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Las afueras interiores

Sobre El regreso, de Ezequiel Alemian

"No hay otro valor de verdad que el momento en que una impresión se produce. En otro momento, la verdad de cada impresión sería muy diferente”, escribe Ezequiel Alemian en su último libro, publicado por El 8vo loco / Tren en movimiento, una cartografía personalísima y un homenaje al arte de caminar.

Por Valeria Tentoni.

En 1681, un discípulo del maestro del haiku japonés planta un banano (bashō) junto a su choza, a modo de regalo. Desde entonces y hasta el final de sus días todos llaman al poeta así, aunque tres años más tarde el lugar arda en un incendio, banano incluido. Meses después del incendio, muere su madre. Meses después de la muerte de su madre, Matsuo Bashō emprende un largo viaje y comienza sus diarios. Escribe, peregrino, mirando. Escribe, dicen sus traductores, “más allá de sí mismo, arrancándose de la propia persona, de la mente pequeña del ego, a fin de vivir absorto en la contemplación.”(1)

Son ochenta y una las meditaciones taoístas que se recopilan en el Hua Hu Ching a partir de las enseñanzas orales de Lao Tse. La décima advierte que el ego es un mono que salta a través de la selva y que hay que dejarlo partir, entre muchas otras cosas que hay que dejar partir: la lista es larga pero termina, como todas. El asunto no termina con esa lista, pero. “Permanece simplemente en el centro, observando. Y después olvídate de que estás en él”, agrega.

En el centro, observando –un centro nómade, como el de la camarita de registro del auto de Google Maps que pasa en un trayecto de El regreso– está la voz de este libro. Un cuerpo que avanza y mira y dice lo que ve. Una máquina viva, con sus algoritmos en ejercicio.

Son antiguas las líneas que enseñan que quien parte en viaje ya ha regresado, pero ¿adónde se regresa en El regreso? Esto es, ¿desde dónde se parte? ¿Por dónde se avanza? Igual que cuando soltamos –con un movimiento tan económico como el de un clic– al hombrecito amarillo después de ajustar las coordenadas en el mapa, y de repente somos atraídos hacia el lomo de la Tierra a velocidad de meteorito, la perspectiva directa irrumpe. Caemos a una madeja de cemento y vidrio y hierro, y es imposible encontrarle la punta, conseguir orientación de inmediato.

Quien anda en El regreso parece estar circulando, sin embargo, por calles que conoce bien. Lo que sorprende son las variaciones en un recorrido repetido, sedimentado por la costumbre. Buenos Aires, Constitución: ahí los primeros pasos, a la orilla de los meandros de las autopistas, de los colectivos, de los giros, los puentes, los cordones, las baldosas, los cruces. Son las afueras interiores de una ciudad monstruosa, como todas las ciudades capitales. El recorrido es lineal, pero el efecto es de trompo, quizás porque las descripciones son laboriosas, detalladas. Llevadas tan a fondo retoban la mansedumbre a la que cualquier ciudadano termina por caer. Producen un extrañamiento, incluso para quien conoce esas avenidas y callejones que se refieren con exactitud de GPS.

Si el Georges Perec de Lo infraordinario y el Ezequiel Alemian de El regreso fuesen puestos a caminar uno al lado del otro por la misma vereda, sus pasos tarde o temprano se sincronizarían en esa especie de marcha militar involuntaria a la que todos hemos caído alguna vez con algún amigo, volviendo a casa, de noche. “Interrogar aquello que parece haber dejado de sorprendernos para siempre”, quería el francés. “Describa su calle. Describa otra. Compare”, arengaba. Su método, su proyecto –el de asediar las cosas comunes–, podría decirse, es también el de Alemian aquí.

Las visiones son las de alguien a pie: la perspectiva y el ritmo, al menos, sugieren que estamos ante las anotaciones de uno que ejercita eso que Thoreau llamaba el arte de caminar. Aparece una cartografía personalísima, donde pueden encontrarse mojones como los de un “archipiélago de canteros con tierra seca”. Personalísima, sí, aunque la redacción sea impersonal y se dedique a hacer conjeturas acerca de la estabilidad y proveniencia de los materiales, la dirección de los vehículos o el espesor de los sonidos, apuntados con precisión murciélaga. Y es que si bien las capturas dan una primera impresión de higiénicas o desapegadas, poco tarda cualquiera en recordar que algo así sería imposible de hacer y que, como es natural, hay los engaños holográficos del deseo, de la memoria, del gusto y del disgusto. Como mínimo, en la dirección del foco, en la elección de lo que se mira cuando se mira, en la elección de todo aquello a lo que se le da la espalda cuando se mira otra cosa en vez.

“La autopista cubre el sitio con una sombra húmeda, tenebrosa y hostil”, leemos, por caso. ¿A alguien más entre todos los que alguna vez pasaron bajo esa oscuridad breve se le habrá ocurrido pensarla de ese modo, con esos mismos tres adjetivos? “No hay aberturas en la pared, que lleva diseñados los espacios donde podrían ponerse, por ejemplo, unos vitrales erguidos, con algún tipo de estampa”. ¿Qué viene a decir esa proyección de la imaginación sobre la propiedad ajena acerca de la descripción como procedimiento? “Una descripción no es lo que se ve, son las palabras con que está tramada”, responde Alemian desde una entrevista hace unos años, alrededor de otro libro. “Si uno pasara por acá por tercera vez, el cartel volvería a leerse distinto. No hay otro valor de verdad que el momento en que una impresión se produce. En otro momento, la verdad de cada impresión sería muy diferente”, parece responder ahora, promediando El regreso.

“Uno se descubre más a sí mismo proyectándose en el mundo exterior que en la introspección del diario íntimo”, escribió otra francesa, una que podría alinear sus zancadas con las de aquella pareja de poetas que dejamos caminando en la vereda: Annie Ernaux. Su Diario del afuera / La vida exterior es, a su modo, una colección de instantáneas. También el peregrinaje de quien anda, mira y escribe lo que ve, también la puesta en tensión del yo, de la primera persona, del ego que salta a través de la selva. “Evité en lo posible entrar en escena y expresar la emoción que dio origen a cada texto. Al contrario, busqué practicar una especie de escritura fotográfica de la realidad”, advierte la escritora. Pero Ernaux, para eso, mira más bien a las personas en los lugares, y Alemian a los lugares con sus personas allí, casi como accidentes del paisaje. Un pordiosero, conductores de grúas haciendo tiempo, operarios, chicos que duermen en la calle tapados con cartones, vendedores: de ninguno más que dos o tres pinceladas. Ninguno puesto en relieve contra el escenario como fondo. No es suya la crueldad ni es suya la distancia, es la de la ciudad, que queda así retratada como una pajarera indolente. Es notable que los nombres propios se reserven para las calles, las estaciones y los puentes, nunca para un ser humano. Como una madre inconmovible que ha abandonado a todos sus hijos, la ciudad reposa hinchada de una leche que se pudre bajo su piel. Hiede. Es por eso.

Mientras el narrador vuelve adonde sea que vuelva, pasa por al lado de muchos que no tendrían cómo emprender una caminata en esa dirección. Los que están como los vencejos –pájaros que pueden pasar meses sin posarse, que duermen, comen y hasta copulan volando, eternamente suspendidos en la extranjería– no se le dirigen ni entorpecen su trayecto. El regreso es un lujo en una ciudad como la que se atraviesa en este libro. También una urgencia.

¿Adónde regresa Bashō cuando regresa? Hay mapas, recorridos. Los hay porque los han trazado otros, después. Pero ¿desde qué momento podemos decir que va, desde cuándo que viene, persiguiendo el favor del sol, de las montañas, del viento? Su madre muerta, su casa muerta. Le levantaron otra, en Edo, décadas más tarde; y era otra, siempre es otra, como el río interminable que pasa y queda. Ah, “pero la mente se desespera por fijar el río en un lugar”, como sigue Lao Tse en sus meditaciones.

“Un día salí para un viaje de mil leguas. Me fui sin llevar provisiones. Como sobre bastón, me apoyaba en las palabras de un hombre antiguo quien, según dicen, ‘entró en la nada utópica bajo la luna de medianoche’”: así inaugura el japonés su Diario de una calavera a la intemperie. En El regreso, los últimos pasos que se dan llegan hasta la mesa de un bar, hasta “un libro abierto en el comienzo de un poema de François Cariès”. También, como sobre bastón, lo que propulsa el cuerpo hacia delante son las palabras.

Si los versos que cita Alemian de ese poeta francés hubiesen estado al principio, los llamaríamos epígrafe. El recorrido sería el inverso. La llegada, una salida. Da igual: quien parte en viaje…

 

 

1. Alberto Silva y Masateru Ito en Diarios de viaje, de Matsuo Bashō, edición del Fondo de Cultura Económica. Los datos de su biografía también están tomados de allí.

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