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Huérfanos

El escritor boliviano, autor de La desaparición del paisaje, se pregunta qué significa ser escritor en una tradición menor. "Significa tener la ventaja de escribir sin la sombra de monstruos como Borges o Saer, Onetti o García Márquez".

Por Maximiliano Barrientos.

Algunos años atrás, antes de publicar mi primer libro, bromeaba con una idea que entonces, creía yo, perfilaba las líneas del escritor en el que me quería convertir: un escritor que escribía desde y para el cosmopolitismo. La frase, casi un chiste, que repetía a menudo con quien sea que hablara del tema, era más o menos esta: una canción de Lou Reed habla más de mi experiencia vital que cualquier taquirari. Imagino que lo que quería decir con aquello era que la educación emocional que tuve pasaba por productos culturales foráneos, productos culturales que también formaron a un escritor argentino, chileno, norteamericano o español. Esto no significaba que no escribiera historias ambientadas en Santa Cruz, la ciudad donde nací y donde me convertí en adulto, sino que escribía sobre ese lugar desde las estrategias que me aportaban las formas de arte que no eran originarias de mi terruño, y por lo tanto la frase mostraba un rasgo común a algunos de los escritores de mi generación que desdeñábamos el regionalismo y el nacionalismo por considerarlos una limitación autoimpuesta. Luchar contra esta forma de encierro era la única vía para escribir en el siglo XXI sin caer en arcaísmos.

 

Con el paso del tiempo la radicalidad de esa frase fue mostrando sus puntos blandos. Escuché a conciencia la música de Gladys Moreno y de El Camba Sota y comprendí, tardíamente, que ellos exploraban una sensibilidad que no distaba de la de otros músicos que me rompieron la cabeza. La radicalidad de esa frase que a veces soltaba con los amigos, como al descuido, fue erosionándose, pero la cito ahora porque creo que reflejaba cómo algunos de nosotros nos posicionamos ante la tradición y ante el dilema de la identidad, y revelaba el lugar que ocupábamos como escritores de una tradición menor que durante décadas se ha mantenido invisible a los ojos de los lectores latinoamericanos y europeos. ¿Qué significa ser un escritor de una tradición menor? Significa tener la ventaja de escribir sin la sombra de monstruos como Borges o Saer, Onetti o García Márquez. Significa la posibilidad de escribir con una libertad y un desparpajo que un argentino o un colombiano carecen. Significa escribir sin la angustia de las influencias, sin armar una obra en contra o a favor de otros que inauguraron brechas. Alguno protestará: nosotros, los bolivianos, tenemos a Jaime Saenz. Lo que es muy cierto, pero el fuerte de Saenz no es la narrativa, es la poesía, y si bien es uno de los poetas fundamentales de la lengua en español en el siglo XX, es casi un secreto, una figura de culto que, a pesar de las traducciones al italiano, al inglés y al alemán, se lo conoce muy poco.

Nosotros, algunos de los narradores bolivianos nacidos a fines de los 70 y a principios de los 80, somos escritores huérfanos. Hicimos de esa orfandad, de esa ausencia de referentes locales, una paradoja. Esto significa, por un lado, lo que ya mencioné hace un momento: la posibilidad de escribir desde la ausencia de presiones en un territorio que se nos presenta más o menos virgen, pero por otro lado representa la tara de escribir desde la marginalidad, desde la ausencia de garantías de un mercado que no apuesta por sus autores, donde los mecanismos de promoción son escasos, por no decir nulos.

Hace unos años, leyendo Elizabeth Costello, del inmenso escritor sudafricano J.M. Coetzee, me topé con un fragmento que sintetiza y profundiza las taras de ser un escritor de una tradición pequeña con un mercado literario inexistente.

Cito:

La novela inglesa está escrita por personas inglesas para personas inglesas. Esa es la naturaleza de la novela inglesa. La novela rusa está escrita por rusos para rusos. Pero la novela africana no está escrita por africanos para africanos. Los novelistas africanos tal vez escriban sobre África, sobre experiencias africanas, pero me parece que mientras escriben constantemente están mirando por encima de sus hombros a los lectores extranjeros que los leerán. Más allá de si les gusta o no, han aceptado el rol de intérpretes, están interpretando África para sus lectores. Pero, ¿cómo podrán explorar un mundo a profundidad si al mismo tiempo lo tienen que explicar a lectores foráneos? Es como el caso de un científico que intenta darle una atención total y creativa a sus investigaciones a la vez que tiene que explicar su trabajo a un grupo de estudiantes ignorantes. Es demasiado para una persona, no se puede realizar semejante tarea, no si se la quiere realizar en un nivel profundo. Ese, me parece a mí, es la raíz del problema. Tratar de ejercer la nacionalidad africana al mismo tiempo que se está escribiendo sobre ella.

Coetzee, a través de la voz de la apócrifa escritora australiana Elisabeth Costello, llama a esos escritores "intérpretes" porque su función es más didáctica que creativa. Saben muy bien que no pueden escribir para el lector africano por la razón de que no hay lectores africanos. Entonces buscan lectores fuera de sus fronteras, los buscan en Francia, en Inglaterra, en Estados Unidos, y describen el mundo de donde provienen desde una perspectiva exótica porque saben que eso es lo que vende, porque ese es el lugar que ocupa África en el imaginario de occidente. Algo muy parecido aconteció con la literatura latinoamericana: todos los escritores que copiaron a García Márquez cayeron en la fórmula descrita por Costello: hicieron de este continente un lugar común a exigencias del mercado alemán o francés, y de esa forma echaron una larga sombra sobre otros novelistas y cuentistas que trabajaron seriamente sin la tentación de caer en estereotipos. Onetti, Levrero y Ribeyro son algunos de los que quedaron ensombrecidos por este hambre por lo exótico.

La solución a este dilema no pasa solamente por la aparición de buenos escritores. El paisaje no cambia por el surgimiento de una generación de talentosos cuentistas y novelistas que narren desde sus perspectivas individuales, el mundo donde tuvieron sus primeras pérdidas y derrotas, donde extinguieron sus infancias. El problema se soluciona a otra escala, tiene que ver con la aparición de lectores maduros que puedan modificar las exigencias del mercado local para que este tipo de literatura, una literatura no didáctica, una literatura que no dé concesiones al exotismo, exista. Algunos de los narradores bolivianos que empezamos a publicar a mediados de la década del 2000, más allá de las diferencias temáticas y formales, buscábamos hacer una literatura que no cediera a esos estereotipos. Si algo teníamos claro, era que no queríamos ser "escritores intérpretes".

Cito a Coetzee:

En Australia tuvimos una situación similar, pero pudimos dar con una solución. Finalmente abandonamos el hábito de escribir para extranjeros cuando los lectores australianos alcanzaron la madurez, algo que aconteció en los años 60. Una camada de lectores, no de escritores, que ya existían. Abandonamos el hábito de escribir para extranjeros cuando nuestro mercado australiano decidió que podía soportar una literatura local madura. Esa es la lección que podemos ofrecer. Eso es lo que África puede aprender de nosotros.

¿Cuándo los lectores bolivianos van a alcanzar la madurez? Esta es una pregunta que me excede, que no puedo responder, pero que siento que a los escritores de mi tanda les ha interpelado más hondamente que a los de otras generaciones. Soy consciente de que la única forma en que la literatura boliviana deje esa condición de ostracismo en la que se ha metido durante décadas no pasa únicamente porque los escritores empiecen a publicar en importantes editoriales españolas o latinoamericanas, o porque sean traducidos a diversas lenguas, o porque escriban en diarios claves de Santiago, Buenos Aires o Madrid, ni siquiera pasa porque sean invitados a la Feria del Libro de Guadalajara o al Filba. Pasa por la respuesta a esa pregunta: ¿cuándo los lectores bolivianos van a alcanzar la madurez? En Santa Cruz de la Sierra no hay una comunidad lectora. Ya casi no hay librerías, y las que sí funcionan, lo hacen con libros viejos, de hace décadas, o con algunas novelas de saldo que los libreros consiguen en esporádicos viajes a Buenos Aires. El único suplemento cultural que hay ya no sale todos los sábados, lo hace cada mes. Nunca hay crítica de libros publicados. No pagan a colaboradores para que escriban reseñas. Como verán, mi ciudad es un páramo cultural. Y esa situación tan lamentable, en mayor o menor grado, se repite en toda Bolivia.

Para concluir, quiero establecer un diálogo entre estas reflexiones planteadas por Coetzee en Elisabeth Costello y un ensayo que ha sido clave para Latinoamérica. Un ensayo de Borges escrito en 1932 cuya vigencia se mantiene intacta hasta nuestros días. Me refiero a "El escritor argentino y su tradición", en el que el autor de "El Aleph" defiende una literatura argentina que para constituirse como tal no pase por los colores del localismo, sino que beba de fuentes que no se encuentran en el folclore del país. Esa postura crítica ante cierto costado propagandístico del localismo, me parece a mí, ha sido la principal búsqueda de una parte de los escritores de mi generación. “Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición”, escribió Borges. “Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”.

Si de algo estoy convencido, es que muchos de los jóvenes escritores se han dado cuenta de que no podrán escribir sobre Bolivia si no beben de esa gran tradición occidental que menciona Borges, si no se sumergen en ella con irreverencia, sin atisbo de solemnidad y sin complejo de inferioridad, para utilizar lo que les sirva y para descartar lo que no. También se han dado cuenta de que sin esa madurez lectora que exigía Coetzee, todas las obras que se hagan, más allá del riesgo y de la solvencia que contengan, serán esfuerzos aislados, individuales. A la hora de hablar de la buena salud de la literatura boliviana, se requiere analizar factores que no se limiten exclusivamente a la calidad de sus libros.

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