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Motivo contra oportunidad

Un cuento de Agatha Christie

De Miss Marple y trece problemas (Booket), un relato de la reina del policial, Agatha Christie. Novelista récord Guinness de ventas, enfermera durante la I Guerra Mundial, especialista en venenos y una de las primeras mujeres surfistas, su mamá no quería que aprendiera a leer hasta los ocho, pero Agatha aprendió sola. Tenía cuatro.

Por Agatha Christie.

Míster Petherick aclaró su garganta, dándose más importancia que de costumbre.

––Temo que mi problema les parezca muy sencillo ––dijo en tono de disculpa––, después de las sensacionales historias que acabo de escuchar. En el mío no hay derramamiento de sangre, pero a mí me parece interesante e ingenioso y por fortuna estoy en condiciones de conocer la solución exacta.

––No será terriblemente legal, ¿verdad? ––preguntó Joyce Lemprière–– Me refiero a que no se tratará de artículos del Código, ni de casos ocurridos en mil ochocientos ochenta y uno, ni nada parecido.

Míster Petherick la miró fijamente por encima de sus lentes.

––No, no, querida jovencita. No debe temer nada de eso. La historia que voy a contarles es bien sencilla y puede ser seguida por cualquiera.

––Nada de retóricas jurídicas ––dijo miss Marple, amenazándole con una aguja de hacer punto.

––Desde luego que no ––replicó míster Petherick.

––Ah, no estoy tan segura, pero oigamos su historia.

––Hace referencia a un antiguo cliente mío, a quien llamaré míster Clode… Simon Clode. Era un hombre muy rico y vivía en una gran casa no muy lejos de aquí. Le mataron un hijo en la guerra, y este hijo había dejado una niñita. Su madre murió al nacer ella, y al fallecer su padre se fue a vivir con su abuelo, que en seguida le cobró gran afecto. La pequeña Cris hacía lo que quería de su abuelo. Nunca he visto un hombre más dominado por una criatura, y no puedo describir su pena y desesperación cuando a los once años la niña contrajo una pulmonía y falleció.

»El pobre Simon Clode estaba inconsolable. Un hermano suyo había fallecido recientemente, dejando a su familia en situación económica un tanto difícil, y Simon Clode se ofreció generosamente a tener en su casa a los hijos de su hermano… dos niñas, Grace y Mary, y un niño, George. Pero aun siendo amable y generoso con ellos, el anciano nunca experimentó por sus sobrinos el afecto y la devoción que sintiera por su pequeña nietecita. George Clode encontró empleo en un banco y Grace contrajo matrimonio con un inteligente y joven investigador químico llamado Philip Garrod. Mary, que era una muchacha tranquila y reservada, continuó en la casa cuidando de su tío. Yo creo que le apreciaba mucho, aunque era poco expresiva. Al parecer, todo marchaba sobre ruedas. Debo decir que después de la muerte de la pequeña Cris, Simon Clode vino a verme para que le redactara un testamento. Según éste, toda su fortuna, que era considerable, debía ser repartida en partes iguales entre sus sobrinos, es decir, una tercera parte para cada uno.

»El tiempo fue pasando. Al encontrar un día casualmente a George Clode le pregunté por su tío, a quien no había visto por espacio de algún tiempo, y ante mi sorpresa vi que su rostro se ensombrecía.

»––Ojalá usted pudiera hacer entrar en razón a tío Simon ––me dijo dolido y preocupado––. Su buen sentido comercial va cada vez de mal en peor.

»––¿Qué buen sentido comercial? ––pregunté extremadamente sorprendido.

»Entonces George me lo contó todo. Cómo míster Clode se había interesado en el tema y cómo, cuando más lo estaba, había encontrado casualmente a una médium estadounidense, una tal Eurydice Spragg. Esta mujer, a quien George no vacilaba en calificar de estafadora de primera, había logrado alcanzar una gran ascendencia sobre Simon Clode. Prácticamente estaba siempre en la casa, donde celebraban muchas sesiones en las que el espíritu de Cris se manifestaba al crédulo abuelo.

»Debo confesar antes de seguir, que yo no soy de los que gustan de hablar de espiritismo con rencor o sarcasmo. Ya les he dicho que creo sólo en la evidencia. Por otro lado, el espiritismo conduce muy fácilmente al fraude y la impostura, y por lo que me dijo George Clode de aquella Eurydice Spragg me convencí más y más de que Simon Clode se hallaba en malas manos y de que probablemente mistress Spragg era una impostora de la peor especie. El anciano, tan sagaz para los asuntos prácticos, estaba siendo fácilmente engañado en lo que se refiere a su afecto por su nietecita fallecida.

»Dando vueltas al problema en mi mente, cada vez me sentí más intranquilo. Yo apreciaba a los jóvenes. Clode, Mary y George, y comprendí que aquella mistress Spragg y su influencia sobre su tío podría acarrear complicaciones en el futuro.

»A la primera oportunidad que se me presentó busqué un pretexto para visitar a Simon Clode. Encontré a mistress Spragg instalada en su casa como huésped de honor. En cuanto la vi se confirmaron mis peores sospechas. Era una mujer robusta, de mediana edad, que vestía de un modo extravagante, y que hablaba intercalando frases como “nuestros queridos difuntos que han pasado a la otra vida” y cosas por el estilo.

»Su esposo estaba también en la casa. Míster Absalom Spragg era un hombre delgado, de expresión melancólica y ojos de mirada extremadamente fugitiva. En cuanto me fue posible me llevé aparte a Simon Clode para sondearle con tacto sobre el asunto. ¡Se mostró entusiasmado, Eurydice Spragg era maravillosa! ¡Le había sido enviada como respuesta a sus plegarias! A ella no le importaba el dinero, le bastaba la satisfacción de ayudar a un corazón atribulado, y sentía un afecto completamente maternal por la pequeña Cris, a quien empezaba a considerar casi como una hija. Luego me fue dando detalles… cómo había oído la voz de Cris hablándole… diciéndole que estaba bien y feliz en compañía de sus padres. Continuó contándome otros sentimientos expresados por la niña, que me parecieron completamente falsos al recordar a la pequeña Cris, que ya había dicho que «su papá y su mamá querían mucho a la querida mistress Spragg».

»––Pero, desde luego, usted se burla de estas cosas, Petherick ––me dijo.

»––No, no me burlo. Nada más lejos de mi intención.

»Simon continuó ensalzando a mistress Spragg. Le había sido enviada por el cielo. La había encontrado en el balneario donde él pasaba dos meses cada verano. ¡Un encuentro casual, con un resultado maravilloso! »Me marché muy disgustado. Mis peores sospechas se habían confirmado, pero no veía qué podía hacer. Después de pensarlo mucho escribí a Philip Garrod, que como ya he dicho antes, acababa de contraer matrimonio con la mayor de los Clode, Grace. Le expuse el problema… desde luego con la mayor prudencia, indicándole el peligro que representaba que una mujer semejante fuera ganando ascendencia en la voluntad del anciano, y sugiriéndole que pusieran a míster Clode en contacto con alguien que pudiese analizar la conducta de mistress Spragg, cosa que consideré no sería difícil para Philip Garrod.

»Garrod actuó rápidamente. Se había dado cuenta de que la salud de Simon Clode era precaria y, como hombre práctico no tenía intención de dejar que su esposa y sus cuñados se quedaran sin la herencia que les correspondía por derecho. Se presentó a la semana siguiente llevando consigo como invitado nada menos que al famoso detective Longman. Longman era un policía de primer orden, cuyos éxitos en las investigaciones rayaban a gran altura. Y no sólo era un científico brillante, sino también un hombre de la mayor rectitud e integridad.

»El resultado de su visita fue de lo más aciago. Al parecer, Longman había hablado muy poco mientras estuvo allí. Se celebraron dos sesiones… cuyas condiciones ignoro. Longman no hizo comentarios mientras permaneció en la casa, pero después de su marcha escribió una carta a Philip Garrod en la que admitía que no pudo sorprender a mistress Spragg llevando a cabo ningún truco, pero que, sin embargo, su opinión particular era que el fenómeno no era auténtico. Dijo que míster Garrod quedaba en libertad de enseñar la carta a su tío si lo creía conveniente.

»Philip Garrod llevó la carta directamente a su tío, pero el resultado fue muy distinto al que él había supuesto. El anciano montó en cólera, diciendo que todo aquello era un complot para desacreditar a mistress Spragg, que era una santa calumniada injustamente. Ya le habían informado de la envidia que le tenían en aquel país, e hizo resaltar el que Longman dijera que se veía obligado a confesar que no logró sorprenderla realizando ninguna superchería. Eurydice Spragg había aparecido a su lado en las horas más negras de su vida para darle aliento y ayuda, y estaba dispuesto a defenderla, aunque ello significara tener que romper con todos los miembros de su familia. Ella era para él más que ninguna otra persona del mundo.

»Philip Garrod fue arrojado de aquella casa sin grandes ceremonias, pero como resultado de su ataque de ira, la salud de Clode empeoró notablemente. Durante el último mes había estado en cama casi continuamente y cabía la posibilidad de que no pudiera volver a levantarse hasta que la muerte le liberara. Dos días después de la partida de Philip recibí una llamada urgente y acudí a la casa a toda prisa. Clode estaba en cama y parecía muy enfermo. Apenas podía respirar.

»––Éste es mi fin ––me dijo––. Lo siento: No discuta conmigo, Petherick. Pero antes de morir quiero cumplir con el único ser humano que ha hecho por mí lo que nadie. Deseo hacer otro testamento.

»––Muy bien ––le dije––, si me da instrucciones le redactaré uno y se lo enviaré para que lo firme.

»––Sería inútil ––replicó––. Pues es posible que no pase de esta noche. Aquí he escrito lo que deseo ––buscó debajo de su almohada––, y usted dirá si está como es debido.

»Sacó una hoja de papel en la que aparecían burdamente escritas unas pocas palabras en lápiz. Era sencillo y estaba bien claro. Dejaba cinco mil libras a cada uno de sus sobrinos y el resto de sus vastas propiedades a Eurydice Spragg “como prueba de gratitud y admiración”. »No me gustó nada, pero era lo que decía. No cabía la posibilidad de que hubiera perdido la razón; el anciano estaba completamente cuerdo.

»Hizo sonar el timbre para llamar a las criadas, que acudieron prontamente. El ama de llaves, Emma Gaunt, era una mujer de mediana edad y elevada estatura que llevaba muchos años al servicio de Clode. Con ella vino la cocinera, una mujer joven y rozagante de unos treinta años. Simon Clode las contempló a las dos bajo sus pobladas cejas.

»––Quiero que seáis testigos de mi testamento. Emma, tráeme mi pluma estilográfica.

»Emma se aproximó obediente al escritorio.

»––En el cajón de la izquierda, no ––dijo el viejo Clode irritado––. ¿Es que no sabes que está en el de la derecha?

»––No, está aquí, señor ––replicó Emma sacándola.

»––Entonces debes de haberla guardado mal la última vez ––gruñó el anciano––. No puedo soportar que las cosas no estén siempre en su sitio.

»Todavía refunfuñando tomó la pluma de su mano y copió su papel. Luego firmó, así como también Emma Gaunt y la cocinera, Lucy Davud; yo doblé el testamento y lo introduje en un sobre azul. Comprendan que por necesidad el testamento había sido redactado en una hoja de papel corriente.

»Cuando las dos mujeres se disponían a abandonar la habitación, Clode se desplomó sobre las almohadas respirando entrecortadamente y con el rostro descompuesto. Me incliné sobre él con ansiedad y Emma Gaunt volvió junto al lecho. El anciano se recobró sonriendo débilmente.

»––Estoy bien. No se alarme, Petherick. De todas formas, ahora que he hecho lo que deseaba, moriré tranquilo. »Emma Gaunt me miró interrogadoramente como si me pidiera permiso para abandonar la habitación. Le hice un gesto de asentimiento y salió… deteniéndose primero para recoger el sobre azul que yo había dejado caer al suelo en el momento de mi sobresalto. Me lo entregó y cuando lo hube guardado de nuevo en mi bolsillo se decidió a marchar.

»––Está usted preocupado, Petherick ––me dijo Simon Clode––. Está predispuesto en contra suya como todo el mundo. »––No es cuestión de prejuicios ––repliqué––. Mistress Spragg puede ser todo lo que ella dice, y no vería inconveniente en que le dejara un pequeño legado como recuerdo agradecido, pero, se lo digo con franqueza, Clode, es una equivocación desheredar a los de su propia sangre por favorecer a una extraña.

»Y dicho esto me volví para marcharme. Había hecho todo lo posible para demostrar mi protesta.

»Mary Clode salió del salón y se reunió conmigo en el recibidor.

»––Tomará el té antes de marcharse, ¿verdad? Pase usted, haga el favor ––y me introdujo en el salón.

»En el hogar ardía un alegre fuego y la estancia resultaba cómoda y acogedora. Me ayudó a quitarme el abrigo mientras su hermano George entraba en la habitación. Lo cogió de sus manos dejándolo sobre una silla al otro extremo del salón, y luego vino a sentarse junto al fuego, donde tomamos el té. Durante la comida había surgido una pregunta acerca de un asunto referente a la hacienda y Simon Clode dijo que no quería preocuparse por ello y que dejaba a George en libertad de decidir. George no se atrevía a confiar en su propio juicio y después del té pasamos al despacho para que yo echara un vistazo a los papeles en cuestión. Mary Clode nos acompañó. »Un cuarto de hora más tarde me dispuse a marchar, y recordando que había dejado mi abrigo en el salón, entré a buscarlo. El único ocupante de la habitación era mistress Spragg, que estaba arrodillada junto a la silla donde estaba mi abrigo. Al parecer arreglaba innecesariamente la funda de cretona de la misma, y al verme entrar se levantó con el rostro sonrojado.

»––Esta funda no cae bien ––se lamentó––. ¡Dios mío! Yo hubiera sabido hacerla mejor.

»Cogí mi abrigo y me lo puse, y al hacerlo observé que el sobre que contenía el testamento se había salido del bolsillo y estaba en el suelo. Volví a meterlo en él y tras despedirme, me marché.

»Les describiré mis siguientes actos con todo cuidado, desde la llegada a mi despacho. Me quité el abrigo sacando el testamento del bolsillo y lo tenía en la mano cuando entró mi pasante para anunciarme que me llamaban por teléfono. Como el de mi secretario estaba estropeado, le acompañé al despacho contiguo y por espacio de cinco minutos estuve ocupado hablando por teléfono.

»Cuando terminé encontré esperándome a mi pasante.

»––Míster Spragg ha venido a verle, señor. Le espera en su despacho.

»Encontré a míster Spragg sentado junto a mi mesa. Se puso en pie para saludarme con aire obsequioso, y luego pronunció un largo discurso cuya principal intención parecía ser el querer justificarse a sí mismo y a su esposa. Temía que la gente anduviese diciendo que… etcétera… Su esposa había sido conocida desde su infancia por la pureza de su corazón y sus motivos… eran… esto, lo otro y lo de más allá. Temo que estuve bastante brusco con él. Al fin debió comprender que su visita no había sido precisamente un éxito y se marchó un tanto intempestivamente. Entonces recordé que había dejado el testamento encima de mi mesa y me dispuse a sellar el sobre, escribí unas palabras en él y lo guardé en la caja fuerte.

»Ahora viene el punto crucial de mi historia. Dos meses más tarde falleció Simon Clode. Me limitaré ahora a los hechos concretos. Cuando fue abierto el sobre sellado que contenía el testamento se halló únicamente una hoja en blanco. Hizo una pausa para contemplar el círculo de rostros interesados, sonriendo con cierto regocijo.

––Se dan cuenta, ¿verdad? Por espacio de dos meses el sobre sellado había permanecido en mi caja fuerte y por lo tanto no pudo ser cambiado. No, el tiempo límite fue muy corto; desde el momento en que fue firmado el testamento hasta que yo lo guardé en la caja fuerte. Ahora bien, ¿quién tuvo oportunidad y quién se beneficiaba con ello?

»Recogeré los puntos principales en un breve sumario: El testamento fue firmado por míster Clode y colocado por mí dentro del sobre. Mi abrigo fue recogido por Mary y entregado a George, a quien no perdí de vista mientras lo colocaba en la silla. Durante el rato que yo permanecí en el despacho, mistress Eurydice Spragg hubiera tenido tiempo de sobra para sacar el sobre del bolsillo de mi abrigo, leer su contenido y, a decir verdad, el hecho de encontrar el sobre en el suelo y no donde yo lo dejara, parece indicar que así lo hizo. Pero ahora llegamos a un punto curioso: ella tuvo oportunidad de sustituirlo por una hoja en blanco, pero no motivo. El testamento fue hecho en su favor y al sustituirlo por una hoja en blanco se privaba de una herencia que tanto había deseado alcanzar. Lo mismo ocurre con míster Spragg. Él también tuvo oportunidad de estar a solas con el documento en cuestión durante unos dos o tres minutos en mi propio despacho. De modo que nos enfrentamos con este curioso problema. Las dos personas que tuvieron oportunidad de sustituirlo por un papel en blanco carecen de motivos para hacerlo y las dos que tenían motivo no tuvieron oportunidad. A propósito, no descartaré al ama de llaves, Emma Gaunt, como sospechosa. Era muy fiel a su joven amo y a miss Mary y detestaba a los Spragg. Estoy seguro de que hubiera sido igualmente capaz de sustituirlo de habérsele ocurrido. Pero aunque me lo entregó al recogerlo del suelo, ciertamente no tuvo oportunidad de variar su contenido y no pudo sustituirlo por otro sobre con un hábil manejo (cosa de todas formas imposible), ya que el sobre en cuestión fue llevado allí por mí y no era probable que tuviera un duplicado.

Miró a todos los reunidos con el rostro resplandeciente.

––Ahí tienen mi pequeño problema. Espero haberlo expuesto con claridad y me interesa oír sus opiniones.

Ante el asombro de todos, miss Marple lanzó una risita prolongada. Al parecer algo la divertía extraordinariamente.

––¿Qué te ocurre, tía Jane? ¿No podemos saber de qué te ríes? ––preguntó Raymond.

––Estaba pensando en el pequeño Tommy Symonds, un muchacho muy travieso, pero algunas veces muy divertido. Es uno de esos niños de cara inocente que siempre andan tramando una diablura u otra. Recordaba que la semana pasada, en la Escuela dominical, dijo: «Maestra, ¿se dice la yema del huevo es blanca, o la yema de los huevos son blancas?» Y Durston explicó que todo el mundo diría «las yemas de los huevos son blancas, o la yema del huevo es blanca», y el travieso Tommy replicó: «¡Bueno, yo diría que la yema del huevo es amarilla!» Desde luego fue una diablura y más antigua que las montañas. Yo la sabía desde pequeña.

––Muy divertido, querida tía Jane ––dijo Raymond en tono amable––, pero sin duda no tiene nada que ver con la interesantísima historia que nos ha contado míster Petherick.

––Oh, sí que tiene que ver ––replicó miss Marple––. ¡Es una triquiñuela! Lo mismo que la historia de míster Petherick. ¡Y tan propia de un abogado! ¡Ah, mi querido amigo! ––y meneó la cabeza con aire reprobador.

––Me pregunto si lo sabe usted realmente ––dijo el abogado guiñándole un ojo. Miss Marple escribió unas palabras en un pedazo de papel y se lo entregó.

Míster Petherick lo desdobló y al leer lo escrito por ella la miró apreciativamente.

––Mi querida amiga ––le dijo––, ¿es que hay algo que usted no sepa?

––Lo sabía desde niña ––repuso miss Marple––. Y también la empleé varias veces.

––Yo me siento desorientado ––intervino sir Henry––. Estoy seguro de que míster Petherick ha hecho uso de algún truco jurídico.

––En absoluto ––replicó el aludido––. En absoluto. Es una proposición honesta. No deben prestar atención a miss Marple, que tiene un modo muy personal de ver las cosas.

––Deberíamos desentrañar la verdad ––dijo Raymond West un tanto molesto––. Los hechos parecen bien sencillos. Cinco personas tocaron ese sobre. Es evidente que los Spragg pudieron efectuar la sustitución, mas es igualmente manifiesto que no lo hicieron. Quedan otras tres. Ahora bien, considerando las maravillas que los prestidigitadores realizan para efectuar cualquier escamoteo ante nuestra vista, me parece que el papel pudo ser extraído del sobre por George Clode y sustituido por otro mientras llevaba el abrigo al otro extremo de la habitación para guardarlo.

––Pues yo creo que fue la joven ––replicó Joyce––. El ama de llaves bajaría a toda prisa a decirle lo que estaba ocurriendo y buscaría un sobre azul, limitándose a cambiarlo por el otro.

Sir Henry meneó la cabeza.

––No estoy de acuerdo con ninguno de los dos ––dijo despacio––. Los prestidigitadores hacen cosas semejantes, pero sólo en las novelas y en la escena, ya que son imposibles en la vida real, especialmente ante la mirada astuta de un hombre como mi amigo Petherick. Pero tengo una idea… es una idea y nada más. Sabemos que el detective Longman fue a hacerles una visita y que habló muy poco, y es razonable suponer que los Spragg estuvieron ansiosos de conocer el resultado de esta visita. Si Simon Clode no les dijo lo que proyectaba, cosa muy probable, pudieron creer que había enviado a buscar a míster Petherick por un motivo muy distinto. Tal vez creyeron que míster Clode había hecho ya testamento en beneficio de Eurydice Spragg y que en este caso expresaba el deseo de negarle toda participación en él como resultado de las revelaciones del detective Longman, o cabe la alternativa, como dicen ustedes los abogados, de que Philip Garrod hubiera impresionado a su tío reclamando los derechos de la propia sangre. En este caso, supongamos que mistress Spragg se dispusiera a efectuar la sustitución. La lleva a cabo, pero la entrada de míster Petherick en el momento crítico le impide leer el documento auténtico y se apresura a quemarlo por si el abogado descubriera su pérdida.

Joyce meneó la cabeza en ademán de ostensible determinación.

––No lo hubiera quemado nunca sin leerlo.

––La solución es bastante endeble ––admitió sir Henry––. Supongo que… míster Petherick no se encargaría de hacer de Providencia.

La sugerencia fue hecha en tono festivo, mas el abogado se irguió con aire ofendido.

––Es un comentario altamente impropio ––dijo con cierta aspereza.

––¿Qué dice el doctor Pender? ––preguntó sir Henry.

––No puedo decir que tenga ninguna idea. Yo creo que la sustitución pudo ser efectuada por mistress Spragg, o su esposo, por el motivo indicado por sir Henry. Si ella no leyó el testamento hasta después de la marcha de míster Petherick, debió encontrarse en un dilema, ya que no podía rectificar su intervención en el asunto. Posiblemente lo colocaría entre los papeles de míster Clode con la esperanza de que fuese encontrado después de su muerte. Pero lo que ignoro es por qué no fue encontrado. Pudiera ser que Emma Gaunt lo encontrase… y llevada de su devoción por sus jóvenes amos lo destruyera deliberadamente.

––Creo que la solución del doctor Pender es la mejor de todas ––dijo la joven––. ¿Fue efectivamente así, doctor Petherick?

El abogado negó con la cabeza.

––Continuaré a partir del punto en que lo dejé. Yo estaba tan perplejo y despistado como todos ustedes y no creo que hubiese adivinado nunca la verdad… probablemente no lo habría hecho… pero me la hicieron ver, y de un modo muy inteligente.

»Más o menos un mes más tarde fui a cenar con Philip Garrod, y durante nuestra sobremesa él mencionó un caso muy interesante que acababa de llegar a su conocimiento.

»––Me gustaría contárselo, Petherick, de un modo confidencial, por supuesto ––me dijo.

»––Desde luego ––repliqué.

»––Un amigo mío que esperaba heredar a uno de sus parientes sufrió una gran decepción al descubrir que su deudo tenía intención de beneficiar a una persona totalmente inmerecedora de ello. Mi amigo, según me temo, no es muy escrupuloso en sus métodos, y en la casa había una doncella fiel a los intereses del que llamaremos parte legal. Mi amigo le dio unas instrucciones bien sencillas, entregándole una pluma estilográfica debidamente cargada, que debía colocar en un cajón de su escritorio, pero no en el que acostumbraba a guardarla. Si su amo le pedía que atestiguara su firma de cualquier documento y le pedía que le trajera la pluma, ella no debía entregarle la suya, sino aquélla, que era un duplicado exacto. Eso era todo lo que tenía que hacer, y no le dio más detalles. Era una doncella fiel y cumplió sus instrucciones al pie de la letra.

»Se interrumpió para decirme.

»––Espero no estarle cansando con mi prolijidad, Petherick.

»––En absoluto ––repliqué––. Me interesa muchísimo todo lo que dice.

»Nuestros ojos se encontraron.

»––Desde luego, mi amigo le es completamente desconocido ––dijo.

»––Completamente ––le contesté.

»––Entonces, magnífico ––replicó entusiasmado Philip Garrod.

»––¿Comprende el caso? La pluma estaba cargada con lo que vulgarmente llamamos tinta invisible… una solución de almidón y agua a la que se han añadido unas gotas de yodo. Esto produce un líquido azul oscuro pero la escritura desaparece por completo a los cuatro o cinco días.

Miss Marple rió por lo bajo.

––Tinta invisible ––dijo––. La conozco. Muchas veces he jugado con ella siendo niña.

Y les miró a todos con el rostro resplandeciente, deteniéndose para amenazar con el dedo a míster Petherick una vez más.

––Pero de todas formas es una triquiñuela, míster Petherick ––le dijo––, muy propia de un abogado.

 

 

El presente relato fue tomado de Miss Marple y trece problemas (Booket). Agradecemos al sello el permiso de publicación.

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