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Variaciones sobre la nieve

Verdad, verosimilitud y demasía: Martín Kohan lee La fábrica de sueños de Ilya Ehrenburg (Melusina) en cruce con La sociedad de la nieve.

Por Martín Kohan.



1.

La película transcurría en Rusia, pero se filmaba en Joinville con un guion escrito en Estados Unidos. De manera que en ese set de filmación, según lo concebido en algún lugar de la tórrida California o en alguna difusa oficina de un rascacielos en Manhattan, era preciso montar una evocación certera del paisaje ruso. Lo cuenta Ilya Ehrenburg en La fábrica de sueños, el libro sobre cine que escribió en 1931. Cuenta eso y cuenta que, para lograr la ambientación buscada, colmaron la escena de nieve (de una material que, no siéndolo, parecía nieve). Hasta que alguien tomó nota y avisó: la historia que estaban filmando sucedía en Rusia, sí, pero en el verano; y en Rusia, aunque sea Rusia, no hay nieve en los veranos: hace calor y hay sol. Sol o nubes. Pero nunca nieve.

La observación era por demás pertinente. Sin embargo, señala Ehrenburg, no prosperó. Prevaleció este otro criterio: no se trataba de representar a Rusia, sino de figurarla; Rusia no era un referente empírico que debiesen reflejar tal cual era en términos de realismo estético. Lo que tenían que conseguir no era una mímesis de Rusia (ni siquiera cuando el cine contaba con los medios tecnológicos más adecuados para eso), lo que tenían que conseguir era algo que significara Rusia Y el significante de Rusia no era otro que la nieve. Para dar una idea de Rusia, tenía que haber nieve.

Si nieva o no nieva en los veranos rusos es un asunto de primordial importancia para quien se disponga a viajar ahí en junio o en julio, por caso. Para el espectador de esta película, sin embargo, para la significación de Rusia a la que asistirá cuando la vea, la nieve no puede faltar. Y en efecto: no faltó.


2.

Cuando se produce el impiadoso alud de nieve y los sepulta, uno piensa: no, ya es demasiado. Demasiadas peripecias en la trama, demasiadas desgracias en la historia.

La sociedad de la nieve, de Juan Antonio Bayona, es una película de encierro; pero de encierro a la intemperie, de encierro al aire libre. Por eso es tan particular la sensación de agobio que produce. La montaña es vasta y abierta, las tomas cenitales o alejadas dan cuenta de su extensión. Pero de ahí no se puede salir. Y si no se puede salir, no hay otra cosa que encierro. La cordillera en su inmensidad parece no tener límites. Pero es que es un límite en sí misma, y no ya en el sentido político de la frontera entre países, sino en el sentido de que, impasible, esplendorosa, no se deja traspasar.

Hay un espacio cerrado en la película, y es el del interior del avión destrozado (esos restos de tecnología moderna, caídos en un entorno de naturaleza absoluta). Ahí adentro, sin embargo, los personajes no van a sentirse encerrados, sino protegidos (precariamente protegidos, pero protegidos). Encerrados van a estar afuera. De los restos del avión pueden salir, y hasta del accidente pudieron salir, en cuanto a que sobrevivieron. De donde no pueden salir es de la cordillera de los Andes (y de hecho se salvarán del todo solamente cuando dos de ellos lo logren. Encontrarlos, nunca los encontrarán. Nunca lograrán divisarlos desde el cielo).

Es eso precisamente lo que cambia con el alud, que se filma desde dentro del avión, no desde afuera ni desde arriba. La nieve ahora los tapa, los cubre y los aplasta. No tienen que salir mientras dure el temporal (el avión es un refugio); pero si se acumula demasiada nieve encima, ya no podrán salir (el avión será prisión, y luego tumba, sepultura).

Sobrevivieron ni más ni menos que a la caída de un avión en la cordillera, a eso ahora se agrega un alud de nieve, y algunos van a morir por eso. ¿No es ya demasiado? ¿No se satura la tensión narrativa por exceso de incidentes? ¿No corre riesgo el pacto básico de la verosimilitud? Es demasiado, sí: es demasiado. Pero ni la tensión narrativa se satura, ni corre riesgo el pacto básico de la verosimilitud. Y es que ese alud ocurrió realmente, se precipitó realmente sobre los restos del avión y los sobrevivientes. Esa nieve es nieve de verdad.


3.

Conozco varias interpretaciones de “Paisaje”. Franco Simone en la versión original, cantada con un acento italiano insuperable. Una más reciente, grabada por Vicentico. Y una variante de traspaso al ritmo de la cumbia, por parte de Gilda. Lo que se desgarra en la voz de Franco Simone, gime en la voz de Vicentico. Y trasunta un raro dolor, porque contrasta con la animación de la base rítmica, en la voz de Gilda. Mi versión favorita, en cualquier caso, es la que en un festival de Viña del Mar hicieron a dúo Franco Simone y Myriam Hernández.

“Deja que pase un momento y volveremos a querernos”: es una tremenda frase de amor (Myriam y Franco la cantan mirándose a los ojos: amándose). Porque no se trata ya de quererse o no quererse, o de quererse y no quererse (uno quiere y el otro no), o de haber dejado de quererse; sino de volver a quererse: quererse de nuevo, después de ya no quererse. Y que, para conseguir nada menos que eso, no haya que dejar pasar más que un momento. Ni horas, ni días, ni años, sino apenas un momento.

Menos precisa me resulta esta frase que se canta justo antes: “No se piensa en el verano cuando cae la nieve”. Esto otro, en cambio, me desconcierta. Lo canto, pero me desconcierta. Porque reduce extrañamente lo que se piensa a lo que es, lo que se piensa a lo que hay. Como si no fuese constitutivo del deseo, de la lógica del deseo, de la posibilidad misma del amor, pensar en lo que no es, pensar en lo que no hay (es decir, en otros términos, fantasear). ¿Para qué pensar en el verano cuando hay sol y calor y días largos y noches sofocantes, para qué pensar en el verano cuando se está viviendo un verano? Habría que decir, en todo caso, que sólo se piensa en el verano cuando cae la nieve. Que es como se piensa en Rusia, si uno está sentado en un cine, o como se piensa en la tibieza y el abrigo, si uno está perdido casi sin esperanza en plena cordillera de los Andes. 

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