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Los adioses

Otra columna del autor de Ciencias morales

"Recuerdo lo que me pasó cuando supe que Ricardo Piglia ya no se podía mover. Me pareció demasiado terrible, en cuanto a él; y en cuanto a mí, me pareció lisa y llanamente increíble que ya no fuera a verlo más".

Por Martín Kohan. Foto de Daniel Mordzinski.

 

Algunos domingos yo llegaba temprano, o creía que llegaba temprano. Pero entraba, y Hebe Uhart ya estaba ahí. En el Bar La Orquídea, de Corrientes y Acuña de Figueroa. Ocho y media de la mañana, nueve. Yo llegaba al bar y entraba, y Hebe Uhart ya estaba ahí. En alguna de las mesas, por lo general una del fondo pero pegada a la ventana: inclinada y abstraída, visiblemente compenetrada, haciendo algo finalmente simple, o que en ella lucía simple: escribir.

Hebe Uhart, escritora. Digo así, digo escritora, porque Hebe Uhart afirmó alguna vez, en una entrevista, que ella era escritora solamente cuando escribía. Pues bien, ahí estaba: escribiendo. Tan cerca del cuaderno que usaba, tan pegada al texto que hacía, que fundaba intimidad.

Obviamente nunca me acerqué, nunca la fui a saludar. A veces ella, cuando terminaba y se iba, al enfilar hacia la puerta alcanzaba a verme (siempre con un gesto de inmensa sorpresa) y venía hasta mi mesa. Entonces conversábamos un poco o simplemente nos despedíamos. Otras veces no me veía, y a mí me gustaba verla pasar.

No he dejado de ir a La Orquídea algunos domingos a la mañana. Pero la verdad es que voy menos. Y en lo posible, más tarde.

Recuerdo lo que me pasó cuando supe que Ricardo Piglia ya no se podía mover. Me pareció demasiado terrible, en cuanto a él; y en cuanto a mí, me pareció lisa y llanamente increíble que ya no fuera a verlo más. Y recuerdo lo que me pasó cuando supe que ya no hablaba, que su voz no existía más. Demasiado terrible, en cuanto a él. Y en cuanto a mí, lisa y llanamente increíble: ya no iba a escucharlo más. Esa clase de conclusiones tan absolutas, tan definitivas, corresponden en realidad a la muerte. Pero Piglia no estaba muerto.

Yo supuse que esta situación tan tremenda, justamente porque duraba y mucho, me ayudaba a hacerme a la idea de que Piglia se iba a morir: era una especie de cruel ensayo de ausencia. Sin embargo, no fue así. Porque un día se murió, y cuando lo supe, no pude creerlo. Ahora, pasado el tiempo, a veces sí puedo creerlo, pero a veces todavía no.

Quienes formaban parte de su entorno más cercano, le decían “China”. Con más distancia, “profesora Ludmer”, y con una distancia confianzuda: “la Ludmer”. Yo creo haber estado en su entorno más cercano, pero “China” nunca le dije. La llamaba Josefina, que es como todavía la llamo.

 

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