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La luz del Sudoeste

Por Roland Barthes

"Yo entro en esas regiones de la realidad a mi manera, es decir, con mi cuerpo; y mi cuerpo es mi infancia, tal como la historia la hizo". Uno de los textos que componen Incidentes (La Marca Editora), libro póstumo y personal del filósofo, escritor y ensayista francés, autor también de otros como Fragmentos de un discurso amoroso o Mitologías.

Por Roland Barthes.

Hoy, 17 de julio, hace un tiempo espléndido. Sentado en el banco, guiñando el ojo, jugando, como hacen los niños, veo una margarita del jardín, con todas las proporciones confundidas, que se aplana sobre la pradera de enfrente, del otro lado de la ruta.

Esta ruta se conduce como un río apacible; recorrida de tanto en tanto por un ciclomotor o un tractor (ahora son esos los verdaderos ruidos del campo, finalmente no menos poéticos que el canto de los pájaros; como son escasos, hacen resaltar el silencio de la naturaleza y le imprimen la marca discreta de una actividad humana), la ruta va a irrigar todo un barrio lejano del pueblo. Porque ese pueblo, aunque modesto, tiene sus barrios periféricos. El pueblo, en Francia, ¿no es siempre un espacio contradictorio? Restringido, centrado, sin embargo va muy lejos; el mío, muy clásico, no tiene más que una plaza, una iglesia, una panadería, una farmacia y dos almacenes (hoy debería decir dos autoservicios); pero también tiene, suerte de capricho que frustra las leyes aparentes de la geografía humana, dos peluqueros y dos médicos. ¿Francia, país de la medida? Digamos más bien, y esto en todas las etapas de la vida nacional: país de las proporciones complejas.

De la misma manera, mi Sudoeste es extensible, como esas imágenes que cambian de sentido según el nivel de percepción donde decido captarlas. Así, subjetivamente, conozco tres Sudoestes.

El primero, muy vasto (un cuarto de Francia), es un sentimiento tenaz de solidaridad que, instintivamente, me lo designa (porque lejos estoy de haberlo visitado en su totalidad): toda noticia que me viene de ese espacio me atañe de una manera personal. Pensando en esto, me parece que la unidad de ese gran Sudoeste es para mí la lengua: no el dialecto (porque no conozco ninguna lengua de oc); sino el acento, porque sin duda, el acento del Sudoeste formó los modelos de entonación que marcaron mi primera infancia. Ese acento gascón (en el sentido amplio) se distingue para mí del otro acento meridional, el del Mediodía mediterráneo; éste, en la Francia de hoy, tiene algo triunfal: todo un folclore cinematográfico (Raimu, Fernandel), publicitario (aceites, limones) y turístico lo sostiene; el acento del Sudoeste (tal vez más pesado, menos melodioso) no tiene esas cartas de modernidad; para distinguirse no tiene más que las entrevistas de los rugbiers. Yo mismo no tengo acento; sin embargo, de mi infancia me queda un ‘meridionalismo’: digo ‘socializmo’, y no ‘socialissmo’ (¿quién sabe, acaso se trate de dos socialismos?).

Mi segundo Sudoeste no es un país; es solamente una línea, un trayecto vivido. Viniendo de París en auto (hice mil veces ese viaje), cuando paso Angulema, una señal me advierte que traspuse el umbral de la casa y que entro en el país de mi infancia; un bosquecillo de pinos sobre el costado, una palmera en el patio de una casa, cierta altura de las nubes que da al terreno la movilidad de un rostro. Comienza entonces la gran luz del Sudoeste, noble y sutil al mismo tiempo; nunca gris, nunca baja (aunque el sol no reluzca), es una luz-espacio, definida no tanto por los colores con que afecta a las cosas (como ocurre en el otro Mediodía) como por la calidad eminentemente habitable que da a la tierra. No encuentro otro medio que decir: es una luz luminosa. Hay que verla a esa luz (casi diría: oírla, a tal punto es musical) en el otoño, que es la estación soberana de este país; líquida, radiante, desgarradora porque es la última bella luz del año, iluminando cada cosa en su diferencia (el Sudoeste es el país de los microclimas), preserva a este país de toda vulgaridad, de toda cuestión gregaria, lo vuelve inepto para el turismo fácil y revela su aristocracia profunda (no es una cuestión de clase sino de carácter). Al decir esto de una manera tan elogiosa, sin duda un escrúpulo me sobreviene: ¿nunca hay momentos ingratos en este tiempo del Sudoeste? Claro que sí, pero para mí no son los momentos de lluvia o de tormenta (sin embargo frecuentes); ni siquiera son los momentos en que el cielo está gris; aquí, los accidentes de la luz, me parece, no engendran ningún spleen; no afectan el ‘alma’ sino solamente el cuerpo, a veces embadurnado de humedad, emborrachado de clorofila, o lánguido, extenuado por el viento de España que hace a los Pirineos muy cercanos y violetas: sentimiento ambiguo, cuya fatiga finalmente tiene algo de delicioso, como sucede cada vez que es mi cuerpo (y no mi mirada) el que está perturbado.

Mi tercer Sudoeste es todavía más reducido: es la ciudad donde pasé mi infancia, y luego mis vacaciones de adolescente (Bayona), es el pueblo donde vuelvo cada año, es el trayecto que empalma una y otro y que recorrí tantas veces, para ir a comprar a la ciudad cigarros o papelería, o a la estación a buscar a un amigo. Puedo elegir entre varias rutas; una, más larga, pasa por el interior de las tierras, atraviesa un paisaje mestizado de Bearne y de País Vasco; otra, deliciosa ruta de campaña, sigue la cresta de las colinas que dominan el Adur; del otro lado del río veo un banco continuo de árboles, oscuros en la lejanía: son los pinos de las Landas; una tercera ruta, muy reciente (data de este año), corre a lo largo del Adur, sobre su orilla izquierda: no tiene ningún interés, salvo la rapidez del trayecto, y en ocasiones una vista del río, muy amplio, muy suave, picado por las pequeñas velas blancas de un club náutico. Pero la ruta que prefiero y que a menudo me complace tomar es la que sigue la orilla derecha del Adur; es un antiguo camino de sirga, jalonado de granjas y de bellas casas. Me gusta sin lugar a dudas por su naturalidad, esa dosis de nobleza y de familiaridad que es propia del Sudoeste; podría decirse que, contrariamente a su rival de la otra orilla, es también una verdadera ruta, no un camino funcional de comunicación, sino algo así como una experiencia compleja, donde toman sitio al mismo tiempo un espectáculo continuo (el Adur es un muy bello río, desconocido) y el recuerdo de una práctica ancestral, la de la caminata, de la penetración lenta y como acompasada del paisaje, que a partir de entonces adquiere otras proporciones; llegamos aquí a lo que se dijo al comienzo, y que es en el fondo el poder que tiene este país de frustrar la inmovilidad congelada de las tarjetas postales: no busquen fotografiar demasiado; para juzgar, para amar, hay que venir y quedarse, de manera de poder recorrer toda la iridiscencia de los lugares, de las estaciones, de los tiempos, de las luces.

Me dirán: usted no habla más que del tiempo que hace, de impresiones vagamente estéticas, en todo caso meramente subjetivas. ¿Pero los hombres, las relaciones, las industrias, los comercios, los problemas? Aunque sea un simple residente, ¿no ve usted nada de todo esto? – Yo entro en esas regiones de la realidad a mi manera, es decir, con mi cuerpo; y mi cuerpo es mi infancia, tal como la historia la hizo. Esa historia me dio una juventud provincial, meridional, burguesa. Para mí, esos tres componentes son indistintos; la burguesía es para mí la provincia, y la provincia es Bayona; la campiña (de mi infancia) es siempre las tierras interiores de Bayona, red de excursiones, de visitas y de relatos. Así, a la edad en que se forma la memoria, de las ‘grandes realidades’ sólo tomé la sensación que me proporcionaban: olores, fatigas, sonidos de voces, carreras, luces, todo aquello de lo cual lo real es de alguna manera irresponsable y no tiene otro sentido que formar más tarde el recuerdo del tiempo perdido (muy distinta fue mi infancia parisina: llena de dificultades materiales, tuvo, si se puede decir, la abstracción severa de la pobreza, y, del París de esa época, casi no tengo ‘impresiones’). Si hablo de ese Sudoeste tal como lo refracta en mí el recuerdo es porque creo en la fórmula de Joubert: “No hay que expresarse como uno siente, sino como uno recuerda”.

Estas insignificancias, pues, son como las puertas de entrada de esa vasta región de la que se ocupan el saber sociológico y el análisis político. Por ejemplo, nada tiene más importancia en mi recuerdo que los olores de ese barrio antiguo, entre el Nive y el Adur, que llaman el pequeño Bayona: todos los objetos del comercio menudo se mezclaban para componer una fragancia inimitable: el cordón de las sandalias (aquí no se dice ‘alpargatas’) trabajado por viejos vascos, el chocolate, el aceite español, el aire confinado de las tiendas oscuras y las calles estrechas, el papel envejecido de los libros de la biblioteca municipal, todo eso funcionaba como la fórmula química de un comercio desaparecido (aunque ese barrio conserva un poco de ese encanto antiguo) o, más exactamente, funciona hoy como la fórmula de esa desaparición. Por el olor, es el cambio mismo de un tipo de consumo lo que percibo: las sandalias (con la suela tristemente forrada de caucho) no son ya artesanales, el chocolate y el aceite se compran fuera de la ciudad, en un supermercado. Ya no hay más olores, como si, paradójicamente, los progresos de la polución urbana echaran a los perfumes domésticos, como si la ‘pureza’ fuera una forma pérfida de la polución.

Otra inducción: en mi infancia he conocido muchas familias de la burguesía de Bayona (la Bayona de esa época tenía algo bastante balzaciano): he conocido sus costumbres, sus ritos, sus conversaciones, su modo de vida. Esa burguesía liberal estaba repleta de prejuicios, no de capitales; había una suerte de distorsión entre la ideología de esta clase (francamente reaccionaria) y su estatus económico (en ocasiones trágico). Esta distorsión nunca es destacada por el análisis sociológico o político, que funciona como un gran colador y deja escapar las ‘sutilezas’ de la dialéctica social. Sin embargo, yo sentía esas sutilezas

–o esas paradojas de la Historia–, aunque no sabía formularlas: yo ‘leía’ ya el Sudoeste, recorría el texto que va de la luz de un paisaje, de la pesadez de una jornada lánguida bajo el viento de España, a todo un tipo de discurso, social y provincial. Porque ‘leer’ un país es ante todo percibirlo según el cuerpo y la memoria, según la memoria del cuerpo. Creo que el escritor está asignado a ese vestíbulo del saber y del análisis: más consciente que competente, consciente de los intersticios mismos de la competencia. Por eso la infancia es la senda real por la cual mejor conocemos un país. En el fondo, el único País es el de la infancia.

1977, L’Humanité

 

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