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Stevenson y los brownies: las pesadillas que sufría el autor de Dr. Jekyll y Mr. Hyde

Por Al Álvarez

Sobre los sueños oscuros que atacaban en su infancia al autor de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde escribe el inglés Al Alvarez. Fiordo acaba de publicar La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, de dicho ensayista, y aquí compartimos un extracto. 

Por Al Alvarez.

Todo el pasado es una sola textura, simulada o sufrida, actuada
en tres dimensiones o solo representada en ese teatrillo del cerebro
que mantenemos toda la noche bien iluminado, cuando las
demás luces están apagadas y en el resto del cuerpo reinan imperturbados
la oscuridad y el sueño.

R. L. Stevenson, «Un capítulo sobre los sueños»

 

Los románticos cultivaron la pesadilla como ingrediente esencial de la vida atormentada; un siglo más tarde, los surrealistas la reclutaron en homenaje a la recién descubierta tierra del inconsciente; entre ambos, la sociedad victoriana tardía la asimiló en la forma menor de la historia de fantasmas. Para los maestros de este género, M. R. James y Bram Stoker, la pesadilla tiene rostro gótico y espeluzna no solo cuando es medieval y rara —llena de castillos románticos, traqueteo de armaduras y jerga de brujas— sino, antes bien, cuando es doméstica, cuando se entromete en el cómodo círculo familiar. El vampiro o la maldición son devueltos a la vida, habitualmente por algún aficionado a las antigüedades, de motivos psicológicamente cuestionables, e irrumpe en las atestadas habitaciones de los hogares de clase media, donde personas intachables viven sus vidas corrientes. (La fórmula no ha perdido vigencia: en las novelas y películas de terror contemporáneas, Satán y sus subalternos suelen aparecerse a simpáticas parejitas recién mudadas a viejas casas que en un pasado distante sufrieron la contaminación del mal, o bien —inteligente variación de la película Poltergeist— a casas flamantes construidas sobre antiguos cementerios).

En otras palabras, la pasión victoriana por las historias de fantasmas —hasta Henry James experimentó con ellas a su sinuosa manera— era una variación altamente especializada de la pasión gótica. Era, literalmente, un gótico con luz a gas. En los siglos anteriores al alumbrado callejero propiamente dicho, cuando la gente se las arreglaba con velas y antorchas, la noche hervía de peligros y después del ocaso los ciudadanos pacíficos se quedaban en casa con la puerta cerrada. Esto cambió con la luz a gas; pero la luz a gas no era demasiado eficaz. Los pequeños charcos de luz que generaba volvían aún más peligrosa y amenazadora la oscuridad circundante. Dickens recorría de noche las calles crónicamente brumosas de Londres con un espíritu de riesgo no muy diferente a la voluntad con que Livingstone viajaba por África, el «continente oscuro»: para explorarla y colonizarla. En las novelas de Dickens, la noche y la niebla no son un mero fondo sobre el cual actúan los personajes; son presencias sustanciales y tienen papeles propios.

Así como la luz tenue, vacilante de los faroles de gas acentuaba la oscuridad de alrededor, los victorianos sentían con malestar que detrás de sus vidas prósperas y reguladas, de la confianza y la propiedad, había un mundo entero de tiniebla; y preferían hacerle caso omiso. La tiniebla se manifestaba de muchas formas, desde la melancolía de Tennyson o la depresión maníaca de Edward Lear al sadismo espectacular de Jack el Destripador. Estas manifestaciones eran desaprobadas por la comunidad pero la fascinaban; y, como tributo a la negación, los victorianos convirtieron el asesinato doméstico sórdido en una forma de arte popular y lo inmortalizaron en la Cámara de los Horrores del Museo de Cera de Madame Tussaud.

No solo se trataba de una imagen del húmedo sótano del alma colectiva, sino también de un legado romántico. El romanticismo había vuelto al sujeto sobre su vida interior, y los victorianos empezaban a comprender cuán poco sabían sobre el tema. Cuanto más se extendía la luz físicamente (faroles de gas en las calles, gas entubado para iluminar las casas) y metafóricamente (en 1880 la alfabetización empezó a propagarse lentamente por toda la población británica, cuando el Parlamento aprobó la primera Ley de Educación, que decretaba la escolarización obligatoria para todos los niños de entre cinco y diez años), tanto más percibían la oscuridad interior que hoy llamamos inconsciente. Pero, como las sombras de la noche o el continente africano, la oscuridad interior era una terra incognita, no relevada, no comprendida, amenazante y madura para la exploración. Digámoslo de otro modo: con toda su originalidad, Freud no partió de la nada; en los tiempos en que él estudiaba medicina, la psiquiatría ya era el gran objeto nuevo de indagación científica; y a ella se volvió tal como un joven y ambicioso residente de hoy podría especializarse en neurofisiología del cerebro: porque era una disciplina novedosa y radical, el campo de acción más tangible para la investigación médica.

La pesadilla gótica y la fascinación por el lado oscuro de la psique se intersectan en el más popular de los relatos de terror victorianos, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Stevenson lo definió como «un gnomo gótico (…) pero un gnomo interesante, creo», y lo escribió como crawler, historia de terror, porque los crawlers daban dinero y él siempre andaba escaso. En estos términos el libro tuvo un éxito enorme. Se publicó en enero de 1886, en seis meses vendió en Gran Bretaña cuarenta mil ejemplares y luego arrasó Norteamérica en ediciones autorizadas y piratas. Según Graham Balfour, primo y primer biógrafo de Stevenson, «probablemente el éxito se debió más al instinto moral del público que a la percepción consciente de los méritos artísticos del libro. Fue leído por gente que nunca leía ficción, citado en los púlpitos y discutido en editoriales de periódicos religiosos». Bien es posible que el «instinto moral del público» de Stevenson se encendiera con el tema —la lucha entre el bien y el mal en un solo hombre—, lo mismo que públicos ulteriores, curiosos de Freud y sus afirmaciones sobre la duplicidad de la mente, leyeron el libro de Stevenson como una especie de manual del lego para entender la esquizofrenia y el ello; pero la duradera atracción de la historia en la imaginación es asunto aparte.

Aunque hasta el título suena a fábula moral o estudio clínico, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde contiene el dispositivo de los sueños, que a la vez es el de todo arte: toma conceptos abstractos —bien y mal, Yo y Ello— y los representa en personas con rasgos físicos, apetitos y patrones de conducta distintivos; luego los hace exteriorizar dramáticamente sus debates metafísicos. El drama, el acertijo onírico, es mucho más poderoso que el debate moral implícito o el conflicto psicológico.

No habría podido ser de otro modo, ya que las escenas claves de la novela —«la escena de la ventana y una escena posterior, partida en dos, en que Hyde, perseguido por un delito, toma el polvo y sufre el cambio en presencia de los perseguidores»— le fueron dadas a Stevenson en un sueño. Y digo «dadas» porque así lo dice el propio Stevenson en un ensayo extraordinario titulado «Un capítulo sobre los sueños». Este texto bien habría podido titularse también «El extraño caso de Robert Louis Stevenson», ya que, como Dr. Jekyll y Mr. Hyde, es al mismo tiempo un estudio clínico —Stevenson, que cuenta en tercera persona, solo revela hacia el final que está hablando de él— y una suerte de fábula moral sobre el proceso creativo. Trata de un hombre (semejante al marqués Hervey de Saint-Denys) con una vida onírica tan poderosa y absorbente que, mirada en perspectiva, se le mezcla indiscerniblemente con la que lleva en la vigilia: «A la vista de nuestras experiencias no hay distinción alguna; una es por cierto vívida, la otra insulsa; una placentera, la otra dolorosa de recordar; pero cuál de ellas es lo que llamamos verdad, y cuál sueño, no hay modo alguno de decidirlo».

Stevenson había sido un niño frágil, enfermizo, propenso a la fiebre —síntoma temprano, es de presumir, de la consunción que finalmente lo mató— y, escribe, «soñador ardiente e incómodo». Pero «incómodo», se apresura a aclarar, es aquí un grueso eufemismo. Los malos sueños lo torturaban tanto que, pese al amor de los padres y de una aya atenta y afectuosa, «se debatía violentamente contra la proximidad de esa somnolencia que era el comienzo de la pena. Pero toda lucha era vana; tarde o temprano la hechicera nocturna lo agarraba del pescuezo y, estrangulado y vociferante, lo arrancaba del descanso». Tan abrumadoras habían sido las pesadillas infantiles que mucho más tarde, precisamente en «Un capítulo sobre los sueños», pudo describirlas con espantoso detalle. Y en realidad siguieron acosándolo hasta los veintipico, cuando, «temblando por su razón», fue donde un médico que «por medio de unas simples gotas lo devolvió al destino corriente del hombre».

Si el recuerdo se parece a la escena que le fue dada en un sueño —«en que Hyde, perseguido por un delito, toma el polvo y sufre el cambio en presencia de los perseguidores»—, es por una razón suficiente. En realidad, «Un capítulo sobre los sueños» no es solo sobre los sueños, sino también sobre la creatividad. La madre de Stevenson recordaba que, a los seis años, Louis había soñado que oía «un ruido de plumas escribiendo»; y él cuenta que por esa edad «empezó a leer en sueños; cuentos, en general (…) pero tanto más increíblemente vívidos y conmovedores que cualquier libro impreso, que desde entonces la literatura siempre lo ha dejado insatisfecho».

 

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