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Ficción argentina

La pérdida del lenguaje

Por Denis Fernández

Leé el arranque de Especie salvaje, novedad de Notanpuän.

Por Denis Fernandez

 

La pata de cabra entró a mi cuerpo y en unos pocos días se propagó por todo mi organismo: recorrió la columna vertebral, desde la cintura hasta el cráneo, pudriendo lo que tuvo a su paso.

 

Ocurrió cuando tenía nueve años.

 

Casi raquítico quedé.

 

Vomitaba un líquido verde espeso y arqueaba el cuello hacia atrás, el mismo movimiento que hacen las cabras cuando se disponen a atacar.

 

Tras varias consultas con médicos especialistas, mi madre me llevó a ver un curandero.

 

Apenas me desvistió, el curandero encontró una mancha oscura en la piel a la altura del coxis, una marca con forma de pezuña.

 

“Su niño tiene pata de cabra, buena señora, acá alojado está el parásito”.

 

Mi madre lloró, desconsolada, lloró y suplicó por una curación.

 

“Quédese tranquila, el alma de su niño es pura. Vamos a sanarlo antes de que los parásitos se lo coman por dentro”.

 

El curandero colocó una rosa y un ramo de ruda en un recipiente con aceite de oliva, se humedeció los dedos e hizo la Señal de la Cruz en mi frente y en mi entrecejo.

 

Después recitó un Padre Nuestro en su lengua nativa, el guaraní.

 

Sus dedos pasaron por los bordes de mi corazón, por las muñecas, por las rodillas, por el cuello, por ambos riñones.

 

Entonó en voz baja un Ave María y otro Padre Nuestro y repitió varias veces la Señal de la Cruz.

 

El tratamiento duró nueve días ininterrumpidos, en los cuales mi cuerpo mutó como una larva.

 

Al noveno día, el curandero dibujó una cruz con corcho quemado en mi espalda como protección contra la pata de cabra.

 

Sin embargo, a pesar de llevar a cabo el ritual, el curandero no logró extirpar al parásito de mi cuerpo.

 

Con el correr del tiempo, la pata de cabra pudrió mi estructura anatómica y destruyó por completo mi lenguaje, el sistema de símbolos que antes utilizaba para comunicarme.

 

Me convertí en una especie inclasificable, una extraña alteración con el mismo sistema que compone este relato: un campo de información fragmentado y roto que transforma al elemento natural.

 

Todo organismo cuenta la historia de la especie, describe su evolución según los acontecimientos repetidos que lo atraviesan.

 

Un relato multiplicado en miles de relatos, similar al proceso de expansión de los árboles: una rama se propaga y de ella salen otras ramas más pequeñas con la misma forma y la misma orientación.

 

Fractales repetidos hasta el infinito.

 

Sucesos aislados que le dan forma a un elemento conciliador con el ecosistema que lo rodea, un montaje desordenado.

 

Conciencias

que

asimilan procesos.

 

Neuronas conectadas entre sí, enlazadas con la vista, con las manos, con las piernas, con el corazón, con el movimiento.

 

El cerebro se decodifica.

 

Las partes se ramifican.

 

La electricidad las conecta con el resto de los enlaces, tiende redes de comunicación entre las células del sistema nervioso.

 

Miles de millones de neuronas afectadas por los parásitos mueren sin posibilidad de regenerarse.

 

El lenguaje sufre un desperfecto inalterable: el mensaje se pierde y la conciencia se desconfigura.

 

Se desarrolla un proceso de aniquilación sistemática de neuronas.

 

Uno de los hemisferios del cerebro dañado/ una serie de códigos nuevos descomponen al cuerpo/ los elementos se invierten/ se re-significan los símbolos y absorben las impurezas del código anterior/ los residuos van al espacio sin materia/ nace una nueva forma/ una cabeza borrada, sin memoria.

 

Queda un contenedor vacío: el lenguaje perdido en los basurales de la red biológica, una red formada por elementos dispersos que necesitan volver a juntarse.

 

Como mi organismo, que necesita un nuevo sistema de símbolos.

 

Cuerpo pálido, anémico.

 

Cuerpo enfermo, anómalo.

 

Un ser espermario sin forma, incapaz de describir acontecimientos que lo atraviesan, un sistema de signos que ya no sirve para comunicarme con el entorno.

 

De pronto, mis antepasados se presentan ante mí como intermediarios entre la permanencia inmaterial y la muerte presencial del cuerpo.

 

Varios integrantes del árbol familiar despliegan una imagen de mi niñez: yo pequeño corro a toda velocidad por un campo sin plantaciones en dirección al sol, hasta que me canso y vomito parásitos sobre la tierra.

 

Puedo ver al niño de nueve años contaminado, puedo ver cómo la pata de cabra lo devora por dentro.

 

Los parásitos le chupan la sangre hasta hacerlo explotar, les revienta la pus en la carne y las partículas nocivas se liberan.

 

Los residuos liberan su pureza y contaminan los alrededores.

 

El efecto residual apaga millones de neuronas, esos cables cadavéricos que conectan los movimientos del niño de nueve años.

 

Mis antepasados me explican que en la estructura familiar soy una presencia indispensable para comprender cómo funciona la progresión de los nacimientos futuros.

 

Ahora soy una especie anómala que deberá aprender a convivir con otras especies indefinibles que habitan la tierra y comen sus frutos.

 

Es imprescindible no matar ni comer a los animales; debo cuidarlos y proteger su sabiduría.

 

De otra forma, los lugares fértiles quedarán a merced de la repetida historia humana, que siglo tras siglo se encargó de aniquilar todo lo que fue tocando, sin dejar espacio para la reproducción del territorio.

 

El alimento está en las raíces, en los hongos que brotan del suelo, en los árboles, en las cuevas, en el aire, en el fondo del agua.

 

Comprender el mensaje es demasiado complejo y, lentamente, me voy perdiendo en el relato.

 

Las partes contaminadas se hacen larvas y vuelan sobre la marcha del viento y me pierdo.

 

Me pregunto cómo puede pasarle esto a un niño de nueve años.

 

¿Cómo entraron esos parásitos en su cuerpo?

 

¿Esta muerte es la condena hacia nuestra especie por haber ultrajado los espacios sagrados?

 

¿Es (el lenguaje perdido) la señal de nuestra aniquilación?

 

Duermo, horas y horas duermo.

 

Cuando despierto escucho las voces de mis antepasados, un rezo entonado en guaraní:

 

Ore Ru, yvágape reiméva,

toñembojeroviákena nde réra,

Taoreañuamba nde mborayhu,

tojejapo ne rembipota ko yvy 

ári yvágape guáicha.

 

Oran por mí.

 

Buscan por todos sus medios erradicar la enfermedad que me aqueja.

 

Me hacen descender a lo más hondo del pozo para que desde ahí pueda descifrar el material que compone la tierra.

 

Solo de esa manera podré resucitar en un cuerpo sano e incorporar un nuevo lenguaje.

 

Me digo a mí mismo (como si hubiera una copia de mí mismo) que debo resurgir y abandonar este oscuro letargo.

 

Resurgir ahora mismo

reciclar viejos santuarios

volver a orar

encontrar otra forma de

comunicarme sin palabras.

El peso de la quietud sonora

como manifestación

de lo perdurable.

 

En la entropía con el silencio, las impurezas del vegetal se liberan. 

 

El agua fluye hasta la confluencia y se desborda una plaga de insectos hambrientos.

 

Mis ancestros prenden palo santo y dibujan una cruz en mi espalda, en mi pecho, en mis brazos.

 

El niño panza arriba, rodeado de velas celestes y rojas, vómitos, llanto, rezos, aceite en las manos.

 

Eme’ẽ oréve ko árape ore rembi’urã,

opa ára roikotevẽva;

ehejareíkena oréve ore

rembiapovaikue,

rohejareiháicha ore rapichápe

hembiapovaikue orendive.

 

Con el aliento a punto de extinguirse, les pregunto cómo radicalizo la imagen de lo que veo.

 

¿Cómo hago para volver a fertilizar la tierra si los suelos están completamente devastados?

 

¿Cómo hago para dejar de ser un humano si ya soy humano?

 

El resto de las especies, ¿saben que deben seguirme entre los escombros del pasado?

 

Mis ancestros caminan por el terreno, tomados de las manos como si no pudieran soltarse, como si un lazo los mantuviera unidos.

 

Somos un alma colectiva 

partículas en

distintos estados.

 

El curandero se reproduce en esas manos fragmentadas que intentan extirpar la pata de cabra de adentro.

 

Me llevan a una casa en la montaña.

 

Una casa antigua, en un peñasco de las sierras, donde voy a encontrarme con otras especies salvajes.

 

Me trasladan en andas, como si fuéramos parte de una procesión.

 

Cruzamos senderos frondosos cubiertos de arrayanes solidificados hace siglos.

 

En sus manos llevan el cuerpo de un niño de nueve años enfermo por la pata de cabra.

 

Aníkena reheja roike

rojepy’ara’âvai haguáme,

ha orepe’a opa mba’e vaígui.

Taupéicha.

 

Depositan mi cuerpo en la cima del cerro como ofrenda a la tierra.

 

Mi organismo como nutriente para la futura reproducción.

 

Lentamente, mi conciencia se va alejando y me quedo solo, con la vista puesta en un punto del suelo, donde yacen mis huesos.

 

El cielo se vuelve inabarcable.

 

Escucho aullidos de lobos, lejanos.

 

Viene hasta mí la fuerza de las tradiciones familiares.

 

La enfermedad del niño que fui, del niño que soy a los nueve años.

 

En El libro uruguayo de los muertos, Bellatin dice: “Basta descolocarse mínimamente de determinado punto para situarse de pronto en un lugar cronológico y espacial del que no se tenía idea de su existencia”.

 

Me pregunto en qué debo creer para poder sanarme.

 

 

 

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