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Tiempos compuestos

Por María Sonia Cristoff

Tercera columna de la autora de Derroche alrededor de la "batalla contra la idea de literatura argentina entendida como literatura porteña".

Por María Sonia Cristoff.

 

 

 

 

En 2020, el año del zoom, yo estaba dando una clase a un grupo de estudiantes de una maestría que tiene sede en Buenos Aires, por ende, a pesar del modo virtual, un modo que expandía aun más la diversidad geográfica que ya es un clásico en esas aulas, mentalmente yo estaba ubicada acá, en esta ciudad, y estaba además, en ese día particular que ahora viene a mi cabeza, analizando el perfil que había escrito una de las integrantes del curso acerca de un personaje argentino que había actuado entre fines del diecinueve y principios del veinte, y entre las cosas que yo le iba comentando acerca del texto me acuerdo de haber dicho que me parecía muy sutil la decisión de la autora de haber recurrido a los tiempos verbales compuestos para hacer una referencia oblicua al contexto histórico, al paso del tiempo transcurrido entre esos años en los que el perfilado hacía de las suyas y el presente en el que lo leemos. La autora -Lilia Parisí: tomen nota- me miró con algo de desconcierto -o tal vez con un gran desconcierto que el zoom mitigó- y me dijo que no lo había pensado así para nada, que de hecho para ella, igual que para todos los que viven en su provincia, San Juan, el uso de los tiempos compuestos es cosa de lo más cotidiana. Qué curioso ese traspapelamiento de coordenadas, pensé: yo estaba leyendo una distancia en el tiempo cuando en realidad se trataba de una distancia en el espacio. 

No es extraño que la anécdota vuelva a mí hoy, mientras camino tratando de encontrar respuestas para un cuestionario a partir del cual alguien escribirá, creo, un ensayo acerca de lo que significa ser un tipo de escritora que nació en una de esas tantas zonas de las afueras de Buenos Aires que en jerga rioplatense se conocen como “el interior”. Vuelve a mi cabeza, creo, porque me fugué de mi lugar natal en cuanto encontré el primer resquicio para no experimentar, precisamente, esa distancia en el espacio, ese escribir desde las afueras. Supe muy tempranamente que quería dedicarme a la literatura y, junto con ese deseo vino, para mí, el convencimiento de que tenía que mudarme. A Buenos Aires, a ninguna de las otras ciudades que, en las conversaciones familiares, pasaban por el carril de las posibles. Es increíble hasta qué punto tenemos naturalizado el centralismo porteño cuando se trata de literatura. 

O teníamos, en realidad tal vez pueda ya hablar en pasado, porque claramente algunas cosas están cambiando ahora en la literatura de la Patagonia, el lugar natal del que hablo, pero en aquel momento, en aquellos años setenta en los que empecé a leer como posesa, las cosas me parecían bien distintas. En mi idiolecto privado, quedarme se traducía como no existir. Me parecía que aquel proyecto nacional asociado a la llamada Conquista del Desierto, el de la zanja de 610 kilómetros que se empezó a cavar para que, una vez terminada, lograra dividir a la nación civilizada del norte de los bárbaros del sur, podía haber fracasado en tanto proyecto de ingeniería, incluso en tanto proyecto histórico, pero había sido sumamente eficaz en tanto proyecto cultural. Si yo me quedaba del lado sur de la zanja, pensaba, o más que pensaba sentía, o más que sentía estaba convencida, quedaba del lado de la barbarie que no ingresaría jamás al canon de la literatura argentina. Podría tal vez escribir a la distancia pero no por mucho, porque la ausencia de una práctica en común, además de la ausencia de interlocutores, de mercado, de instituciones y de agentes legitimantes, terminaría generando silencio, borramiento, desaparición. Volví a leer hace poco el libro imperdible que Vanni Blengino escribió acerca de la zanja de Alsina, y me impactó encontrar hasta qué punto esos tres conceptos se repetían en los muchísimos textos oficiales que avalaban esa y tantas otras campañas sangrientas hacia el Sur, me impactó comprobar hasta qué punto nos determinan ciertas políticas textuales. 

Estoy hablando de mi propia experiencia, insisto, no de lo que significa escribir hoy desde la Patagonia, donde, como dije, como me consta, algunas cosas están cambiando, donde hay escritoras y escritores extraordinarios como Ariel Williams, Silvia Mellado, Pablo Lo Presti, Marcelo Eckhardt y Liliana Ancalao -por nombrar solo algunos y sin ingresar a la magnífica usina bahiense-, que van armando una obra potente, que van haciendo de sus distancias en el espacio una batalla contra la idea de literatura argentina entendida como literatura porteña, esa falsa sinécdoque. 

 

 

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