté de encargarme de que la disposición de los textos tuviera una lógica. El orden cronológico, en estos libros, me parece el orden más fácil y la lógica más evidente. Creo que no funciona, que suele ser aburrido. La idea es que el libro arme su puzzle particular, que tenga una línea narrativa. Que arranque con una declaración de principios, que siga con otra cosa, que una conferencia larga termine con una columna que, de pronto, refuerce esa idea, la siga discutiendo o sirva de nexo para pasar a lo siguiente. Esto también me pasa como editora, cuando armo libros de otros, recopilaciones de textos de otros, como me pasó ahora con Pedro Mairal, Alan Pauls, Martín Kohan.

—¿Hace cuánto estás en el sello de la UDP?

Desde Los malditos, en 2011. Fue el primer trabajo fuerte que hice para Matías Rivas; sin él estos libros no podrían salir. Empecé con un desafío grande, porque ahí había que definir un tema fuerte; quiénes eran los malditos, y después buscar a los mejores autores del continente, que no fueran puramente periodistas. Editar a esa gente fue un buen aprendizaje, fueron 17 autores en 15 países.

—El rol del editor es uno sobre el que reflexionás en Zona de obras, ¿cómo lo pensás, cómo trabajás?

Creo que el editor es una especie de lector de altísima intensidad, y que su rol tiene que ser, justamente, el de desaparecer para que brille el autor. Mi postura es esa, siempre. No tengo una fórmula de trabajo, no creo que haya que aplicarle a cada texto una fórmula específica: recibo el texto, lo leo, primero lo leo completo. Trato de hacerme una idea de conjunto, y eso es muy trabajoso, uno a veces se ve tentado de ir editando, pero hay que ver cómo funciona eso después, en el conjunto del texto. Voy leyendo minuciosamente, pero la labor del editor, con autores de este calibre, no es corregir las comas. Esperan otro tipo de interlocutor. Lo que tiene que hacer un editor, creo, es no pensar cómo lo hubiera resuelto él; el texto no es de él, es del autor. Eso, primero, es insolente, y, después, estos autores son personas brillantes que buscan sus propios caminos. Entonces, el lugar del editor es el de ayudar al autor a encontrar su forma más genuina, las soluciones con su propia mirada. Trabajar juntos para que el que brille sea el texto, o en todo caso el autor. El trabajo del editor debe quedar por el camino. Es el lugar de la generosidad. En ese sentido, difiere bastante de la labor que hago como periodista. Creo que a la labor editorial me ayuda mucho el hecho de ser periodista y escribir. Me parece que los autores sienten, sospecho, que si los meto en un problema no les estoy hablando de algo que yo no conozco. Yo ya estuve ahí, y entonces puedo tensar más esa cuerda porque sé que hay solución. No es que yo vengo de otra nube, y me parece que hay un respeto mutuo.

—¿Qué editores han moldeado en vos esa figura?

Yo tuve muy buenos editores. Empecé a los 22: mis primeros editores, en Página/30, eran Eduardo Blaunstein y Rodrigo Fresán. Podría decir que ahí me hice periodista, que ahí fue donde me inventé un método, una manera de hacer las cosas, donde me imaginé, más o menos, cómo se podía hacer. De esa redacción me llevé muchos aprendizajes. Cada uno, a su estilo, fueron editores muy buenos, muy exigentes, que me enseñaron en el hacer. Me iban corriendo la vara cada vez más arriba. Después pasé a trabajar en paralelo para El País Cultural de Montevideo, y ahí tuve un editor increíble, Elvio Gandolfo, a quien quiero y quien todavía es uno de mis ejemplos de entusiasmo y de producción y de cosa bien hecha y de rigurosidad… Esa escritura que tiene. Y, con él, Homero Alsina Thevenet. Lo primero que me dieron fue una listita de lineamientos que daban a todos los colaboradores, que consistía en una versión abreviada de una columna que había escrito Homero que se llamaba "Algunas sugerencias para periodistas modestos". Está en su libro Una enciclopedia de datos inútiles. Como editor, Homero era un tipo que te llamaba por teléfono a tu casa, desde Montevideo, y te decía cosas como: "Muchacha, muy bien tu nota… Ahora, ¡habría que buscar un final a la altura del resto del texto!". Entonces te estaba diciendo dos cosas: una, que tu final era una mierda, pero también que el texto estaba bien. Eso es un editor que te quiere hacer brillar, que quiere lo mejor de vos, que no te va a dejar hacer el ridículo en público, que te pide más porque sabe que podés más. Y después, en La Nación, Hugo Caligaris y Hugo Beccacece, para mí, fueron geniales. Me dejaron hacer locuras, locuras. Se los agradeceré infinitamente, porque eso me enseñó el tamaño que puede tener la ambición de una persona.

—¿Locuras como qué?

No sé, publicar en tapa, por ejemplo, una nota sobre el Centro Argentino para la Investigación y Refutación de las Pseudociencias. En un lugar normal eso no sale en la tapa da la revista dominical del segundo diario más grande del país. O, qué se yo, me comprometí a entregarle una nota más corta cada dos semanas, pero pedí me dejaran ir dos, tres veces a la Isla Maciel, a las cárceles, a contar las historias de los gitanos, a estar tres meses con los judíos ortodoxos… Yo iba alimentando la revista con notas más cortas, más dinámicas, pero quería hacer eso. Esa fue la forma en que aprendí a trabajar como me gusta trabajar, haciendo muchas cosas a la vez, resolviendo algunas cosas más rápidamente, y con más tiempo para hacer lo más largo.

—¿Seguís trabajando así? ¿Tenés siempre varias notas en camino?

Depende. Ahora con el tema de los viajes se me ha complicado mucho, porque te interrumpen. Pero he trabajado, en otros tiempos, con cinco notas a la vez. Ahora trato de organizarme un poco mejor. El multitasking te mantiene muy despierto. Me parece muy absurdo que un periodista se sienta satisfecho teniendo un trabajo en un solo lugar; no por una cuestión de plata, sino porque el hecho de trabajar en distintos lugares te desafía, te obliga a tener cintura para llevar adelante tu trabajo en distintos ámbitos, en los que no todos los editores son iguales. A mí eso me parece fascinante, te da mucha cancha. Aprendés a pensar en las temáticas de otra manera. Yo veo, como editora de Gatopardo, que la gente me propone notas que son interesantes, de pronto, para publicar en un periódico barrial. Hay historias que son hiperlocales y funcionan muy bien, pero no todas. Me llama un poco la atención esa falta de ejercicio de entender qué puede ser interesante más allá de mi ombligo. Es una falta de modestia.

—Esta idea de la modestia vuelve. Idea con la que pensás al rol del editor y, si bien dijiste recién es distinto de tu rol como periodista, sin embargo también escribiste que el periodista tiene que ser invisible: “Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando escriban: prodíguense. Después, desaparezcan”. ¿De dónde vino esta conciencia de que la invisibilidad es un factor que potencia el trabajo?

Dos cosas: primero, yo me eduqué en esa escuela. Homero Alsina Thevenet era eso; el periodista no le importa a nadie, usted no tiene que aparecer en las crónicas, si usted va a hablar en primera persona que solo sea para contar una experiencia intransferible. Creo que eso fue mi educación básica. No había ningún motivo para que yo estuviera en un texto, para que yo saliera opinando. Y, de a poco, me fui desprendiendo cada vez más. Yo antes era mucho más cínica, mucho más irónica.

—¿Antes cuándo?

Hasta hace, qué se yo, unos pocos años. Si miro mis notas en Página/30 veo que también estaba muy imbuida por el espíritu de la época, por los narradores que me gustaba leer en ese momento. Pero siento que lo he ido perdiendo. Si bien lo soy, igual. Me gusta la ironía, las columnas están plagadas de eso, pero en la crónica, cuando hablo de otros, no. Sí queda mucho de eso en las crónicas de viaje, porque ahí sí siento que es un lugar mucho más personal. Así qu creo que viene de haber aprendido un poco de Homero, de Elvio, y también porque, desde el principio, como yo me hice periodista, un poco así, siéndolo, en el fondo, durante mucho tiempo, tuve esta idea de quién soy yo para sostener esto. Ese fue un ejercicio de modestia interesante, en el que entendí, de alguna forma, que para sostener algunas cosas hay que ocuparse de blindar los textos. Para que eso que yo quería decir, aunque fuera en tercera persona, se sostuviera. No ser una tirabombas imprudente: primero porque yo no soy así, y segundo porque siento que si uno va a decir algo la realidad tiene que responder a eso. Y, en cuanto al tema de la invisibilidad, todas esas son formas de una mirada más reflexiva que vino con los años.

—Otra preocupación que regresa es la del periodista como lector.

Sí, para mí es fundamental. E inexplicable que haya vocaciones periodísticas, de escritura a lo mejor los periodistas de televisión tienen otra manera que no están interesadas en la lectura, en general. Me parece muy extraño. Eso sí me preocupa, y de hecho lo hago muy seguido, esto de preguntar qué están leyendo. Lo pregunto explícitamente. Por un lado, siempre habla de la lectura como una especie de estadio superador de todas las artes. Como que si uno no lee se está perdiendo de algo increíble. Bueno, yo no creo que esto sea así, me parece que es una carga muy pesada para la lectura, para la escritura. Pedir eso, que sea el arte más iluminador... Y me carga un poco cuando escucho tanto a los escritores decir que los que no leen se están perdiendo de cosas; bueno, yo también me pierdo de muchas cosas. Seguramente la señora y el señor que van a la ópera deben pensar que yo soy un zoquete porque nunca voy a la opera y nunca iría, no me llevarían ni muerta, porque no me gusta, porque me aburro, porque no me lo creo, todo me parece inverosímil, todo me parece larguísimo. Y supongo que la persona que va a la opera y escucha esto dice: esta mujer está loca, no sabe lo que se pierde. No sé por qué a los escritores les parece terrible que la gente no lea; la lectura es otra posibilidad, también esta buenísimo ir al cine, al teatro. Sin dudas, todo lo que hagas en la vida que alimente tu inspiración y tu emoción te va a transformar en una herramienta más fina, más elegante, con mayor capacidad de análisis, más inteligente. Pero hay mucha gente que sabe mucho de la vida y no le gusta leer. Sí me parece raro que alguien que se quiere dedicar a escribir no lea. Eso sí. ¡Yo no conozco muchos cineastas que no vayan al cine! No sé por qué está esta pretensión de que se puede escribir bien sin leer. Es medio incomprensible cómo nace la vocación de alguien que quiere escribir si antes no ha querido leer. Todos los que escribimos empezamos por haber leído, y por querer escribir algo como eso que en algún momento leímos y nos despertó la ambición omnipotente de querer hacer algo mejor. Uno a los ocho años puede pensar que puede ser mejor que Ray Bradbury. Después es una esperanza que te abandona para toda la vida.

—Agregás, además, a la poesía: cosa que, inclusive, muchos narradores ni siquiera consumen. Que incluyas a la poesía en ese menú es un poco una rareza, Por otra parte, invertís recursos de la poesía en tus textos periodísticos. Repeticiones, encabalgamientos, hay cortes que son prácticamente poéticos, bajadas… Traccionás cantidad de recursos de la poesía al periodismo.

—Es que yo creo que escribir, antes que nada, es una cuestión de oído. Te tiene que sonar una música. Lo primero, cuando sos lector, es empezar a distinguir la voz propia de un autor. La poesía te forja el oído y, además, lo que tiene de interesante es que ofrece una economía de recursos increíble para decir cosas enormes con eficacia. Entonces sí, para mí es casi como desperdiciar un recurso no leer poesía

—Hablás de la corrección como un momento de escritura más.

—Escribir es corregir. Las primeras versiones de los textos son, en mi caso, males neecsarios para comprender o explicarme un poco a mí misma de qué estoy hablando —depende del tamaño del texto, no es lo mismo una columna de 5000 caracteres que una conferencia de una hora—. Después hago versiones y versiones, hay textos con veinte versiones diferentes.

—¿Llevás diario?

—No, no llevo. Una vez hice uno en una residencia para escritores, pero nada más. Ni siquiera de chica tuve diario. Disfruto mucho de los diarios de escritores, pero a mí se me hace imposible. Empiezo con ímpetu pero después me digo: qué mala idea.

—Pienso en el término “escritor”, a partir de esta mención a la residencia. En Zona de obras aparece subrayado, en el primer texto, en el segundo: “Yo soy periodista”.

—Yo digo periodista para evitar equívocos. Si yo me presento a una persona y le digo “Qué tal, Leila Guerriero, escritora”, esa persona claramente va a pensar que escribo cuentos y novelas. ¿Por qué querría yo generar un equívoco presentándome así, si lo que soy es periodista? Un periodista escribe, pero escribe periodismo. Esa dicotomía entre escritora-periodista viene de una mirada más arcaica, más vieja que el hambre, más vieja que caminar de a pie, como me dijo el otro día un taxista, que tiene que ver con esta idea tonta de que la escritura de ficción es una instancia superadora que la escritura de no ficción. Es absurdo. Le acaban de dar el Premio Nobel de Literatura a una periodista. Me parece que es eso, un prejuicio, medio viejo. Igual, en muchas conferencias me presentan como “escritora y periodista”, como diciendo: es periodista pero también piensa. Evidentemente hay una carga de cosa genuina que tiene esa palabra que a mí me representa y que no necesito ninguna otra.

—¿Radio hiciste, te interesa hacer?

—Hice radio en Junín, un tiempo. Pero acá en Buenos Aires no. Sí… Aunque lo mío es más lo narrativo, creo.

—¿Cine?

Me veo más cerca del cine que de la radio.

—¿Escribir guiones?

No, para nada, nooo. Me interesaría hacer documentales. No cine de ficción. No me metería jamás en eso. Me encanta el cine, mucho de lo que aprendí de la escritura lo aprendí del cine, disfruto sin duda de una manera mucho mas espontánea de ver una gran película que de leer un gran libro, pero no, de solo pensar en los tiempos muertos del cine, todo lo que hay que mover, los equipos, no. Me muero. Está reñido con mi naturaleza: yo soy una cazadora solitaria.

—Cuando eras chica salías a cazar con tu papá, ¿no?

Sí, y con mis hermanos.

—¿Y qué consejos te daba tu papá entonces?

Más que nada, lo que nos enseñó mi padre con las armas siempre fue la prudencia absoluta. Nunca podés caminar con el arma amartillada, nunca hay que apuntar hacia delante, siempre hacia el piso. Limpiar el arma, tener respeto. No tener el arma cargada en la casa, siempre viajar hacia el lugar donde vas a cazar con el arma descargada. Los animales no se matan por gusto, se matan solo si te los vas a comer. No matar cosas que no vayas a comer: un carancho no se mata, una gallareta no se mata. Matás perdices, matás liebres, matás nutrias, matás patos, pero no se practica tiro al blanco con cosas vivas. Eso, digamos. Más que nada, la prudencia. Y la falta de crueldad. Y que, si lo cazás, también tenés que tener la presencia para tomarlo. Dejar un animal herido nunca. Si se queda un pato al que mataste en medio de la laguna lo siento, lo vas a tener que ir a buscar. Te vas a tener que ir a enterrar hasta el pecho para buscar al animal en medio de la laguna. No se deja un pato muerto en la laguna. Limpiar el bicho, limpiar las armas, no dejar la casa hecha un reguero de inmundicia. Ser responsable, eso. Estás haciendo una tarea de mucha responsabilidad. Ser sumamente responsable. Por vos y por los que están con vos en ese momento.

—¿Cómo eran esas salidas a cazar?

Con mis hermanos, el más chiquito tiene 28 ahora, es como de otra generación. Él es cazador todavía. Yo, si voy a Junín y salen a cazar, voy. Pero él va, sabe mucho, mucho más que yo de armas y todo eso. Salíamos con la camioneta, por caminos de tierra. Lo que más hacíamos era ir a cazar patos. Es lo natural que hace la gente cuando se cría en el interior, el porteño lo ve todo… No sé de dónde piensan que vienen los pollos y la carne que se comen, ¿de una planta? A mí me encantaba venir con la bolsa de pejerreyes de la laguna, cortarles la cabeza, sacarles las escamas. Hemos hecho eso desde el comienzo de los tiempos. Es lo que hacemos. Hay que comer.

—En otra columna hablás sobre correr y escribir. ¿En qué se te parecen?

Corriendo se me ocurren muchas ideas, finales de textos, principios, líneas para las conferencias, columnas enteras. Hay algo que pasa ahí. Es como ponerte en trance. Desconectarte de todo el mundo, estar solo concentrado en eso. Correr, correr, correr, creo que resulta muy beneficioso para la escritura. Es muy inspirador, un espacio de libertad absoluta. Y de prescindencia, porque no necesitás nada más que tus zapatillas. Es un lugar de economía, de austeridad, de soledad. De resistencia. Y escribir tiene que ver con eso, escribir es una tarea de resistencia. Se parecen también en otro punto; es difícil dar el primer paso para salir a correr, siempre estás buscando excusas para no hacerlo, y para escribir más o menos lo mismo. Es difícil vencer la inercia. Es un lugar de estar pero no estar en el mundo, y la escritura también.

—Última: el libro se llama Zona de obras. Se entiende, claro, que en un sentido de trabajo, pero ¿cómo te llevás con la idea de Obra, en el sentido literario?

Para mí la escritura es trabajo. Es el rastro de una vida, de un cuerpo, de una cabeza que va cambiando. La acumulación de todo eso, en algún momento, produce alguna cosa, libros publicados. Todo eso junto puede llegar a tener alguna coherencia. En principio, yo no estoy construyendo todo eso con una dirección x; el trabajo es un hacer permanente. Cada libro que escribís es como si nunca hubieses escrito uno antes, cada nota que hacés, cada columna, te podés estar rifando todas las columnas anteriores. Pero para que haya picos tiene que haber mesetas; nadie puede vivir en una epifanía permanente, ni siendo sublime todo el tiempo. Yo estoy mucho más preocupada y pendiente de esas cosas.

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