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Procesos no inteligentes: la creatividad en la era de los robots

Gentileza Filba / Foto de Matías Moyano

El dramaturgo y escritor Rafael Spregelburd entregó esta pieza en el último Filba Internacional en el que reflexiona sobre el trabajo de la creatividad y la aparición de la inteligencia artificial con sus cansancios imitativos.

I.


Voy a hipnotizarlos. Así que necesito su ayuda.

Cierren los ojos.

Ahora yo voy a decir una palabra y ustedes pensarán la siguiente, sin trampas, sin desvíos.

¿Listos?

Inteligencia.

Sí.

La palabra que le sigue es “artificial”.

¿Desde cuándo esto es así? ¿Cuándo soldamos el concepto de la “inteligencia” a ese adjetivo? ¿Cuándo dejó de ser la inteligencia algo natural?

Se me dirá que el uso es novedoso y que por eso se impone, como las Oreo de frutilla, que son una variante de las Oreo, y que se me antojan como el ejemplo más elocuente. Nadie las compra. A mis hijos no les gustan. Pero prometen más de lo mismo (la Oreo) pero mejor. En la práctica, no lo son. Están en las góndolas más para hacer notar lo bien que salieron las Oreos clásicas, están para recordarnos que no hacía falta darle más vueltas al asunto.

Lo mismo pasa con la inteligencia artificial, que sólo parece estar allí para hablar de la inteligencia a secas.

Yo hasta ahora no he podido dar con un solo uso de la inteligencia artificial que valga la pena.

Conozco el tema sólo de manera lateral, desde el punto de vista de mi trabajo, que está vinculado a la creatividad. Me gustaría afirmar vehementemente que no hay algoritmo posible para transformar la creatividad humana en creatividad maquínica. Pero los tiktokers y los filósofos positivistas me dirán que el algoritmo está en pañales y que la gran novedad del lustro es que las IA pueden “aprender”. ¿Aprender a qué? A parecerse al humano. A emular el error, la desviación, el capricho, el fuera de contexto que produce humor. ¿Alguien ha intentado enseñarle a una IA a contar un chiste de suegras? Es más difícil que escribir el Quijote, y también más inútil: ¿por qué esperar que una máquina costosísima haga lo que hace mejor un Jorge Corona?




II.


Voy a dar una vuelta por la feria de ciencias. 

Voy a dar vuelta a la cosa.

En vez de atacar la calidad creativa de las IA, que es bastante evidente, me voy a valer de la idea de “procesos mecánicos” para tratar de ver si la creatividad humana no es en realidad una máquina, también, con un funcionamiento reductible a un algoritmo complejo.

Hace unos años, cuando descubrí cómo funciona un fractal, me abrí –como muchos trabajadores de la creación- a un mundo nuevo y desafiante. Un fractal es una figura geométrica nueva, porque sui funcionamiento sólo se puede conocer a través de una computadora. Antes de la invención de éstas, las intuiciones fractales quedaban relegadas a una galería de monstruos. Se sospechaba que había dimensiones extrañas entre las dimensiones conocidas, proporciones más complejas que las euclidianas, leyes más arduas que las de la circunferencia, el radio o la base por altura sobre dos.

Edward Lorenz, Henri Poincaré, Benoît Mandelbrot, Mitchell Feigenbaum y tantos otros queridos amigos sentaron las bases de lo que para mí es la organicidad en una construcción, ficcional o no, las dos leyes básicas del fractal: sus dos propiedades geométricas. El fractal no es una figura ordenada, pero tampoco es totalmente desordenada. Goza de un equilibrio novedoso en el que se cumplen estas dos leyes contradictorias. El orden en el desorden, o el desorden en el orden, lo que ustedes prefieran.

La primera dice que el fractal tiene “autosimilitud”, es decir, partes internas que son idénticas al todo en distintas escalas. Siempre aparece en los recodos de la figura algo que ya habíamos visto, algo que se repite. Pero no podemos predecir dónde aparecerá, dónde se repetirá. Es decir, esta autosimilitud no supone autoidentidad.

La segunda regla dice que el fractal contiene infinito detalle. ¿Qué quiere decir “infinito”? Que siempre tiene capacidad para mostrar algo nuevo, un detalle que no parecía pertenecer al sistema. Y una vez que aparece, se repetirá, debido a la primera ley antes mencionada. Es decir que todo es nuevo, infinitamente en el fractal, y todo en él se parece a sí mismo. 

¿A qué se debe esta riqueza?

A un dato nada menor: el fractal es una figura geométrica que surge de aplicar una iteración (como un efecto mariposa) a un número que tiene una parte real (como las cosas) y una parte imaginaria (como la razón, o como su falta). La parte imaginaria, si lo recuerdan, es el número i , es decir, la raíz cuadrada de (-1), una cosa que no entra en el cerebro y que bien podría no existir.

No es casual que a partir de esta atrocidad los números se llamen reales e imaginarios: me gusta que se haya elegido la palabra imaginaria para describir este fenómeno.

Es evidente que una IA, que es básicamente como una calculadora, puede toparse en cualquier momento con la raíz par de un número negativo. Esa parte no me conflictúa. Lo que me inquieta es pensar qué le pasa al humano, que en su conceptualización, se topa con un equivalente de i en la selección de sus materiales.

La raíz cuadrada de (-1) no se puede resolver, pero si estuviera elevada al cuadrado la anomalía desaparece. Esto hace que en cálculos recursivos, las cosas a veces salgan reales, y a veces salgan i, es decir, imaginarias.

Esa búsqueda de la recursividad fractal es la única cosa consciente que puedo reconocer en mis procesos de creación. A veces lo llamo, para entenderme, “intermitencia”: las cosas son y no son al mismo tiempo. O no son por el momento, pero podrían ser si el cálculo estuviera elevado al cuadrado.

Debajo de la superficie real de las cosas hay un fantasma intermitente, que a veces aparece y a veces no.

A Eduardo del Estal le gustaba llamar Significado a esas cosas y Sentido a su fantasma informe. Yo uso también esas denominaciones.




III.


Así iba yo, muy contento, pensando que había una sistematización posible en la organización de mis caprichos. Que ante la hoja en blanco mi mente propone una intermitencia y no una cosa. Y que si no hallo esa dualidad, no me dan ganas de escribir. Era sólo una intuición, no una certeza.

Pero en abril de este año pasó una cosa singular. No fue traumática ni reveladora, pero creo que el universo quiso tomarme de la mano y mostrarme una cosa, a ver qué onda.

Resulta que en una exposición industrial en Chicago (una exposición industrial a veces es más creativa que una obra de teatro, de la misma manera que una publicidad tiene a veces más creatividad que un poema, si anulamos las cuestiones morales), resulta, decía, que un robot con rasgos humanoides, el Digit, exhibido tal vez para mostrar eficacia y futuro, se desplomó como un castillo de naipes después de veinte horas seguidas de trabajo. 

Digit es una entidad que deposita cajas sobre una cinta transportadora: el epítome de la idea de trabajo. Un  trabajo pre Revolución Industrial. Un trabajo puramente mecánico. Un embole. Un trabajo en sí. Una cosa para que un capitalista te pague guita por tu sufrimiento. Digit elige las cajas de unos estantes y las coloca en la cinta. Y se le va la vida en ello. No cuestiona su trabajo. Es un trabajo que probablemente realizan humanos en algún otro sitio por una cantidad de horas equis. Pero los fabricantes del Digit explicaron que veinte horas es el límite de uso; luego de ese tiempo, Digit, que es una máquina, necesita “descansar”. Así dijeron: “descansar”. Con la ligereza de quien podría haber dicho “necesita cobrar aguinaldo”. No sabemos por qué se desploma. ¿Será la fricción entre los rulemanes, la memoria que se llena, la temperatura de la batería que alcanza un ciclo límite? 

Digit no se rompe ni se quiebra, simplemente se desploma tan angustiosamente como sus bisagras le permiten.

Pues era en abril, el robot se desplomó, una cámara lo captó, y allí me quedé yo mirando eso. Mirar eso es también a veces mi trabajo.

Tal vez sea su forma, que emula un esqueleto humanoide de piernas y brazos, con toda esa curiosa y tripartita relación entre tibia, peroné y fémur, una relación que en general responde a la necesidad de músculos, que el pobre robot no necesita. ¿Por qué diseñarlo parecido a un esqueleto si pudo haber tenido cualquier otra forma para la función que realiza? Tal vez sea sólo su parecido con un hombre lo que me haga comparar a la máquina conmigo. Otra forma quizás me hubiese resultado indiferente. No menospreciemos el valor de la morfología en el proceso de identificación. Algo que el cine aplica a ultranza en sus procesos de casting.

Estoy convencido de que si en vez de estar en una exposición industrial estuviera en el Malba, pensaríamos en el trabajo humano, no en el de las máquinas. Nos conmovería tanto como a mí, que veo esa chatarra ceder ante el peso de un destino: el del trabajo. Su forma humanoide me obliga a percibir el desplome con una piedad que seguramente los patrones de esa fábrica hipotética no tendrían para con un obrero u obrera de complexión total, donde todo desplome es un cliché. ¿Qué expone en esa exposición del futuro un robot que se desploma, tratando de demostrar su eficacia mayor al ser comparada con un humano? ¿Expone que trabajar tanto está mal? ¿Ese es el mensaje? ¿Les salió mal la estrategia de venta? ¿Alguien puede querer comprar un robot que es tan frágil como un trabajador golondrina? ¿Y cuánto cuesta? Porque a lo mejor es una compra inútil a la hora de medir costos y beneficios.

Por cuestiones de algoritmo, de intereses parecidos detectados por otras máquinas en mi celular, el video viral siguiente es el de una grúa que ayuda a un elefante a salir de un pozo. La grúa tiene forma de trompa, se mete bajo las patas traseras del paquidermo y lo ayuda a impulsarse hacia arriba. Una vez a salvo, el elefante choca cabezazos con la grúa, como si agradeciera a un compañero con forma parecida. Se sabe que los elefantes son muy agradecidos. O quizás el elefante ve en la morfología un parecido con su especie y agradece chocando cabezas, que es como besar, como darse la mano, como intercambiar Whatsapps (y nótese en esta secuencia descendente de cuatro gestos el ligero pasaje del contacto hacia la virtualidad). Lo que no se sabía tanto era que las grúas podían ser tan buenas amigas. En el video nunca se ve al operador de la grúa, por otra parte. Que es como decir que una IA es una herramienta de alguien y no es el alguien en sí, como se nos quiere presentar en cada égloga de las IA. 

La palabra robot, por si alguien aún no lo sabe, es rusa: “робот” se pronuncia /rabót/ y es la raíz del verbo “pабота”, que quiere decir trabajar, y también del sustantivo “pабота”, que quiere decir “trabajo”. Cuando decimos robot en ruso estamos diciendo simplemente trabajo.

En ruso la noticia sería así: “Un trabajo se desplomó trabajando”. Pero como no hablamos ruso no nos damos cuenta del oxímoron.

La naturaleza del trabajo está toda en jaque. Ese es el tema. No hace falta trabajar tanto. Ese es también el tema. La distribución de las horas libres y de las que se sacrifican a trabajos inútiles es poco equitativa. Ese es el tema.

¿Quién nos obliga a crear? ¿Es verdad que lo hacemos para que nos paguen? ¿Sólo los profesionales de la creatividad tienen actitudes creativas? Esos son otros temas.

Y si mi trabajo, un poco parecido al de Digit, es la creatividad pura y dura, que es como apilar cajas, que tiene un rédito y un precio, ¿cómo me desplomaré cuando me desplome? O aun peor: ¿no empecé ya hace muchos años a escribir para desplomarme, precisamente? ¿No hay en toda la escritura, en todo hallazgo una denuncia? ¿No es el desplome esa denuncia?

No me gustaría dejar la impresión católica de que la escritura es puro sacrificio y dolor; más bien me gusta hablar de desplome. De que aquello que estaba erguido apilando cajas queda –merced al proceso de trabajo- desplomado. Es decir, en reposo. Agotado. En pausa. Esperando la próxima inyección de curiosidad para erguirse una vez más, antes de cada nuevo fracaso.

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