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Roland Barthes: "La escritura no compensa nada, no sublima nada"

Inexpresable amor

"Lo que bloquea la escritura amorosa es la ilusión de expresividad", dice el ensayista francés en una de sus entradas más preciosas de su clásico Fragmentos de un discurso amoroso (Siglo XXI). "Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo".

Por Roland Barthes.

 

escribir. Señuelos, debates y callejones sin salida a los que da lugar el deseo de “expresar” el sentimiento amoroso en una “creación” (especialmente de escritura).

1. Dos mitos poderosos nos han hecho creer que el amor podía, debía sublimarse en creación estética: el mito socrático (amar sirve para “engendrar una multitud de hermosos y magníficos discursos”) y el mito romántico (produciré una obra inmortal escribiendo mi pasión).
Sin embargo, Werther, que en otro tiempo dibujaba mucho y bien, no puede hacer el retrato de Carlota (apenas puede bosquejar su silueta que es precisamente lo que, de ella, lo ha capturado). “He perdido... la fuerza sagrada, vivificante, con que creaba mundos en torno de mí.”

2. “Por el plenilunio de otoño,
a través de toda la noche,
di los cien pasos en torno al estanque.”

Ninguna forma indirecta más eficaz, para decir la tristeza, que ese “a lo largo de toda la noche”. ¿Si lo intentara yo también?

“Esa mañana de verano, en calma la bahía,
salí
a recoger una glicina.”

o:

“Esa mañana de verano, en calma la bahía,
me quedé largo rato en la mesa,
sin hacer nada.”

o aun:

“Esa mañana, en calma la bahía,
me quedé inmóvil
pensando en el ausente.”

Por una parte es no decir nada y por la otra es decir demasiado: imposible el ajuste. Mis deseos de expresión oscilan entre el haikú muy apagado, capaz de resumir una situación desmedida, y un gran torrente de trivialidades. Soy a la vez demasiado grande y demasiado débil para la escritura: estoy a su vera, porque es siempre concisa, violenta, indiferente al yo infantil que la solicita. Cierto que el amor tiene parte ligada con mi lenguaje (que lo alimenta), pero no puede alojarse en mi escritura.


3. No puedo escribirme. ¿Cuál es ese yo que se escribiría? A medida que ese yo entrara en la escritura, ésta lo desinflaría, lo volvería vano; se produciría una degradación progresiva –en la que la imagen del otro sería, también ella, arrastrada poco a poco (escribir sobre algo es volverlo caduco)–, un hastío cuya conclusión no sería otra que: ¿para qué? Lo que bloquea la escritura amorosa es la ilusión de expresividad: escritor, o pensándome tal, continúo engañándome sobre los efectos del lenguaje: no sé que la palabra “sufrimiento” no expresa ningún sufrimiento y que, por consiguiente, emplearla, no solamente es no comunicar nada, sino que incluso, muy rápidamente, es provocar irritación (sin hablar del ridículo). Sería necesario que alguien me informara que no se puede escribir sin pagar la deuda de la “sinceridad” (siempre el mito de Orfeo: no volverse a mirar). Lo que la escritura demanda y lo que ningún enamorado puede acordarle sin desgarramiento es sacrificar un poco de su Imaginario y asegurar así a través de su lengua la asunción de un poco de realidad. Todo lo que yo podría producir, en la mejor de las hipótesis, es una escritura de lo Imaginario; y para ello me sería necesario renunciar a lo Imaginario de la escritura –dejarme trabajar por mi lengua, sufrir las injusticias (las injurias) que no dejará de infligir a la doble Imagen del enamorado y de su otro.

El lenguaje de lo Imaginario no sería otra cosa que la utopía del lenguaje; lenguaje completamente original, paradisiaco, lenguaje de Adán, lenguaje “natural, exento de deformación o de ilusión, espejo límpido de nuestros sentidos, lenguaje sensual (die sensualische Sprache)”: “En el lenguaje sensual todos los espíritus conversan entre ellos; no tienen necesidad de ningún otro lenguaje puesto que es el lenguaje de la naturaleza”.


4. Querer escribir el amor es afrontar el embrollo del lenguaje: esa región de enloquecimiento donde el lenguaje es a la vez demasiado y demasiado poco, excesivo (por la expansión ilimitada del yo, por la sumersión emotiva) y pobre (por los códigos sobre los que el amor lo doblega y lo aplana). Ante la muerte de su hijo-niño, para escribir (no serían más que jirones de escritura), Mallarmé se somete a la división parental:

Madre, llora
Yo, pienso

Pero la relación amorosa ha hecho de mí un sujeto atópico, indiviso: soy mi propio niño: soy a la vez padre y madre (de mí, del otro): ¿cómo podría dividir el trabajo?

5. Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura.

 

 

 

 

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