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La literatura cruza de vereda

El otro hermano, basada en la novela de Busqued

Apropiaciones y contaminaciones

De los libros a las tablas, a la pantalla, al bastidor y a los parlantes. ¿Qué pasa cuando la literatura es apropiada por otro arte? ¿Cuál es el origen de esta tradición de cruces en Argentina? Gonzalo León repasa algunos ejemplos y además dejamos una breve agenda de funciones en cartel.

Por Gonzalo León.

Está siendo habitual que la literatura se cruce con otras disciplinas –cine, teatro, artes visuales e incluso música–, podría decirse que es el signo de los tiempos, de ahí que encontrar una literatura o algún arte puro sea cada vez más difícil. Aunque si se analiza bien, la literatura nunca fue pura: hasta la Edad Media, como explica Ezra Pound en Ensayos literarios, la música era parte de la poesía y no se entendía como arte independiente: “Cuando la música y la poesía tomaron distintos rumbos: la melodía de la canzone se convirtió en sonata, composición musical sin canto”. Y es que hasta el siglo XII la poesía se cantaba o entonaba, de hecho muchas composiciones tienen nombres que hoy asociamos a la música, las baladas de Francois Villon son un ejemplo de esto. Aunque Villon es posterior a los poetas provenzales de los que escribe Pound, su obra es la última importante de la Edad Media.

El crítico estadounidense James Wood, en Los mecanismos de la ficción, señala que la novela tomó la estructura de personajes del teatro. Y luego a fines del siglo XIX, cuando se consolidó el estilo indirecto libre, gracias –entre otros– a Flaubert, el cine tomó la narrativa de esa novela decimonónica su narrativa: “Flaubert parece escudriñar las calles de manera indiferente, como una cámara. Igual que cuando vemos una película ya no nos damos cuenta de lo que se ha excluido, de lo que ha quedado fuera justo fuera del encuadre, así tampoco notamos lo que Flaubert ha decidido ‘no’ observar”. Según Wood, en las novelas de Flaubert y de otros novelistas de ese siglo podremos ver los mecanismos de cierto cine, espacialmente de aquel ambientado en grandes ciudades.

Pero entonces si ha sido habitual que la literatura funcione e influencie otras disciplinas artísticas por qué nos extraña que una novela tenga una narrativa cinematográfica o que la estructura de sus personajes sea teatral. Resulta difícil de explicar, porque habría que meterse en la cabeza de los lectores ávidos de la novedad. Y más aún difícil de explicar en Argentina, donde la novedad es algo que está muy metido en la cabeza de los lectores. En La habitación alemana, Carla Maliandi usa personajes teatrales, en Zelarayán, Cucurto admite desde el comienzo que ese libro está influenciado por el cómic y la televisión, en muchas novelas de César Aira parecen estar contaminadas por las artes visuales, la literatura argentina contemporánea apela a muchos lenguajes, apelación que Oscar Masotta en El pop-art definió como la esencia de ese pop-art.

Quizá por eso resulte tan común ver que cada vez más novelas –argentinas y no argentinas– sean llevadas al cine: Adrián Caetano lo hizo con Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, aunque le puso otro título, El otro hermano. En una reciente entrevista Busqued dijo que aún no la había podido ver, pero que entendía que era un recorte de su novela; a pesar de ello sabía que las partes que quedaron afuera “son las más piolas, porque la parte policial, en el libro, es algo que transcurre por atrás, como un telón de fondo”.

Kryptonita, de Leo Oyola, también fue llevada al cine por Nicanor Loreti. En este caso conservó el título de la novela, y el autor siguió de cerca el rodaje de la película, cuyo elenco estuvo compuesto, entre otros, por Pablo Rago y Nico Vázquez. Oyola recordó así esta experiencia: “Como autor, fui un testigo privilegiado de la magia que tiraron para que Kryptonita/La Película cobrara vida. De cómo dejaron todos todo en la cancha. Mi gratitud nunca va a estar a la altura de lo que entregaron. La transformación de los actores y la creación del universo fue un proceso conjunto en el que muchas personas estuvieron implicadas”.

Pero no sólo las novelas de los autores nuevos han sido llevadas al cine, también novelas de autores emblemáticos o casi canónicos, como Zama, de Antonio di Benedetto, y El limonero real, de Juan José Saer, han sido hecho películas por Lucrecia Martel y Gustavo Fontán. Sin duda estas dos novelas fueron un desafío mayor para estos directores. Un caso que conjuga cine y literatura de una manera casi natural es el de Edgardo Cozarinsky, quien si bien primero empezó haciendo cine y en el último tiempo su producción literaria ha sido abrumadora, las dos disciplinas las ha cultivado por igual: tiene más de veinte películas y casi veinte libros publicados. Como él mismo señaló en una entrevista: “Creo que soy ante todo un escritor que ha hecho cine, según lo entendieron Margarite Duras, Alexander Kluge o Pier Paolo Pasolini, sin que pretenda compararme con ellos”. Otros escritores-cineastas son Sergio Bizzio y Lucía Puenzo, que también son pareja y guionistas, y entregaron el año pasado el guión de la novela Estrella distante, de Roberto Bolaño, para un director brasileño. Otro autor que también es guionista y director de cine es Martín Rejtman. Sus guiones Rapado, Silvia Prieto y Los guantes mágicos fueron publicados no hace mucho por Beatriz Viterbo en la Colección de Guiones del Cine Argentino.

Borges y Bioy también incursionaron en el cine. A Borges le gustaba el cine de Hollywood, especialmente los westerns, y también se animó a escribir de esta disciplina para la revista Sur. Como se sabe, algunos de sus cuentos fueron llevados al cine (‘Emma Zunz’ bajo el título de Días de odio, dirigida por Leopoldo Torre Nilsson), pero en muchos casos no quedó conforme con el resultado. En el Borges, de Bioy, se puede observar la opinión que tenían de algunos directores de cine argentinos, como del propio Torre Nilsson, a propósito de un guión que ambos escribieron: “Torre Nilsson no advertía el sentido de algunas escenas épicas en nuestro film Los orilleros, en el que el canalla, por ejemplo, se sobrepone a su canallada y por valor y por generosidad llega a enfrentarse, de igual a igual, con el héroe”. Un caso aparte fue esa especie de homenaje que Bioy y Borges hicieron a Macedonio Fernández y a Héctor Oesterheld con el guión de la película Invasión, que dirigió Hugo Santiago a fines de los 60.

No sólo el cine y la literatura se han influido mutuamente, sino también ha pasado algo similar con el teatro. La novela de Ana María Shúa, Soy paciente, fue llevada al teatro bajo la dirección de María Florencia Bendersky, pero los textos de Shua más de alguna vez han llegado a las tablas, como si literatura y teatro estuvieran más cerca de lo que se cree.

Sin ir más lejos, la editorial Libretto, desde hace unos años, realiza el sano ejercicio de publicar dramaturgia de personas ajenas al teatro, como de Ricardo Strafacce y Mario Ortiz. Y desde luego hay toda una camada de autoras que vienen de esta disciplina, como la mencionada Carla Maliandi, pero también Romina Paula y Camila Fabbri. Podría incluso hablarse de características particulares en sus obras, de cómo el teatro ingresa a la literatura.

Entre 2014 y 2015 tres textos narrativos fueron llevados al Teatro Colón y al Centro Cultural San Martín, tradicionalmente dedicados al teatro, a la ópera o a la música. En el Centro de Experimentación del Colón, con la dirección de Agustina Muñoz, la música de Pablo Ortiz y el arte de Eduardo Stupía, se montó Teatro Martín Fierro, una obra basada en un cuento de Sergio Chejfec incluido en Modo linterna. En su momento Ortiz aclaró que no se trataba de una ópera, sino de una obra de teatro con música. La verdad es que la obra fue como una lectura dramatizada del cuento de Chejfec más las imágenes de Stupía y la música de Ortiz. Unos meses antes, pero en el San Martín se estrenó La libertad total, la novela de Pablo Katchadjian, que con música de Lucas Fagin y la dirección de Mariano Tenconi, esta vez sí se trató de una ópera, pero al modo Samuel Beckett, o al menos con una puesta en escena que hacía recordar una obra del autor irlandés. También Pola Oloixarac incursionó en la ópera en el Centro de Experimentación del Colón, con Hércules en el Mato Grosso, que contó con la composición musical de Esteban Insinger; una de las singularidades de esta ópera fue cantada y hablada principalmente en portugués y en alemán, y en menor medida en quechua.

Pero el trabajo con el teatro o más bien con la teatralidad es antiguo en la literatura argentina. Oliverio Girondo cuando publicó su libro Espantapájaros hace 85 años, como modo de propaganda mandó a hacer un enorme espantapájaros que junto a Girondo se paseó por la ciudad de Buenos Aires durante quince días. Según cuenta en una nota al pie Irina Garbatzky en su libro Los ochenta recienvivos: poesía y performance en el Río de la Plata, “iba en una carroza fúnebre, tirada por seis caballos, con su auriga y lacayos apostados a los lados”.

En los 70, aunque mayormente desde los 80, la cercanía que tuvo la poesía a los diversos modos de teatralidad (performance, títeres, teatro propiamente tal) es evidente. Arturo Carrera es uno de los innovadores en este acercamiento, pero también Osvaldo Lamborghini, que junto a Carrera escribió El palacio del aplauso, una especie de sainete-poema, y Emeterio Cerro, que también con Carrera escribió Telones zurcidos para títeres con himen, representados en su momento por títeres a principios de los 80, y Retrato de un albañil adolescente. Hay una edición de Último Reino de estos dos títulos, que cuentan además con dibujos de Alfredo Prior, Marcia Schvartz, Eduardo Stupía, entre otros.

Si bien Garbatzky opina que muchas de estas expresiones son propias de la performance, parece mucho más probable que la poesía haya buscado a la teatralidad a que haya cruzado un límite. Esta contaminación de las que se ha nutrido la literatura argentina quizá no sea particular, pero sí es muy notoria y habitual. Hay, por otra parte, un buen número de artistas que han escrito y publicado libros en los últimos años: Alfredo Prior, Guillermo Iuso, Fabio Kacero, María Guerrieri, Leticia Obeid, pero quizá el caso más singular sea el de Fernanda Laguna, que pareciera hacer literatura y arte con la misma calidad y pasión. Ella ha explicado de la siguiente manera cómo se dio esta conjunción: “Yo quería que las pinturas se hicieran sobre el lienzo con la velocidad de la imagen que quería representar (el andar del caballo y la caída de la lluvia). Probé una vez y me di cuenta que nunca me iban a salir. Miré las ideas escritas, definitivamente no eran cuadros pero algo eran. Los leía y algo nuevo veía, un relato, un movimiento”.

Dos editoriales que han fomentado este cruce han sido Iván Rosado y Mansalva, la primera con tapas que son cada vez más visuales y la segunda con la Colección Popular de Arte Argentino, en donde ha convocado a artistas como Benito Laren, Florencia Bohtlingk y Nahuel Vecino.

Sin duda esta contaminación de la que la literatura argentina se ha enriquecido está a medio camino y en un futuro podríamos encontrarnos con mejores resultados y mayores cruces.

 

 

En cartel

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